Como
artillero me tocó hacer tres guardias de Prevención. El inicio del día de guardia
era siempre el mismo: coger el Cetme en la armería de la batería,
atendiendo a los gritos del armero: "¡La guardia,
joder!", a lo que el Fitti, que indefectiblemente entraba
de guardia, gritaba alborozado "¡La guardia a joder, la
guardia a joder!"
Salíamos de la batería y formábamos en el patio del Lagarto, junto con la gente de otras baterías. En formación, y precedidos del corneta que ejecutaba -ésa es la palabra- una bonita marcha militar, íbamos hasta la calle de entrada del cuartel, donde se encontraba la guardia saliente. Formábamos frente a ellos, que estaban la mar de contentos. Los oficiales de guardia, entrante y saliente, se saludaban de forma similar a cuando le dan la alternativa a un torero. Finalmente, los salientes se iban y los entrantes tomábamos posesión del cuerpo de guardia.
Salíamos de la batería y formábamos en el patio del Lagarto, junto con la gente de otras baterías. En formación, y precedidos del corneta que ejecutaba -ésa es la palabra- una bonita marcha militar, íbamos hasta la calle de entrada del cuartel, donde se encontraba la guardia saliente. Formábamos frente a ellos, que estaban la mar de contentos. Los oficiales de guardia, entrante y saliente, se saludaban de forma similar a cuando le dan la alternativa a un torero. Finalmente, los salientes se iban y los entrantes tomábamos posesión del cuerpo de guardia.
Cada
oficial de guardia tenía sus manías. Algunos
dirigían un emotivo discurso a los artilleros, haciéndoles notar
que durante veinticuatro horas dependía de ellos la seguridad y la
vida de todos los miembros del cuartel, lo que hacía que los
componentes de la guardia acudieran trémulos de orgullo y henchidos
de nerviosismo -o al revés- a la puta guardia. Duque me contó un
día que al inicio de una de sus guardias, después de oír el discurso del
teniente, un colega de la Cuarta Batería exclamó: "¡Hay que ver,
que hombre tan elocuente!”, en un tono que daba a entender que
aquel individuo consideraba la palabra elocuente como un insulto.
El cuerpo de guardia lo formaban un vestíbulo, tres calabozos y un dormitorio. En el vestíbulo había un banco junto a la puerta, donde se sentaban los artilleros que no estaban de puesto ni dormían en las literas. En los calabozos se consumía el Gallego, un infeliz que al parecer había pegado dos hostias a un teniente. Cuando nosotros llegamos ya llevaba varios meses encerrado -el Gallego, no el teniente-. Salió un mes antes de nuestra licencia, aunque el período pasado en el calabozo no le contaba a efectos de mili, por lo que aún le quedaban como mínimo diez meses de mili. Eso suponiendo que no volviera a pegarle dos hostias más a algún superior.
El dormitorio era un bonito recinto absolutamente inhóspito lleno de literas. Cada uno tomaba posesión de una dejando la manta sobre ella.
Cada relevo lo formaban cinco artilleros. Se hacían dos horas de puesto y seis de descanso. La cosa no mataba, esa era la verdad. Lo espantoso era la sensación de pérdida de tiempo que se tenía. Dependiendo de la garita que te tocara, las dos horas de puesto podían ser más o menos llevaderas. La garita más entretenida era la de la puerta principal. Daba a la plaza del Alto de los Leones de Castilla, que además era una arteria importante de Segovia, pues enlazaba con la carretera a Madrid y Ávila, así que había mucho tránsito, pasaban autobuses, gente vestida de normal, etcétera. En el fondo, no era desagradable estar dos horas mirando como pasaba la vida civil. Lo único que debíamos vigilar era que no se aproximara el enemigo. Y si te aburrías, siempre podías esperar la entrada o salida triunfales del capitán Franciscano y su 600.
El puesto del hogar era bastante inútil, pero así estaba establecido. Teóricamente debíamos vigilar una de las paredes del recinto militar que daba a la calle. La pared en sí ya tenía cinco o seis metros de altura, y sobre ella se levantaba una alambrada de tres metros más. Haría falta ser una especie de Sergei Bubka para saltar aquella pared y penetrar en el cuartel.
El puesto del huerto era también bastante inútil. La garita se situaba sobre una calle lateral, al otro lado de la cual se veía el huerto de un convento de monjas, de ahí el nombre. Una tarde de un sábado de noviembre, en que me tocó hacer puesto ahí, en dos horas sólo pasó un R-8 de segunda mano. De todas formas, en esa garita el tío Tirantes aniquiló un gato enemigo, no lo olvidemos.
La puerta falsa se encontraba diametralmente opuesta a la puerta principal, en el otro extremo del cuartel. Desde la garita sólo se veía una calle desierta y desangelada. De día era un puesto aburrido, pero de noche era deprimente. Una farola mortecina proyectaba su luz sobre un impersonal y triste bloque de pisos. Eso era todo lo que había. Un puesto de 4 a 6 de la madrugada se me hizo eterno. No es de extrañar que determinadas personas que arrastran problemas personales decidan, en según que circunstancias, apoyar el Cetme en la barbilla y apretar el gatillo.
De todas formas, las guardias eran mucho más amenas cuando el jefe de día era el comandante San Juán -compañero de promoción del Rey, no lo olvidemos-. Este señor tenía la costumbre de merodear de noche por las cercanías de las garitas para vigilar a los centinelas, ver si estaban dormidos o preguntarles el santo y seña. Si el centinela estaba dormido, follada al canto. De rebote también recibía el oficial de guardia.
Al iniciar la guardia, los oficiales recordaban a la tropa que el jefe de día era el comandante antes mencionado. Contaban los veteranos que una noche llegó haciendo ruidillos bajo la garita de la puerta falsa. El centinela, que tenía pocas ganas de broma y le quedaba poca mili, no preguntó el santo y seña, sino que directamente montó el Cetme. Al oír el cerrojo del arma, el comandante se identificó raudo y felicitó al artillero por su vigilancia. Aunque tal vez eso no pasó nunca y no era más que una leyenda urbana, militar por supuesto.
El cuerpo de guardia lo formaban un vestíbulo, tres calabozos y un dormitorio. En el vestíbulo había un banco junto a la puerta, donde se sentaban los artilleros que no estaban de puesto ni dormían en las literas. En los calabozos se consumía el Gallego, un infeliz que al parecer había pegado dos hostias a un teniente. Cuando nosotros llegamos ya llevaba varios meses encerrado -el Gallego, no el teniente-. Salió un mes antes de nuestra licencia, aunque el período pasado en el calabozo no le contaba a efectos de mili, por lo que aún le quedaban como mínimo diez meses de mili. Eso suponiendo que no volviera a pegarle dos hostias más a algún superior.
El dormitorio era un bonito recinto absolutamente inhóspito lleno de literas. Cada uno tomaba posesión de una dejando la manta sobre ella.
Cada relevo lo formaban cinco artilleros. Se hacían dos horas de puesto y seis de descanso. La cosa no mataba, esa era la verdad. Lo espantoso era la sensación de pérdida de tiempo que se tenía. Dependiendo de la garita que te tocara, las dos horas de puesto podían ser más o menos llevaderas. La garita más entretenida era la de la puerta principal. Daba a la plaza del Alto de los Leones de Castilla, que además era una arteria importante de Segovia, pues enlazaba con la carretera a Madrid y Ávila, así que había mucho tránsito, pasaban autobuses, gente vestida de normal, etcétera. En el fondo, no era desagradable estar dos horas mirando como pasaba la vida civil. Lo único que debíamos vigilar era que no se aproximara el enemigo. Y si te aburrías, siempre podías esperar la entrada o salida triunfales del capitán Franciscano y su 600.
El puesto del hogar era bastante inútil, pero así estaba establecido. Teóricamente debíamos vigilar una de las paredes del recinto militar que daba a la calle. La pared en sí ya tenía cinco o seis metros de altura, y sobre ella se levantaba una alambrada de tres metros más. Haría falta ser una especie de Sergei Bubka para saltar aquella pared y penetrar en el cuartel.
El puesto del huerto era también bastante inútil. La garita se situaba sobre una calle lateral, al otro lado de la cual se veía el huerto de un convento de monjas, de ahí el nombre. Una tarde de un sábado de noviembre, en que me tocó hacer puesto ahí, en dos horas sólo pasó un R-8 de segunda mano. De todas formas, en esa garita el tío Tirantes aniquiló un gato enemigo, no lo olvidemos.
La puerta falsa se encontraba diametralmente opuesta a la puerta principal, en el otro extremo del cuartel. Desde la garita sólo se veía una calle desierta y desangelada. De día era un puesto aburrido, pero de noche era deprimente. Una farola mortecina proyectaba su luz sobre un impersonal y triste bloque de pisos. Eso era todo lo que había. Un puesto de 4 a 6 de la madrugada se me hizo eterno. No es de extrañar que determinadas personas que arrastran problemas personales decidan, en según que circunstancias, apoyar el Cetme en la barbilla y apretar el gatillo.
De todas formas, las guardias eran mucho más amenas cuando el jefe de día era el comandante San Juán -compañero de promoción del Rey, no lo olvidemos-. Este señor tenía la costumbre de merodear de noche por las cercanías de las garitas para vigilar a los centinelas, ver si estaban dormidos o preguntarles el santo y seña. Si el centinela estaba dormido, follada al canto. De rebote también recibía el oficial de guardia.
Al iniciar la guardia, los oficiales recordaban a la tropa que el jefe de día era el comandante antes mencionado. Contaban los veteranos que una noche llegó haciendo ruidillos bajo la garita de la puerta falsa. El centinela, que tenía pocas ganas de broma y le quedaba poca mili, no preguntó el santo y seña, sino que directamente montó el Cetme. Al oír el cerrojo del arma, el comandante se identificó raudo y felicitó al artillero por su vigilancia. Aunque tal vez eso no pasó nunca y no era más que una leyenda urbana, militar por supuesto.
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