lunes, 2 de mayo de 2016

Tirar de cadena 2

Como artillero me tocó hacer tres guardias de Prevención. El inicio del día de guardia era siempre el mismo: coger el Cetme en la armería de la batería, atendiendo a los gritos del armero: "¡La guar­dia, jo­der!", a lo que el Fitti, que indefectiblemente entraba de guar­dia, gritaba alborozado "¡La guardia a joder, la guar­dia a jo­der!"
Salíamos de la batería y formábamos en el patio del La­garto, junto con la gente de otras baterías. En formación, y precedidos del corneta que ejecutaba -ésa es la palabra- una bonita marcha militar, íbamos hasta la calle de entrada del cuartel, donde se encontraba la guardia saliente. Formábamos frente a ellos, que estaban la mar de contentos. Los oficiales de guar­dia, entrante y saliente, se saludaban de forma similar a cuando le dan la alternativa a un torero. Finalmente, los sa­lientes se iban y los entrantes tomába­mos posesión del cuerpo de guardia. 
Cada oficial de guardia tenía sus manías. Algunos dirigían un emotivo discurso a los artilleros, haciéndoles notar que durante veinticuatro horas dependía de ellos la seguridad y la vida de todos los miembros del cuartel, lo que hacía que los componentes de la guardia acudieran trémulos de orgullo y henchidos de nerviosismo -o al revés- a la puta guardia. Duque me contó un día que al inicio de una de sus guardias, después de oír el discurso del teniente, un colega de la Cuarta Batería exclamó: "¡Hay que ver, que hombre tan elocuente!”, en un tono que daba a entender que aquel individuo consideraba la palabra elocuente como un insulto.
El cuerpo de guardia lo formaban un vestíbulo, tres cala­bozos y un dormitorio. En el vestíbulo había un banco junto a la puerta, donde se sentaban los artilleros que no estaban de puesto ni dormían en las literas. En los calabozos se consumía el Gallego, un infeliz que al parecer había pegado dos hostias a un teniente. Cuando noso­tros llegamos ya llevaba varios meses encerrado -el Gallego, no el teniente-. Salió un mes antes de nuestra licencia, aun­que el período pasado en el cala­bozo no le contaba a efectos de mili, por lo que aún le quedaban como mínimo diez meses de mili. Eso suponiendo que no volviera a pegarle dos hostias más a algún superior.
El dormitorio era un bonito recinto absolutamente inhós­pito lleno de literas. Cada uno tomaba posesión de una dejando la manta sobre ella.
Cada relevo lo formaban cinco artilleros. Se hacían dos horas de puesto y seis de descanso. La cosa no mataba, esa era la verdad. Lo espantoso era la sensación de pérdida de tiempo que se tenía. Dependiendo de la garita que te tocara, las dos horas de puesto podían ser más o menos llevaderas. La garita más entrete­nida era la de la puerta principal. Daba a la plaza del Alto de los Leones de Castilla, que además era una arteria importante de Segovia, pues enlazaba con la carretera a Madrid y Ávila, así que había mucho tránsito, pasaban auto­buses, gente vestida de normal, etcétera. En el fondo, no era desagra­dable estar dos horas mirando como pasaba la vida civil. Lo único que debíamos vigilar era que no se aproximara el enemigo. Y si te aburrías, siempre podías esperar la entrada o salida triunfales del capitán Franciscano y su 600.  
El puesto del hogar era bastante inútil, pero así estaba establecido. Teóricamente debíamos vigilar una de las paredes del recinto militar que daba a la calle. La pared en sí ya te­nía cinco o seis metros de altura, y sobre ella se levantaba una alambrada de tres metros más. Haría falta ser una especie de Sergei Bubka para saltar aquella pared y penetrar en el cuartel.
El puesto del huerto era también bastante inútil. La garita se situaba sobre una calle lateral, al otro lado de la cual se veía el huerto de un convento de monjas, de ahí el nombre. Una tarde de un sába­do de noviembre, en que me tocó hacer puesto ahí, en dos ho­ras sólo pasó un R-8 de segunda mano. De todas formas, en esa garita el tío Tiran­tes aniquiló un gato enemigo, no lo olvide­mos.
La puerta falsa se encontraba diametralmente opuesta a la puerta principal, en el otro extremo del cuartel. Desde la garita sólo se veía una calle desierta y desangelada. De día era un puesto aburrido, pero de noche era deprimente. Una farola morte­cina proyectaba su luz sobre un impersonal y triste bloque de pisos. Eso era todo lo que había. Un puesto de 4 a 6 de la madrugada se me hizo eter­no. No es de extrañar que determinadas personas que arrastran problemas perso­nales decidan, en según que cir­cunstancias, apoyar el Cetme en la barbilla y apretar el gati­llo.
De todas formas, las guardias eran mucho más amenas cuan­do el jefe de día era el comandante San Juán -compañero de promoción del Rey, no lo olvidemos-. Este señor tenía la cos­tumbre de mero­dear de noche por las cercanías de las garitas para vigilar a los centinelas, ver si estaban dormidos o preguntarles el santo y seña. Si el centinela estaba dormido, folla­da al canto. De rebote tam­bién recibía el oficial de guardia.
Al iniciar la guardia, los oficiales recordaban a la tropa que el jefe de día era el comandante antes mencionado. Contaban los veteranos que una noche llegó haciendo ruidillos bajo la garita de la puerta falsa. El centine­la, que tenía pocas ganas de broma y le quedaba poca mili, no preguntó el san­to y seña, sino que directamente montó el Cetme. Al oír el cerrojo del arma, el comandante se identi­ficó raudo y felicitó al artillero por su vigilancia. Aunque tal vez eso no pasó nunca y no era más que una leyenda urbana, militar por supuesto. 






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