martes, 3 de mayo de 2016

Tirar de cadena 3

Mi última guardia como artillero -al día siguiente me nom­braban cabo tomatero- la hice en Polvorines. Polvorines era un bonito descampado situado a unos cuatro quilómetros de Se­govia. Una alambrada rodeaba un amplio terreno donde había varias cons­trucciones sencillas -los polvorines- y el cuerpo de guardia. En Polvorines se hacían cuatro pues­tos: la puerta, el río, el transformador y la garita de la muerte. La guardia se cubría con un suboficial, dieciséis ar­tilleros y dos cabos. De noche llegaba un refuerzo de ocho artilleros y un cabo.
Polvorines no era una guardia complicada. El oficial de guardia siempre era un subo­ficial: un sargento o un sargento primero. Los días solían transcurrir con cierta placidez, hasta que llegaba la noche y el frío. En Segovia son habituales las temperaturas bajo cero en las noches de invierno, y también en algunas de otoño y primavera. Por mucha ropa que te pusieras, el frío se te colaba por todos los resquicios y llegaba hasta la piel, la tras­pasaba y te llegaba al alma. ¡Qué frío! ¡Y por qué motivo más inútil!
Mi último puesto como artillero fue de dos a cuatro de una gélida y helada madrugada de diciembre en la garita del río. Hacía un frío espantoso. Yo iba vestido tal como íbamos todos, con más pisos de ropa que el Corte Inglés: camiseta de felpa, el pijama -en los meses de invierno casi nunca nos quitábamos el pijama, lo llevábamos puesto siempre, incluso en la cama-, la camisa, el jersey, la chupita, el tres cuartos y un inmenso chu­basquero. Las piernas estaban más desprotegidas: el pijama y los pantalones reglamentarios. Y en la cabeza, la gorra y la braga, un pasamontañas que cubría la cara, dejando asomar sólo los ojos.
Y en eso que se puso a nevar. ¡Qué bonito! La garita del río daba a un barranco, en el fondo del cual se supone que pasaba un río, aunque jamás lo vimos. Un par de focos ilumina­ban el polvo­rín que se suponía yo estaba custodiando. Yo lo único que hacía era pasar un frío de cojones. Finalmente llegó el relevo. Cedí el chubasquero al pobre infeliz que se quedó a ocupar mi puesto y seguí al cabo hasta el puesto de guardia.
En el comedor aún quedaba algo del inmenso carajillo que cada noche enviaba la cocina del cuartel a los destacamentos de guardia: una gran olla de café con una botella de coñac de garra­fa disuelto. Era espantoso, pero estaba caliente. Luego, hasta diana, pasábamos al dormitorio a reposar. Había un montón de lite­ras. Nos echábamos en una y nos poníamos una manta en­cima. La tiritera seguía, pues las ventanas no ajustaban bien y muchos cristales estaban rotos, con lo cual entraba un frío considera­ble. Todo el cuerpo de guardia daba asco, de pura dejadez. Había que salir a mear al campo, porque los la­vabos eran inuti­li­zables, estaban destrozados.  Ya sé que no se habían destroza­do solos, pero tampoco hubiese costado mucho dine­ro dejarlos en condi­ciones. De hecho, la guardia de Polvo­rines correspon­día hacer­la a la Academia de Artillería -los polvorines eran su­yos-, pero ésta pagaba al Regimiento para que la hiciera. Pero noso­tros jamás vimos un puto duro.
Volví a Polvorines varias veces más, ya de cabo. La guar­dia era más relajada, por supuesto, incluso de noche. Como éramos tres cabos, a cada uno de nosotros le correspondía un turno de sólo tres horas. Lo jodido era al que le tocaba el turno del medio. En una ocasión, al Tío Tirantes, ya de cabo, le tocó refuerzo en Polvorines. A la hora de sortear los tur­nos, un arti­llero de la Plana del Segundo les dijo a los otros dos cabos, que eran de su reemplazo pero no de su batería:
- Poned en los tres papeles un dos. Y que pringue ese gili­pollas.
Así lo hicieron. Los tres papeles para el sorteo de turno tenían un dos escrito. Sortearon y le preguntaron al Tío Ti­ran­tes: 
- Vaya, me ha tocado el segundo turno. ¡Mala suerte! 
Los otros cabos ni siquiera enseñaron los papeles, se deshicieron de ellos rápidamente.
Esta putada que le gastaron demuestra la mala imagen que tenía el Tiri, ya que en el cuartel sobre todo funcionaba un nacionalismo de batería. Mala cosa cuando los de tu propia batería te daban por culo.
En una guardia de Polvorines me leí enterita la novela  "La tía Tu­la", de don Miguel de Unamuno, sin efectos secundarios aparentes. En la misma guardia, el Titul­cia vio mucho la tele, y además siguió comiendo pipas, pipas, pipas... Aprovechó el día y la noche mucho mejor que yo.
Y por la noche, si eras cabo y te aburrías, pues te ibas a hacer una ronda por las garitas, así hablabas un rato con los centinelas y nos distraíamos mutuamente. A veces salíamos dos cabos a hacer la ronda, sobre todo si éramos de la misma batería o del mismo reemplazo, mientras el otro cabo se quedaba en el puesto de guardia por si el sargento se despertaba y se ponía a llorar. La conversación con los artilleros giraba siempre sobre el mismo tema: el tiempo que nos quedaba de mili. El centi­nela que mejor nos recibía siempre era el que estaba en la garita de la Muerte. Era una garita situada en medio de un peñascal, la más alejada del cuerpo de guardia y de los polvo­rines. Si durante el día uno podía tener dudas sobre la uti­lidad de aquella garita, de noche ya no cabía la menor duda. Había sido puesta allí sólo para putear al personal. Era la más dura de todas, todo el mundo que había estado allí de pues­to una noche de invierno -afortunadamen­te no fue mi caso- ha­blaba de la rasca inmensa que pegaba allí. Aquella puta garita disfrutaba de un microclima ideal para criar pingüinos. Se contaba que Colmenero, uno de mi batería, había sido arrestado porque mandó a tomar por culo al sargento cochinero que le quitó la manta cuando estaba de puesto allí. Desde entonces empecé a mirar a Colmenero con otros ojos: un tío cojonudo.

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