Mi
última guardia como artillero -al día siguiente me nombraban
cabo tomatero- la hice en Polvorines. Polvorines era un bonito
descampado situado a unos cuatro quilómetros de Segovia. Una
alambrada rodeaba un amplio terreno donde había varias
construcciones sencillas -los polvorines- y el cuerpo de
guardia. En Polvorines se hacían cuatro puestos: la puerta, el
río, el transformador y la garita de la muerte. La guardia se cubría
con un suboficial, dieciséis artilleros y dos cabos. De noche
llegaba un refuerzo de ocho artilleros y un cabo.
Polvorines
no era una guardia complicada. El oficial de guardia
siempre era un suboficial: un sargento o un sargento primero.
Los días solían transcurrir con cierta placidez, hasta que llegaba
la noche y el frío. En Segovia son habituales las temperaturas bajo
cero en las noches de invierno, y también en algunas de otoño y primavera. Por mucha ropa que te pusieras, el
frío se te colaba por todos los resquicios y llegaba hasta la piel,
la traspasaba y te llegaba al alma. ¡Qué frío! ¡Y por qué
motivo más inútil!
Mi
último puesto como artillero fue de dos a cuatro de una gélida y helada madrugada de
diciembre en la garita del río. Hacía un frío espantoso. Yo iba
vestido tal como íbamos todos, con más pisos de ropa que el Corte
Inglés: camiseta de felpa, el pijama -en los meses de invierno casi
nunca nos quitábamos el pijama, lo llevábamos puesto siempre,
incluso en la cama-, la camisa, el jersey, la chupita, el tres
cuartos y un inmenso chubasquero. Las piernas estaban más
desprotegidas: el pijama y los pantalones reglamentarios. Y en la
cabeza, la gorra y la braga, un pasamontañas que cubría la cara,
dejando asomar sólo los ojos.
Y
en eso que se puso a nevar. ¡Qué bonito! La garita del río daba a
un barranco, en el fondo del cual se supone que pasaba un río,
aunque jamás lo vimos. Un par de focos iluminaban el polvorín
que se suponía yo estaba custodiando. Yo lo único que hacía era
pasar un frío de cojones. Finalmente llegó el relevo. Cedí el
chubasquero al pobre infeliz que se quedó a ocupar mi puesto y seguí
al cabo hasta el puesto de guardia.
En
el comedor aún quedaba algo del inmenso carajillo que cada noche
enviaba la cocina del cuartel a los destacamentos de guardia: una
gran olla de café con una botella de coñac de garrafa
disuelto. Era espantoso, pero estaba caliente. Luego, hasta diana,
pasábamos al dormitorio a reposar. Había un montón de literas.
Nos echábamos en una y nos poníamos una manta encima. La
tiritera seguía, pues las ventanas no ajustaban bien y muchos
cristales estaban rotos, con lo cual entraba un frío considerable.
Todo el cuerpo de guardia daba asco, de pura dejadez. Había que salir a mear al campo, porque los lavabos
eran inutilizables, estaban destrozados. Ya sé que no se
habían destrozado solos, pero tampoco hubiese costado mucho
dinero dejarlos en condiciones. De hecho, la guardia de
Polvorines correspondía hacerla a la Academia de
Artillería -los polvorines eran suyos-, pero ésta pagaba al
Regimiento para que la hiciera. Pero nosotros jamás vimos un
puto duro.
Volví
a Polvorines varias veces más, ya de cabo. La guardia era más
relajada, por supuesto, incluso de noche. Como éramos tres cabos, a
cada uno de nosotros le correspondía un turno de sólo tres horas.
Lo jodido era al que le tocaba el turno del medio. En una ocasión,
al Tío Tirantes, ya de cabo, le tocó refuerzo en Polvorines. A la
hora de sortear los turnos, un artillero de la Plana del
Segundo les dijo a los otros dos cabos, que eran de su reemplazo pero
no de su batería:
-
Poned en los tres papeles un dos. Y que pringue ese gilipollas.
Así
lo hicieron. Los tres papeles para el sorteo de turno tenían un dos
escrito. Sortearon y le preguntaron al Tío Tirantes:
- Vaya,
me ha tocado el segundo turno. ¡Mala suerte!
Los
otros cabos ni siquiera enseñaron los papeles, se deshicieron de
ellos rápidamente.
Esta
putada que le gastaron demuestra la mala imagen que tenía el Tiri,
ya que en el cuartel sobre todo funcionaba un nacionalismo de
batería. Mala cosa cuando los de tu propia batería te daban por
culo.
En
una guardia de Polvorines me leí enterita la novela "La tía Tula",
de don Miguel de Unamuno, sin efectos secundarios aparentes. En la
misma guardia, el Titulcia vio mucho la tele, y además siguió
comiendo pipas, pipas, pipas... Aprovechó el día y la noche mucho
mejor que yo.
Y
por la noche, si eras cabo y te aburrías, pues te ibas a hacer una
ronda por las garitas, así hablabas un rato con los centinelas y nos
distraíamos mutuamente. A veces salíamos dos cabos a hacer la ronda, sobre todo si éramos de la misma batería o del mismo reemplazo, mientras el otro cabo se quedaba en el puesto de guardia por si el sargento se despertaba y se ponía a llorar. La conversación con los artilleros giraba siempre sobre el
mismo tema: el tiempo que nos quedaba de mili. El centinela que mejor
nos recibía siempre era el que estaba en la garita de la Muerte. Era
una garita situada en medio de un peñascal, la más alejada del
cuerpo de guardia y de los polvorines. Si durante el día uno
podía tener dudas sobre la utilidad de aquella garita, de noche
ya no cabía la menor duda. Había sido puesta allí sólo para putear al
personal. Era la más dura de todas, todo el mundo que había
estado allí de puesto una noche de invierno -afortunadamente
no fue mi caso- hablaba de la rasca inmensa que pegaba allí.
Aquella puta garita disfrutaba de un microclima ideal para criar
pingüinos. Se contaba que Colmenero, uno de mi batería, había sido
arrestado porque mandó a tomar por culo al sargento cochinero que le
quitó la manta cuando estaba de puesto allí. Desde entonces empecé
a mirar a Colmenero con otros ojos: un tío cojonudo.
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