Y
qué mejor forma de aprovechar estas innatas cualidades artísticas
que exhibirlas en el acto de homenaje del día de las Fuerzas
Armadas.
A
finales de mayo llegó a la furrielería de la Plana del Segundo un
oficio desde Secciones ordenando la designación de un cabo gastador
para encabezar el desfile que se celebraría en la ciudad el día de
las Fuerzas Armadas. El Segundo Grupo había sido elegido para tan
alto honor, con la característica previsión militar: el acto se
haría el domingo por la mañana y el oficio llegó el viernes a
mediodía. Dado que en aquellas fechas yo ya era el furriel bisabuelo
de la Plana Mayor del Segundo Grupo, convoqué a los furrieles de la
Cuarta y Quinta Baterías a una cumbre en la sala de la televisión,
para ver a qué batería le caía la china. Y tocó a la Plana, por
supuesto. O sea, a mí. Una vez los furrieles de la Cuarta y la
Quinta se marcharon aliviados y riendo por lo bajo, consulté el
cuadro de efectivos. Era viernes a las dos de la tarde, la gente de
rebaje ya se había marchado y quedábamos los cuatro gatos que
gozaríamos del fin de semana en el cuartel. Los mandos también
habían desaparecido, por supuesto, hasta el lunes por la mañana.
Consulté
el cuadrante de servicios, cumplimentado por Urco antes de marcharse.
En todas las baterías los servicios de la tropa los ponía el
furriel más antiguo, menos en la nuestra. En la Plana del Segundo
los servicios los ponía Urco, el sargento primero Urco, con dos
cojones, porque no se fiaba de los furrieles y porque le daba la puta
gana. Para los furrieles tal actitud tenía aspectos positivos, nos
evitaba discusiones con los cabos y artilleros. Si alguien se quejaba
de un servicio, la respuesta era simple: “Quéjate al sargento
primero, que es quien te lo ha puesto.” En contrapartida, los
furrieles podíamos acabar haciendo cualquier servicio, como las
guardias de Prevención, las más jodidas. Jamás un furriel del
resto de baterías hizo una guardia de Prevención, excepto nosotros.
Un
rápido vistazo al cuadrante me confirmó mis temores: los únicos
cabos disponibles en la batería para el domingo éramos el Tío
Tirantes y yo. El Tiri de cabo cuartel y yo de furriel. En el oficio
se especificaba que el cabo gastador debía tener una cierta
presencia física y una cierta altura. Yo era más alto que el
Tiri. Yo era algo más delgado que el Tiri. Pero yo no iba a hacer de
cabo gastador ni loco. En su día, yo juré fidelidad a la patria y
dar por ella hasta la última gota de mi sangre si fuere menester,
eso vale, de acuerdo, con matices, ja en parlarem, pero yo no juré hacer de majorette.
Así
que puse en práctica todo lo que había aprendido de los militares
en aquellos fecundos meses. Cogí la goma de borrar e hice dos
pequeños cambios que Urco jamás advertiría y el Tiri tampoco. El cabo cuartel que yo
tenía el sábado lo pasé al domingo. Y el cabo cuartel del Tiri del
domingo lo pasé al sábado. De esta forma, aquel hombre quedaba
libre el domingo para ir a desfilar y homenajear a las Fuerzas
Armadas que tanto admiraba su madre, la poetisa castrense.
Una
vez hecho esto, quedaba comunicarle la noticia al agraciado. No lo
vio muy claro, incluso me propuso hacer un cambio en los servicios y
que fuera yo el gastador (es decir, volver a la situación original
prevista por Urco), a cambio de su gratitud eterna, pero no le sirvió
de nada al pobre hombre. Yo el domingo tenía cabo cuartel. Y además,
mi argumento de que la furrielería jamás podía quedar desatendida,
ni en fin de semana, pareció convencerlo.
Llegó el domingo. Puntualmente, a las once de la mañana,
vestido con sus mejores galas de romano y cubierta la cabeza con su
boina verde OTAN, el Tío Tirantes bajó al patio del lagarto y se
presentó ante Pink Floid. Pink Floid era el jefe de la banda de
música del Regimiento. En realidad se llamaba Dionisio y era
brigada. Ya hablaremos de él en su momento. Cuando el hombre vio al
Tiri parece ser que dijo algo así como que si no había un cabo más
alto y más delgado para hacer de gastador, coño! En previsión de
que el Tiri se fuera de la lengua y dijera que en la Plana del
Segundo había un cabo alto y apuesto haciendo de cabo cuartel y que
el brigada se mosqueara y subiera a comprobarlo, me encerré en la
furrielería con un montón de carpetas y papeles sobre la mesa y
varios folios en la máquina de escribir, para que aquel genio de la
música no dudara de mi leal sacrificio por la patria tramitando
expedientes hasta en domingo.
Pero
no pasó nada de todo eso. Al cabo de un rato oí los espantosos y
estridentes acordes de la banda de música que se iban alejando con
un cierto ritmo marcial. Con cautela, abrí la puerta, salí de la oficina y me fui
hacia los lavabos, alejado de las ventanas para que nadie detectara
desde el puto patio del Lagarto la presencia de un cabo alto y
apuesto escaqueado en la batería. Desde la ventana de los lavabos,
que daba a la puerta principal del cuartel, pude ver que la banda ya
enfilaba la avenida en dirección al Parque de Automovilismo, lugar
donde se hacía el acto del dia de las Fuerzas Armadas.
Encabezándola, allí iba el Tío Tirantes, moviendo arrítmicamente
una vara de majorette y marcando el paso digamos que marcialmente. La
imagen era bastante lamentable, y el sonido también. Mucho porte
distinguido no tenía, pero lo importante era que él estaba allí y
no yo.
Afortunadamente
regresó contento. Había marchado encabezando la comitiva, le habían
aplaudido, el jefazo del Parque de Automovilismo había hecho un
discurso muy bonito parecido a los poemas de su madre y había ligado
con un grupo de nenas de octavo de básica. ¿Qué más se puede
pedir?
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