viernes, 8 de abril de 2016

El Tío Tirantes 7

Y qué mejor forma de aprovechar estas innatas cualidades artísticas que exhibirlas en el acto de homenaje del día de las Fuerzas Armadas.

A finales de mayo llegó a la furrielería de la Plana del Segundo un oficio desde Secciones ordenando la designación de un cabo gastador para encabezar el desfile que se celebraría en la ciudad el día de las Fuerzas Armadas. El Segundo Grupo había sido elegido para tan alto honor, con la característica previsión militar: el acto se haría el domingo por la mañana y el oficio llegó el viernes a mediodía. Dado que en aquellas fechas yo ya era el furriel bisabuelo de la Plana Mayor del Segundo Grupo, convoqué a los furrieles de la Cuarta y Quinta Baterías a una cumbre en la sala de la televisión, para ver a qué batería le caía la china. Y tocó a la Plana, por supuesto. O sea, a mí. Una vez los furrieles de la Cuarta y la Quinta se marcharon aliviados y riendo por lo bajo, consulté el cuadro de efectivos. Era viernes a las dos de la tarde, la gente de rebaje ya se había marchado y quedábamos los cuatro gatos que gozaríamos del fin de semana en el cuartel. Los mandos también habían desaparecido, por supuesto, hasta el lunes por la mañana.

Consulté el cuadrante de servicios, cumplimentado por Urco antes de marcharse. En todas las baterías los servicios de la tropa los ponía el furriel más antiguo, menos en la nuestra. En la Plana del Segundo los servicios los ponía Urco, el sargento primero Urco, con dos cojones, porque no se fiaba de los furrieles y porque le daba la puta gana. Para los furrieles tal actitud tenía aspectos positivos, nos evitaba discusiones con los cabos y artilleros. Si alguien se quejaba de un servicio, la respuesta era simple: “Quéjate al sargento primero, que es quien te lo ha puesto.” En contrapartida, los furrieles podíamos acabar haciendo cualquier servicio, como las guardias de Prevención, las más jodidas. Jamás un furriel del resto de baterías hizo una guardia de Prevención, excepto nosotros.

Un rápido vistazo al cuadrante me confirmó mis temores: los únicos cabos disponibles en la batería para el domingo éramos el Tío Tirantes y yo. El Tiri de cabo cuartel y yo de furriel. En el oficio se especificaba que el cabo gastador debía tener una cierta presencia física y una cierta altura. Yo era más alto que el Tiri. Yo era algo más delgado que el Tiri. Pero yo no iba a hacer de cabo gastador ni loco. En su día, yo juré fidelidad a la patria y dar por ella hasta la última gota de mi sangre si fuere menester, eso vale, de acuerdo, con matices, ja en parlarem, pero yo no juré hacer de majorette.

Así que puse en práctica todo lo que había aprendido de los militares en aquellos fecundos meses. Cogí la goma de borrar e hice dos pequeños cambios que Urco jamás advertiría y el Tiri tampoco. El cabo cuartel que yo tenía el sábado lo pasé al domingo. Y el cabo cuartel del Tiri del domingo lo pasé al sábado. De esta forma, aquel hombre quedaba libre el domingo para ir a desfilar y homenajear a las Fuerzas Armadas que tanto admiraba su madre, la poetisa castrense.

Una vez hecho esto, quedaba comunicarle la noticia al agraciado. No lo vio muy claro, incluso me propuso hacer un cambio en los servicios y que fuera yo el gastador (es decir, volver a la situación original prevista por Urco), a cambio de su gratitud eterna, pero no le sirvió de nada al pobre hombre. Yo el domingo tenía cabo cuartel. Y además, mi argumento de que la furrielería jamás podía quedar desatendida, ni en fin de semana, pareció convencerlo.

Llegó el domingo. Puntualmente, a las once de la mañana, vestido con sus mejores galas de romano y cubierta la cabeza con su boina verde OTAN, el Tío Tirantes bajó al patio del lagarto y se presentó ante Pink Floid. Pink Floid era el jefe de la banda de música del Regimiento. En realidad se llamaba Dionisio y era brigada. Ya hablaremos de él en su momento. Cuando el hombre vio al Tiri parece ser que dijo algo así como que si no había un cabo más alto y más delgado para hacer de gastador, coño! En previsión de que el Tiri se fuera de la lengua y dijera que en la Plana del Segundo había un cabo alto y apuesto haciendo de cabo cuartel y que el brigada se mosqueara y subiera a comprobarlo, me encerré en la furrielería con un montón de carpetas y papeles sobre la mesa y varios folios en la máquina de escribir, para que aquel genio de la música no dudara de mi leal sacrificio por la patria tramitando expedientes hasta en domingo.

Pero no pasó nada de todo eso. Al cabo de un rato oí los espantosos y estridentes acordes de la banda de música que se iban alejando con un cierto ritmo marcial. Con cautela, abrí la puerta, salí de la oficina y me fui hacia los lavabos, alejado de las ventanas para que nadie detectara desde el puto patio del Lagarto la presencia de un cabo alto y apuesto escaqueado en la batería. Desde la ventana de los lavabos, que daba a la puerta principal del cuartel, pude ver que la banda ya enfilaba la avenida en dirección al Parque de Automovilismo, lugar donde se hacía el acto del dia de las Fuerzas Armadas. Encabezándola, allí iba el Tío Tirantes, moviendo arrítmicamente una vara de majorette y marcando el paso digamos que marcialmente. La imagen era bastante lamentable, y el sonido también. Mucho porte distinguido no tenía, pero lo importante era que él estaba allí y no yo.

Afortunadamente regresó contento. Había marchado encabezando la comitiva, le habían aplaudido, el jefazo del Parque de Automovilismo había hecho un discurso muy bonito parecido a los poemas de su madre y había ligado con un grupo de nenas de octavo de básica. ¿Qué más se puede pedir?




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