La
unidad 440 de RENFE atravesó rauda y veloz la sierra de Guadarrama y
en dos horas llegó a Madrid. Bajé en la estación de Recoletos y en
Colón cogí el autobús hacia Barajas. Después de esperar media
hora en la terminal del puente aéreo, los pasajeros subimos a una de las
jardineras que nos llevó hasta el avión. En lugar del Boeing 727
habitual, aquella noche de Reyes viajamos en un Airbus inmenso, con
ocho asientos por fila y diez cañones por banda. Nunca había ido en
un avión tan grande, y nunca he vuelto a ir, todo hay que decirlo.
Aterrizamos en Barcelona tres cuartos de hora después, sin novedad. En el vestíbulo esperaba
mi familia, que había venido a buscarme en coche. Desde El Prat
hasta Badalona por la Autovía de Castelldefels y la Granvia
-faltaban diez años para que se inauguraran las Rondas- en una hora
estuve en casa. La verdad es que despertarte por la mañana en plena
meseta castellana y acostarte por la noche en tu cama, a 700
kilómetros de distancia, junto al Mediterráneo, no tiene precio. O
sí, las 6.200 pesetas (unos 38 €) que costaba el pasaje en el
puente aéreo.
Pasaron
los cuatro días de libertad condicional del atípico permiso, volví
a Segovia el sábado y el domingo entré de guardia en Baterías, mi
primera guardia de cabo. No fue algo agotador. Cada dos horas -en
realidad cada cuatro, ya que éramos dos cabos y nos turnábamos-
debíamos acompañar a los artilleros que entraban de puesto a la
garita, y retornar al cuerpo de guardia con los que salían de
puesto. La verdad es que todos éramos mayorcitos y este trayecto
podían hacerlo los artilleros ellos solitos, pero la liturgia militar tiene
eso, hay que cumplirla y se acabó.
La
diferencia entre la guardia de artillero y la de cabo es que se
acabaron las dos horas de puesto vigilando la nada absoluta. Esto
ahorraba un montón de incomodidades, empezando por el frío. El día
era lluvioso y gris y de la sierra bajaba un airecillo cortante nada
reconfortante. Los centinelas se cubrían con unos chubasqueros
inmensos, cuyas capuchas tapaban buena parte de la visión. Entonces,
¿qué coño hacían aquellos pobres infelices vigilando no se sabe
qué?
El
cuerpo de guardia no era el Palace, pero era mejor estar allí que en
la garita, desde luego. Había un televisor pequeño, de 14 pulgadas,
en blanco y negro, que sólo recibía los dos canales antes
mencionados. Por cierto, por la noche ambas cadenas cerraban su
emisión y no emitían. La alternativa entonces era escuchar la radio
o dormir. O, si no hacía mucho frío, salir a hacer una ronda y
hablar con los centinelas un rato, cosa que agradecían.
Pasé
parte de la tarde del domingo con Salcedo, un buen chico, un cheli de
Madrid, un poco peculiar. Pasó una gran parte de la mili yendo y
viniendo del hospital militar de Valladolid, por unos granos
tremendos que le habían salido en la nuca y que le impedían erguir
la cabeza. En las formaciones siempre le caía alguna bronca:
- ¡Artillero, esa
cabeza erguida! - No puedo, mi … (sargento, brigada, teniente, capitán...)
Entonces, tras una
breve inspección del cogote de Salcedo, el mando al mando descubría
la causa de tan poco marcial posición y lo dejaba en paz.
Aquella
tarde, mientras nos caía encima una fina lluvia y veíamos pasar
veloces los coches por la carretera Segovia-Madrid, oíamos cómo se
movían las ratas un par de metros por debajo de nosotros, al otro
lado del muro defensivo. Las ratas de Baterías eran inmensas,
parecían hipopótamos, y campaban a sus anchas por el recinto con total
impunidad.
- Me tienen
acojonado, tío -me decía Salcedo con una risa nerviosa-. Tengo la
impresión de que en cualquier momento van a saltar el muro y me van
a devorar...
Era una
muestra del peculiar sentido del humor de Salcedo, pero estar dos
horas en la garita, oyendo los movimientos de aquellos malditos
roedores en el canal de desagüe situado dos metros más abajo,
ponía nervioso a cualquiera.
Pasó la
guardia y el lunes por la mañana, sentados en la caja de un bonito
camión Pegaso, regresamos al cuartel. Nada más entrar en la batería vislumbré unos cuantos rostros conocidos que hacía tres semanas que no veía.
Todo el mundo había vuelto del permiso de Año Nuevo y la batería
volvía a la normalidad, en la medida que ello era posible allí.
Particularmente emotivo
fue el reencuentro con De la Cruz. Había pasado un día de Navidad
de miedo. Santa Claus Urco le había obsequiado con su primera
guardia de cabo en Prevención. La guardia de Prevención era la que
protegía el Regimiento y la más complicada de todas las que se
hacían allí. Por lo visto hubo algún tipo de problema en que se
vio implicado De la Cruz, que como cabo guri que era no supo
reaccionar a tiempo. El oficial de guardia se cabreó con él y en lugar de dejar pasar el descuido del cabo le
fue con el cuento al capitán de cuartel. Ese día -Navidad,
recordemos- estaba de capitán de cuartel el capitán de la Batería
de Servicios, un individuo que no conocíamos personalmente pero por
el que De la Cruz sentía cierta simpatía, porque le había visto
por el cuartel con el diario El País bajo el brazo, en lugar del
habitual ABC que leía la oficialidad (la oficialidad que leía, se
entiende, que no era toda la oficialidad. No sé si queda claro).
Dicho capitán se puso hecho una fiera por la presunta negligencia
del cabo guri y le amenazó con enviarlo al calabozo durante un mes y
joderle el permiso de Año Nuevo. Finalmente, y como si se tratara de
una película de Frank Capra, se impuso el espíritu navideño al
militar y al capitán se le pasó el cabreo. De la Cruz respiró
tranquilo, y también se dio cuenta de que se puede leer El País y
ser un capullo de mucho cuidado.
Miguel también estuvo
entretenido. No pudo irse de escapada, pero el día de Reyes su mujer
subió a Segovia para estar con él, desde mediodía hasta retreta.
Miguel dejó la ropa militar en una pensión y se vistió de paisano,
cosa prohibida pero que mucha gente hacía. Paseando esa tarde por la
Calle Real con su mujer, fue a toparse de morros con La Tulipe.
Miguel se sacó las manos de los bolsillos de su anorak civil, se
irguió ligeramente y al pasar junto al teniente le dijo:
- A la orden de
usted, mi teniente.
La Tulipe -que iba de
paisano, por cierto- no dijo nada. Al día siguiente Miguel estaba
de cabo cuartel. Casualmente, La Tulipe estaba de oficial de guardia.
Subió a la batería y la revisó minuciosamente. Los lavabos no
estaban a su gusto y arrestó a Miguel. Dos días de cabo cuartel,
por la cara. El que manda, manda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario