sábado, 13 de febrero de 2016

Navidad y otras fechas 7

La unidad 440 de RENFE atravesó rauda y veloz la sierra de Guadarrama y en dos horas llegó a Madrid. Bajé en la estación de Recoletos y en Colón cogí el autobús hacia Barajas. Después de esperar media hora en la terminal del puente aéreo, los pasajeros subimos a una de las jardineras que nos llevó hasta el avión. En lugar del Boeing 727 habitual, aquella noche de Reyes viajamos en un Airbus inmenso, con ocho asientos por fila y diez cañones por banda. Nunca había ido en un avión tan grande, y nunca he vuelto a ir, todo hay que decirlo. Aterrizamos en Barcelona tres cuartos de hora después, sin novedad. En el vestíbulo esperaba mi familia, que había venido a buscarme en coche. Desde El Prat hasta Badalona por la Autovía de Castelldefels y la Granvia -faltaban diez años para que se inauguraran las Rondas- en una hora estuve en casa. La verdad es que despertarte por la mañana en plena meseta castellana y acostarte por la noche en tu cama, a 700 kilómetros de distancia, junto al Mediterráneo, no tiene precio. O sí, las 6.200 pesetas (unos 38 €) que costaba el pasaje en el puente aéreo.
Pasaron los cuatro días de libertad condicional del atípico permiso, volví a Segovia el sábado y el domingo entré de guardia en Baterías, mi primera guardia de cabo. No fue algo agotador. Cada dos horas -en realidad cada cuatro, ya que éramos dos cabos y nos turnábamos- debíamos acompañar a los artilleros que entraban de puesto a la garita, y retornar al cuerpo de guardia con los que salían de puesto. La verdad es que todos éramos mayorcitos y este trayecto podían hacerlo los artilleros ellos solitos, pero la liturgia militar tiene eso, hay que cumplirla y se acabó.
La diferencia entre la guardia de artillero y la de cabo es que se acabaron las dos horas de puesto vigilando la nada absoluta. Esto ahorraba un montón de incomodidades, empezando por el frío. El día era lluvioso y gris y de la sierra bajaba un airecillo cortante nada reconfortante. Los centinelas se cubrían con unos chubasqueros inmensos, cuyas capuchas tapaban buena parte de la visión. Entonces, ¿qué coño hacían aquellos pobres infelices vigilando no se sabe qué?
El cuerpo de guardia no era el Palace, pero era mejor estar allí que en la garita, desde luego. Había un televisor pequeño, de 14 pulgadas, en blanco y negro, que sólo recibía los dos canales antes mencionados. Por cierto, por la noche ambas cadenas cerraban su emisión y no emitían. La alternativa entonces era escuchar la radio o dormir. O, si no hacía mucho frío, salir a hacer una ronda y hablar con los centinelas un rato, cosa que agradecían.
Pasé parte de la tarde del domingo con Salcedo, un buen chico, un cheli de Madrid, un poco peculiar. Pasó una gran parte de la mili yendo y viniendo del hospital militar de Valladolid, por unos granos tremendos que le habían salido en la nuca y que le impedían erguir la cabeza. En las formaciones siempre le caía alguna bronca:
        - ¡Artillero, esa cabeza erguida! 
       - No puedo, mi … (sargento, brigada, teniente, capitán...)
     Entonces, tras una breve inspección del cogote de Salcedo, el mando al mando descubría la causa de tan poco marcial posición y lo dejaba en paz.
Aquella tarde, mientras nos caía encima una fina lluvia y veíamos pasar veloces los coches por la carretera Segovia-Madrid, oíamos cómo se movían las ratas un par de metros por debajo de nosotros, al otro lado del muro defensivo. Las ratas de Baterías eran inmensas, parecían hipopótamos, y campaban a sus anchas por el recinto con total impunidad.
       - Me tienen acojonado, tío -me decía Salcedo con una risa nerviosa-. Tengo la impresión de que en cualquier momento van a saltar el muro y me van a devorar...
      Era una muestra del peculiar sentido del humor de Salcedo, pero estar dos horas en la garita, oyendo los movimientos de aquellos malditos roedores en el canal de desagüe situado dos metros más abajo, ponía nervioso a cualquiera.
        Pasó la guardia y el lunes por la mañana, sentados en la caja de un bonito camión Pegaso, regresamos al cuartel. Nada más entrar en la batería vislumbré unos cuantos rostros conocidos que hacía tres semanas que no veía. Todo el mundo había vuelto del permiso de Año Nuevo y la batería volvía a la normalidad, en la medida que ello era posible allí.
      Particularmente emotivo fue el reencuentro con De la Cruz. Había pasado un día de Navidad de miedo. Santa Claus Urco le había obsequiado con su primera guardia de cabo en Prevención. La guardia de Prevención era la que protegía el Regimiento y la más complicada de todas las que se hacían allí. Por lo visto hubo algún tipo de problema en que se vio implicado De la Cruz, que como cabo guri que era no supo reaccionar a tiempo. El oficial de guardia se cabreó con él y en lugar de dejar pasar el descuido del cabo le fue con el cuento al capitán de cuartel. Ese día -Navidad, recordemos- estaba de capitán de cuartel el capitán de la Batería de Servicios, un individuo que no conocíamos personalmente pero por el que De la Cruz sentía cierta simpatía, porque le había visto por el cuartel con el diario El País bajo el brazo, en lugar del habitual ABC que leía la oficialidad (la oficialidad que leía, se entiende, que no era toda la oficialidad. No sé si queda claro). Dicho capitán se puso hecho una fiera por la presunta negligencia del cabo guri y le amenazó con enviarlo al calabozo durante un mes y joderle el permiso de Año Nuevo. Finalmente, y como si se tratara de una película de Frank Capra, se impuso el espíritu navideño al militar y al capitán se le pasó el cabreo. De la Cruz respiró tranquilo, y también se dio cuenta de que se puede leer El País y ser un capullo de mucho cuidado.
       Miguel también estuvo entretenido. No pudo irse de escapada, pero el día de Reyes su mujer subió a Segovia para estar con él, desde mediodía hasta retreta. Miguel dejó la ropa militar en una pensión y se vistió de paisano, cosa prohibida pero que mucha gente hacía. Paseando esa tarde por la Calle Real con su mujer, fue a toparse de morros con La Tulipe. Miguel se sacó las manos de los bolsillos de su anorak civil, se irguió ligeramente y al pasar junto al teniente le dijo:
          - A la orden de usted, mi teniente.
         La Tulipe -que iba de paisano, por cierto- no dijo nada. Al día siguiente Miguel estaba de cabo cuartel. Casualmente, La Tulipe estaba de oficial de guardia. Subió a la batería y la revisó minuciosamente. Los lavabos no estaban a su gusto y arrestó a Miguel. Dos días de cabo cuartel, por la cara. El que manda, manda.

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