lunes, 15 de febrero de 2016

El Tío Tirantes 1

En la mili uno conoce mucha gente que en otros ámbitos de la vida jamás conocerá. No sé si eso es bueno o malo. En todo caso, lo de conocer gente se podría hacer igual sin necesidad de hacer guardias ni ir vestido de verde durante un año. En fin, es un tema largo de tratar.
Uno de los individuos más inclasificables que pululó por la Plana del Segundo fue el Tío Tirantes. Llegó tres meses más tarde que yo, con el reemplazo 80-7º. Su aspecto físico ya llamaba la atención. Más bien gordito y con un careto absolu­tamente perso­nal. Su forma de hablar también era peculiar, con su voz de fal­sete. Pero lo que realmente cautivó a la batería fueron los dos rotundos tirantes sobre su camisa verde OTAN. Conesa no dejó pasar aquella provocación y el recién llegado rápidamente fue conocido como el Tío Tirantes.
Los cabos de la batería tuvieron ocasión de calar rápida­mente de qué iba el amigo. Cuando había que limpiar la batería -por la mañana, después de desayunar; por la tarde, después de comer; y por la noche, antes de retreta; y siempre que algún superior lo ordenara- el cabo cuartel era el encargado de or­gani­zar la limpie­za. Y eran los guris los encargados de ha­cer­la. Los guris ba­rrían, fregaban, vaciaban las papeleras, reco­gían las si­llas... Tal vez Karl Marx tenía otra idea sobre la división so­cial del trabajo, pero en el Ejército la cosa fun­cionaba así. Eran tres meses de hacer de fregona, hasta que llegaban los nue­vos guris. Los guris anti­guos ascendían a pa­dres y dejaban de fregar. Es posible que fuera injusto, pero todo el mundo aceptaba el sistema.
Pues bien, con la llegada de 80-7º los del 80-5º queda­mos liberados de barrer. Los nuevos guris acataban disciplinada­mente su alta misión higiénico-patriótica, aunque el Tío Ti­rantes siem­pre se escaqueaba. Mientras sus compañeros de reem­plazo se en­contraban fre­gan­do, aparecía él con zapatillas y bata -con zapa­tillas y bata, lo juro- y un neceser en la mano y se diri­gía al lavabo a afeitarse. Los cabos cuartel le die­ron unos cuantos toques, pero parece ser que el toque defini­tivo se lo dieron los de su propio reemplazo. O barría y fregaba con ellos o allí iba a haber más que palabras.
Con esta brillante entrada, no hará falta decir que el Tiri -abreviatura de su nombre de guerra- no andó sobrado de amigos precisamente durante su mili. Pero él no desfallecía, a todos se arrimaba y con todos hablaba. Al menos no pedía dine­ro para be­ber, como el pelma de Pretel.
En una de sus primeras guardias de prevención el Tiri abrió fuego contra un gato. El Tiri se encontraba en una de las garitas de la parte posterior del cuartel, que daba a una calle desierta y al huerto de un convento de monjas. Una zona caliente, vamos. Y en me­dio de la noche oyó ruidos sospecho­sos. Disciplinada­mente, ordenó que le dieran el santo y seña, cosa que el pre­sunto gato desconocía, por supuesto. Y aunque lo conociera, no hu­biese podi­do articular palabra, el pobre animal. Así que el Tío Tirantes, siguiendo las enseñanzas re­cibidas en las largas horas de teóri­ca, montó el Cetme y dis­paró un par de tiros al gato. De paso, despertó a los de la Segunda Batería, que dor­mían justo al lado de la garita, y movilizó a toda la guar­dia. Personado el oficial de guardia, molesto por haber tenido que interrumpir su cabezadi­ta regla­mentaria, el Tiri le contó la historia de los ruidos sospecho­sos y los maullidos que había oído después de los tiros. En una gran labor profesional, el oficial encontró los dos cas­quillos de bala que el Tiri había disparado. Luego debió re­dactar un extenso informe que le man­tuvo despierto toda la noche. Cuando a la mañana siguiente se supo la noticia, en la Plana del Segundo nadie se extrañó.

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