En
la mili uno conoce mucha gente que en otros ámbitos de la vida jamás
conocerá. No sé si eso es bueno o malo. En todo caso, lo de conocer
gente se podría hacer igual sin necesidad de hacer guardias ni ir
vestido de verde durante un año. En fin, es un tema largo de tratar.
Uno
de los individuos más inclasificables que pululó por la Plana del
Segundo fue el Tío Tirantes. Llegó tres meses más tarde que yo,
con el reemplazo 80-7º. Su aspecto físico ya llamaba la atención.
Más bien gordito y con un careto absolutamente personal.
Su forma de hablar también era peculiar, con su voz de falsete.
Pero lo que realmente cautivó a la batería fueron los dos rotundos
tirantes sobre su camisa verde OTAN. Conesa no dejó pasar aquella
provocación y el recién llegado rápidamente fue conocido como el
Tío Tirantes.
Los
cabos de la batería tuvieron ocasión de calar rápidamente de
qué iba el amigo. Cuando había que limpiar la batería -por la
mañana, después de desayunar; por la tarde, después de comer; y
por la noche, antes de retreta; y siempre que algún superior lo
ordenara- el cabo cuartel era el encargado de organizar la
limpieza. Y eran los guris los encargados de hacerla.
Los guris barrían, fregaban, vaciaban las papeleras, recogían
las sillas... Tal vez Karl Marx tenía otra idea sobre la
división social del trabajo, pero en el Ejército la cosa
funcionaba así. Eran tres meses de hacer de fregona, hasta que
llegaban los nuevos guris. Los guris antiguos ascendían a
padres y dejaban de fregar. Es posible que fuera injusto, pero
todo el mundo aceptaba el sistema.
Pues
bien, con la llegada de 80-7º los del 80-5º quedamos liberados
de barrer. Los nuevos guris acataban disciplinadamente su alta
misión higiénico-patriótica, aunque el Tío Tirantes siempre
se escaqueaba. Mientras sus compañeros de reemplazo se
encontraban fregando, aparecía él con zapatillas y
bata -con zapatillas y bata, lo juro- y un neceser en la mano y
se dirigía al lavabo a afeitarse. Los cabos cuartel le dieron
unos cuantos toques, pero parece ser que el toque definitivo se
lo dieron los de su propio reemplazo. O barría y fregaba con ellos o allí iba a haber más que palabras.
Con
esta brillante entrada, no hará falta decir que el Tiri -abreviatura
de su nombre de guerra- no andó sobrado de amigos precisamente
durante su mili. Pero él no desfallecía, a todos se arrimaba y con
todos hablaba. Al menos no pedía dinero para beber, como
el pelma de Pretel.
En
una de sus primeras guardias de prevención el Tiri abrió fuego
contra un gato. El Tiri se encontraba en una de las garitas de la
parte posterior del cuartel, que daba a una calle desierta y al
huerto de un convento de monjas. Una zona caliente, vamos. Y en
medio de la noche oyó ruidos sospechosos.
Disciplinadamente, ordenó que le dieran el santo y seña, cosa
que el presunto gato desconocía, por supuesto. Y aunque lo
conociera, no hubiese podido articular palabra, el pobre
animal. Así que el Tío Tirantes, siguiendo las enseñanzas
recibidas en las largas horas de teórica, montó el Cetme
y disparó un par de tiros al gato. De paso, despertó a los de
la Segunda Batería, que dormían justo al lado de la garita, y
movilizó a toda la guardia. Personado el oficial de guardia,
molesto por haber tenido que interrumpir su cabezadita
reglamentaria, el Tiri le contó la historia de los ruidos
sospechosos y los maullidos que había oído después de los
tiros. En una gran labor profesional, el oficial encontró los dos
casquillos de bala que el Tiri había disparado. Luego debió
redactar un extenso informe que le mantuvo despierto toda
la noche. Cuando a la mañana siguiente se supo la noticia, en la
Plana del Segundo nadie se extrañó.
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