miércoles, 30 de diciembre de 2015

Regimiento 4

Pero los guris teníamos marcada una bonita actividad que iba a llenar tres semanas de nues­tra vida. Por si no habíamos tenido bastante en El Ferral, íbamos a hacer instrucción du­rante tres semanas más, mañana y tarde. Todos los guris -unos doscientos- estábamos formados a las nueve de la mañana en la plaza del Lagarto. Como siempre, a mí me pusieron delante. Era una de las ventajas de ser alto, siempre le veía el careto al teniente. Y él veía el mío, claro. Y el teniente que teníamos delan­te, el que nos iba a dirigir la instrucción, era La Tuli­pe.
La Tulipe tenía pinta de ario selecto, aunque usara ga­fas. Nadie es perfecto. Era un chico recién salido de la Aca­de­mia General Militar de Zaragoza, de los primeros de su pro­moción, por lo visto. Cuando apareció por la puerta del Regimiento, una sema­na antes de que nosotros llegára­mos, se folló a media guardia: uno por no levantarse a tiempo, otro por no saludar, otro por faltarle un botón en la camisa... Y no se folló al ofi­cial de guardia por­que se reprimió. Total, un encanto de hom­bre.
La Tulipe se encargaba de la sección del Segundo Grupo de Artillería ATP. No se trataba de la clasificación de tenistas profesionales, ATP significaba autopropulsada, es decir, que los cañones se movían solos. El Segundo Gru­po incluía la Plana del Segundo y la Cuarta y Quinta Baterías. Si existía un Segundo Grupo, debía haber un Primer Grupo, ló­gi­camen­te. Lo formaban la Plana del Primero y la Primera y Se­gunda Baterías. Completaban el Regimiento la Plana Mayor de Mando y la Batería de Servicios. Ade­más, había dos baterías fantasmas, la Tercera y la Sexta, que en caso de necesidad se podían crear y pasarían a engrosar el Primer y Segundo Grupo, respectivamente. Pero allí había más fantasmas que la Tercera y la Sexta.
Del Primer Grupo se encargaba El Camulo, un teniente jo­ven que iba como una moto, el te­rror de todo, de las guardias, de las imaginarias... de todo. De la PMM y Servicios no me acuer­do quien dirigia la instrucción.
Controlando todo esto, un capitán, el Nazi, como lo lla­maban sus propios compañero oficiales.
Fueron tres semanas mortales. No parábamos de dar tumbos. El día se iniciaba con una iro­nía. Cada mañana, después de diana, alguien ponía la radio en la batería. Y cada mañana nos martilleaban los chicos de Mecano con su "Hoy no me puedo levantar", de moda en aquella época. A nosotros nos pasaba lo mismo, pero no precisamente por habernos sentado fatal el fin de semana. Una vez formados, la jornada castrense se iniciaba con instrucción de orden cerrado. Es decir, desfilar, izquier­da, izquierda, izquierda, derecha, izquier­da... Dado que el trabajo era muy duro, la instrucción era dirigida por dos sar­gentos y por el primero Félix, mientras el Nazi y los tenien­tes se sacrificaban bebiendo cerveza en la Sala de Oficiales. Después de eso, nos lleva­ban a hacer gimna­sia al campo de de­portes. Una hora más pegando saltos. La maña­na podía aca­bar con una hora de teórica impartida por La Tuli­pe o por más instruc­ción de orden cerrado.
La tarde dependía de cómo había ido la mañana. Pero so­líamos hacer más teórica. La Tulipe nos llevaba a algún bonito rincón del cuartel y nos instruía en las bellas virtudes de las Reales Ordenanzas Militares. Nos hacía apren­der determina­dos artículos, que lue­go debíamos recitar como loritos amaes­trados. Pero no todos tenían suficiente habilidad para memori­zar los textos. Era el caso del Titulcia. Era un buen chico, gordo, cua­drado, pero con muy poca sal en la molle­ra, con per­miso de Cervantes. Total, que siempre que le pre­guntaba La Tulipe, y La Tulipe siem­pre le preguntó cuando descubrió que el Ti­tul­cia era un chivo expiatorio magnífico, nunca sabía qué res­pon­der, con lo que La Tulipe le ordenaba copiar no sé cuan­tas veces no sé cuántos boni­tos artículos de las bellas Reales Ordenanzas Militares. El Titulcia se pasó las tres semanas de la instrucción copiando en la batería durante las horas de paseo. La Tulipe, con su gran sentido del humor, llamaba a eso el Curso de Amanuen­ses. No sólo copió el Titulcia, había va­rios ama­nuenses más en el Segundo Grupo. Pero una cosa hay que reconocer: por mucho que le hicieran copiar, el Titulcia ja­más, pero es que jamás fue capaz de decir una respuesta co­rrecta. Él tenía su orgullo, faltaría más. 
De vez en cuando, en plena exposición patriótica y castrense, a La Tulipe le daba una especie de yuyu y nos gritaba: 
- ¡¡¡En pie!!! 
Entonces todos nos poníamos en pie, mientras pasaba por allí un yayo a marcha lenta, que resultó ser el coronel del Regimiento, poca broma. La Tulipe se le cuadraba y le daba novedades.
- Sin novedad, mi coronel. ¡A la orden de usía!
A lo que el coronel hacía un gesto con la mano como queriendo decir que se la sudaba mucho lo de las novedades y que se iba a casa, que ya había trabajado bastante por aquel día. Recobrada la cordura, La Tulipe nos ordenaba sentarnos y proseguía su amena charla, mientras el Titulcia preguntaba al de al lado: 
-¿Y ese tío quién es?
Una tarde nos metieron en camiones y nos llevaron a Bate­rías. Baterías era un gran campo militar situado a las afueras de Sego­via. Allí se hacían prácticas de tiro con Cetme, con piezas ATP -autopropulsadas, recordemos- o ejercicios tácti­cos. Nosotros hicimos esa calurosa tarde de septiembre una bonita tanda de ejercicios tácticos. Arriba y abajo, nos pasa­mos dos horas con­quistando colinas a la puta carrera, arriba y abajo, cuerpo a tierra, al ataque, arriba, abajo, a sus órde­nes, vamos, co­ño, que parecéis mariconas, ostia, que no esta­mos aquí de va­caciones -eso era cierto, lo podía jurar-, que se joda el ene­migo, hoy no me puedo levantar, vamos, que somos los mejores -no, otra vez no, había vuelto Zopa...-. Como tra­ca final, simulamos un ata­que aé­reo. Nos echa­mos cuerpo a tie­rra en unas oquedades del te­rreno. Se trataba de aprender a pasar desapercibidos en un ataque aéreo. Con todos los guris del Segundo Grupo pegados a tierra, La Tulipe, con voz profun­da, iba desgranando un psico­drama en el que nos hacía imagi­narnos el rumor de los motores de los aviones acer­cándose cada vez más. Se trataba de que cuando los aviones estuvieran enci­ma nuestro, nadie debía mo­verse. Con el tute que nos habían dado, hu­biese tenido mucho mérito que alguien se hubiera movi­do, con aviones o sin ellos. Cuer­po a tierra, oyendo los lati­dos del corazón a mil por ho­ra, con la cara completa­mente con­gestiona­da, la ropa empapada de sudor, el Cetme deba­jo de mi cuerpo, pensaba yo a ver si había suerte y me caía en­ci­ma una bomba y aquello se acababa. Final­mente acabó la pantomima. Nos mandaron levantar, formamos y, como pudimos, subimos a los camiones. Regresamos a la bate­ría, donde no pu­dimos ni duchar­nos. En una mesa, Montero, un bisa­buelo que conducía uno de los camio­nes, comentaba con Mon­toya la caña que nos estaban dando.
- ¿Pero a vosotros no os hicieron hacer también toda esta instrucción? -les pregunté-.
- Qué va, nada. No hicimos ningún período de instrucción ni nada -dijo Montoya-. Eso sí, el segundo día de estar aquí yo ya entré de guardia.
Era la única ventaja que teníamos, mientras durara el período de instrucción no haríamos guardias. Pero no sé qué podía ser peor.
Otro día, en Baterías, hicimos prácticas de tiro. Diez balas a cada uno. Ni apunté. Ante la diana, comprobando los resultados, el Nazi se dirigió a mí:
- Contigo el enemigo puede estar tranquilo.
- A sus órdenes.
Fue el acto castrense del que me siento más orgulloso.
También hacíamos marchas. Hicimos una diurna y otra noc­turna. La marcha diurna nos llevó hasta San Ildefonso. Fuimos por Baterías, a campo través. A veces pasábamos al lado del esque­leto de una vaca que había sido alcanzada de lleno por algún obús de las piezas ATP -autopro­pulsadas, como ya sabe­mos-. Para no per­der las costumbres de la vida civil, me caí andando. Pero la cosa fue relajada, el Nazi, que encabezaba la marcha, no estaba para muchos trotes, así que en el fondo la marcha resultó ser un agradable paseo cam­pestre.
La marcha nocturna fue más divertida. Salimos a eso de las once. Atravesamos en columna una ciudad completamente de­sierta y nos dirigimos hacia el campo. La Tulipe y los sar­gentos abrían la marcha del Segundo Grupo. Saliendo de la zona urbana, a un lado del camino, junto a un descampado, había un R-7 sospecho­so. La Tulipe or­denó parar la columna, se adelantó y con una linterna enfocó el interior del coche. Rápidamente se cuadró y dió las buenas no­ches. Ordenó seguir. Toda la columna, dos­cientos putos guris calientes, más quemados que las pistolas del Coyote, pasó al lado del R-7 sospechoso, profiriendo toda suerte de comentarios procaces.La pareja que estaba dentro aún se debe acordar de las famílias de todos nosotros.
Rodeamos Segovia por carreteras y caminos en columna de a tres. Caminábamos por el lado izquierdo de la carretera, y ló­gicamente ocupábamos medio carril de los coches. La columna del Primer Grupo encabezaba la marcha, y los tres guías llevaban sobre el pecho tres grandes placas reflec­tantes, para ser vis­tos por los coches. El efecto que debíamos producir en los automovilistas no sería muy tranquilizador: a seis meses del 23-F, cruzarse de noche por la carretera con 200 indi­viduos uniformados y armados... que iban andando y no muy deprisa, eso sí. En el fondo la marcha nocturna también resultó agradable, un bonito pa­seo nocturno conversando con el personal. Regresamos al cuar­tel a la una y media. Al menos aquella noche no nos tocó ima­ginaria. Porque los primeros servicios que hicimos fueron imagina­rias. Desde la primera noche de estar allí.
A las once el corneta de guardia tocaba silencio. Según quién estuviera de guardia, se intuía el toque por la hora más que por las notas musicales. Todas las luces de todas las ba­terías se apa­gaban y se en­cendían los pilotos rojos. En la Plana del Segundo había tres: uno en la sala de la televi­sión, otro junto a la furrielería y el terce­ro en el otro ex­tremo de la batería, junto al pasi­llo de los lavabos. Las tres bombi­llitas rojas daban a la batería la apariencia de una discoteca de macarras o de un laboratorio fotográfico, a elegir. La gente pululaba de un lado a otro hasta pasadas las doce. Los bisabuelos tiraban a los guris picharriba, los que estaban de guardia de prevención subían a buscar algo para co­mer, y nadie hacía caso al pobre imaginaria -Fermín, De la Cruz, el facha Martínez, Velasco, yo mismo- que pululábamos también por la batería aferrados a nuestro terrorífico mache­te. Rápida­mente comprendimos de qué iba la historia, y si a uno le tocaba la primera imaginaria, lo más cómodo era sentar­se en alguna de las literas a hablar con los colegas. El ofi­cial de guardia esta­ba muy cómodo en su despacho viendo la tele y trasegando Mahou Cinco Estrellas y no se iba a molestar en hacer una ronda por las bate­rías para pillar a imaginarias somnolientos. Excepto si de guardia estaba El Ca­mulo. Enton­ces, pocas bromas.
Según las ordenanzas, a las once todo el mundo debía es­tar en la camita y dormidito. Pero esto era pura entelequia, ya hemos comentado el ambiente verbenero que había en la bate­ría las noches de septiembre. El problema era que si subía algún mándo y se encontraba con la verbena montada, el que recibía era el imaginaria, pues él y sólo él era el máximo responsable del orden público de la batería durante las horas nocturnas. Tanta resposabilidad abrumaba. Quedaba el recurso de pedir a los bisabuelos que callaran, pero hasta en la China saben que a un bisabuelo no lo hace callar un guri -un puto guri- que esté de imaginaria.

martes, 29 de diciembre de 2015

Regimiento 3

Y terminó el permiso. Y regresamos a Segovia, esta vez cada uno por sus propios medios, se habían acabado las excur­siones con los autocares del CIR.
Llegué a Segovia en tren, desde Madrid. Fui tranquila­men­te hacia el cuartel. Era un domingo de principios de sep­tiem­bre. Ano­checía, la gente paseaba, y dos­cientos putos guris se diri­gían, ahora sí definitivamente, hacia el bonito Regimiento de Artillería.
Entré en él y me dirigí a la batería. Había poca gente, lo normal un domingo por la noche hasta diez mi­nutos antes de retreta. Dejé el pe­tate en mi taquilla. Al poco llegó mi com­pañero de taquilla, Mariano. Era un chico de San Fernando de Henares, un pueblo cercano a Madrid. Comentamos lo tí­pico, qué tal el permiso, bien, ya ves, qué chungo, no? sí, mira, qué le vas a hacer... Fue una per­sona con quien no tuve ningún pro­blema a lo largo de la mili. Y eso que un día tuvo que pedir un permiso para asistir a un juicio en calidad de acusado. De robo. Debía ro­bar en la vida civil, porque en la militar, com­partí taquilla con él durante seis meses y nunca me faltó na­da. Nadie del reemplazo dio nunca la menor queja de Mariano. No sólo eso, durante el tiempo que estuvo de camarero en el Hogar del Soldado, siempre que veía a alguien de nuestro reemplazo en la cola lo atendía antes que a los otros, saltándose el turno. Si alguien se que­jaba, la respuesta de Mariano era con­tundente:
- Vete a tomar por culo.
Con lo que el quejoso tenía dos alternativas, callarse o ha­cerle caso a Mariano.
Si Mariano no creaba problemas, empezaban a acercarse al­gunos bisabuelos que sí podían crearlos. Apareció el armero bisabuelo, un individuo de gafas de culo de vaso y ha­blar apretujado.
- Oye, guri, ves a la Segunda Batería y pídeles la cinta de la ametralladora, que nos hace falta para mañana.
Que el armero me ordenara ir a buscar la cinta de la ame­tralladora tenía cierta lógica,en el caso de que allí se usaran cintas de ametralladora. Que detrás de él hubiera dos bisabuelos emitiendo risitas ahogadas hacía presuponer que aquello era la novatada reglamentaria. Pero bueno, había que se­guir la corriente, como nos había aconsejado el Alférez Ma­ture en el CIR. Así que salí del dormitorio rumbo a la Segunda Bate­ría a bus­car la cinta de la ametralladora. Detrás mío, los bisa­bue­los bobos de la Plana del Segundo venían a certificar que yo cumplía la gilipollez urdida por Culo de Vaso. Llegué a la Segunda Batería. Afortunadamente había poca gente. Le dije al cuartelero lo de la cinta de la ametralladora. Se volvió para reírse mejor y me dijo que esperara un momento, que lla­maba al suboficial de sema­na. Apa­reció éste, que resultó ser un cabo primero, y le repetí lo de la cinta de la ametralladora. El primero de semana era una perso­na sensa­ta:
- Chico, me parece que te están tomando el pelo.
- Ya me lo imagino, pero es que me están siguiendo un par de individuos y hasta que no me vean que he venido aquí no van a dejar de seguirme.
- Ya, ya. Bueno, pues aquí no tenemos cintas de ametra­lladoras.
- A sus órdenes.
Bajé la escalera y abajo me esperaban los dos bisasbobos.
- Oye, que no tienen cintas de ametralladora.
Ambos se reían y me felicitaron por haber cumplido tan bien la genialidad de Culo de Vaso. En su reducido cerebro existía la certeza de que yo, dentro de nueve meses, enviaría a algún puto guri recién llegado a la cocina a pedir la máquina de pelar ajos.
De regreso a la batería, Culo de Vaso también me hizo saber que había superado la prueba y era digno de permanecer allí. Lástima, ojalá me hubieran echado entonces.
Fue llegando la gente. Aparecieron Fermín y De la Cruz, y también el resto del reemplazo. Pasamos retreta, la primera allí. Lo que más nos sorprendió a los guris era la poca gente que había allí, unos sesenta tíos, compara­do con las enormes com­pañías del CIR. La retreta se pasaba en el vestíbulo, y fue rápida. Rotas las filas, los guris debía­mos buscar­nos una li­tera. Había unas sesenta literas y unos seten­ta ar­tilleros y cabos en la batería. Eso hacía que falta­ran diez literas, pero como siempre había quince o veinte miembros de la batería de guardia pasando la noche fuera, en la práctica sobraban lite­ras. El único problema era que los guris debíamos ir cada no­che de litera en litera, buscando las de aquellos que estaban de guardia. Era una forma de cono­cer la batería, dormir cada noche en una litera distinta. No fue hasta media­dos de octu­bre, cuan­do se marcharon los bisabuelos, que goza­mos de litera fija.
Dormimos más o menos. Todos esperábamos que hubiera más puteo por parte de los bisa­buelos hacia nosotros, pero las palabras de Buil y Félix habían funcionado. La primera noche nos dejaron dormir. Y las otras también, una vez los bisas cumplían el ritual de tirarnos picharri­ba. La litur­gia era sencilla: llegaban seis o siete bisabuelos ante la litera de un guri, lo desaloja­ban de ella y lo tiraban al sue­lo. Bueno, no era gran cosa. A mí sólo me lo hicieron una vez, y he de reconocer que hasta Montoya me ayudó a hacer la cama de nuevo. El que no aprendía era El Pestiño. Cada noche lo tira­ban. En­tonces él se cagaba en la puta madre que parió a los bisabue­los, con lo que a los dos minutos volvía a es­tar en el suelo. Y así noche tras noche, hasta que los bisa­buelos se cansaron del juego.
Y tocaron diana. Y empezamos la rutina que seguiríamos durante un año: formar a la puta carrera en el vestíbulo, recuento, rompan filas, lavarnos con agua fría -incluso en pleno invier­no-, mear, vestirnos, subir a desayunar formados, desayunar, volver a la batería, barrer y fregar -los guris-, nueva forma­ción para ver qué se hacía para llenar la mañana, etc...

lunes, 28 de diciembre de 2015

Regimiento 2

Unas escaleras interiores daban acceso desde la plaza del Lagarto a la Plana del Segundo y a la Cuarta Batería. Montoya me abrió la puerta de la Plana. Entramos en una sala grande, con un montón de sillas de bar amontonadas contra una pared. Frente a la puerta, una mesa y el cuar­telero que la ocupaba.
- ¡Batería, un guri! ¡Hola, guri!
- ¡Anda que no te queda mili ni ná!
Había poca gente en la batería. Ya se había tocado diana y el personal estaría en los come­dores desayunando, pues apenas quedaban dos o tres soldados en el dormitorio, situado a continua­ción de la sala de entrada. El dormitorio estaba formado por dos naves no muy amplias, separadas por una hilera de columnas con arcadas. ­Cuatro filas de camas y taquillas se agru­pa­ban en torno a las paredes y las columnas. Quedaba un pasillo central en cada nave, tampoco excesivamente amplio. Me dio la impresión de que había ido a parar a una batería con poca gen­te, pues no se veían más de setenta u ochenta camas, aunque había algunas literas de tres pisos.
El cabo cuartel se dirigió a mí:
- Busca tu taquilla, todas tienen el nombre. Deja el pe­tate dentro y pasa por la oficina. Por cierto, no hace falta que te cambies, os volvéis a marchar hoy de permiso.
- ¿Seguro?
- Sí, no es ninguna novatada.
- ¿Y cómo es eso?
- Y yo qué sé, tío...
Recorrí la batería buscando mi taquilla hasta que la en­contré. Gris, vieja, cutre. Con una etiqueta en la puerta con mi nom­bre y la abreviatura "Artº" antepuesta. Deduje que que­ría decir "artillero", y acerté. La abreviatura se pres­taba al chiste fácil, todos éramos Artºs y estába­mos har­tos de mili.
Apareció de un cuartito otro artº que me preguntó el nom­bre. Cuando se lo dije, me respon­dió airado.
- ¡No! ¡Tú te llamas guri! ¡Guri!
- Bueno, bueno.Pues guri...
Por lo que seguí deduciendo, allí llamaban guris a los re­cién llegados, aquellos a quienes quedaba -nos quedaba- un montón de mili. En El Ferral se nos llamaba chivos, aquí gu­ris. Todo un trabajo de preparación psicológica durante la semana del permiso de jura asimilando mi nuevo status de chivo, y ahora resulta que era un guri. Un puto guri. Y además artº. Estába­mos bue­nos.
Me presenté en la oficina, un recinto pequeño, de no más de cinco metros cuadrados, donde se amontonaban cuatro mesas, cuatro sillas, varios armarios y un furriel con los galones de cabo en las hombreras y una gorra con el galón de cabo prime­ro en la cabeza. Bueno, si todas las novatadas eran como ésa, íbamos bien.
El furriel, Ruiz, me tomó los datos y me informó, por si no lo sabía, que ese mismo día nos íbamos de permiso.
- Espérate por ahí fuera hasta que te llamen los tenien­tes.
Así que me senté en una de las banquetas que había junto a las literas. Mientras tanto, iban llegando con cuentagotas los otros miembros de mi reemplazo. Y también la gente de la bate­ría. Algunos gritaban alborozados al vernos, o bien nos preguntaban el nombre y a continuación ve­nía lo de:
- ¡No! ¡Tú te llamas guri! ¡Guri!
- Vale, vale... Guri.
Acostumbrado a los animales de la 34, me dio la impresión de que allí estaría mejor.
Me llamaron los tenientes. ¿Da usted su permiso? Descu­brirme. A la orden. Se presenta el artillero...
Los tenientes -luego los identificaría como el Tedientes y el Chusquero- repasaron los datos que había dado al furriel y me preguntaron si tenía alguna habilidad de tipo manual. Ante mis dudas, aclararon: albañil, electricista, mecánico...
- No, mi teniente. 
Me mandaron descansar y que ya me po­día ir. Luego pusieron una cruz sobre mi ficha
No había muchas cosas que hacer allí, o eso parecía. Tan sólo debíamos esperar a que dieran las seis de la tarde para irnos de nuevo a casa y regresar el domingo siguiente. Aquello era de­mencial. Pe­ro era el ejército. En fin, descubrí donde estaban los lavabos de la batería, las bonitas vistas del patio del Lagarto y poco más.
A media mañana emperazon a llegar los de Madrid. Prácti­camente la mitad del reempla­zo eran madrileños. Y luego, con el tiem­po, descubriría que más de la mitad de la batería venía de Madrid o de zonas cercanas. Era lógico, apenas hay 100 ki­lómetros entre Madrid y Segovia, y habían elegido el destino más cercano a su casa.
Los de Madrid lo tenían bien, habían cogido el tren de cercanías y en dos horas se habían plan­tado en Segovia. Entre las diez y las doce llegó todo el reemplazo. Y apareció De la Cruz. Yo no lo conocía, por supuesto. Llegó con su petate al hombro, su cara de no gustarle la mili y su bigote. Le había tocado la taqui­lla situada enfrente de la mía. Estaba guardan­do el peta­te cuando pasó un artillero y le hizo la pregunta consabida, recibiendo la misma réplica que yo:
- ¡No! ¡Tú te llamas guri! ¡Guri! ¡Y ese bigote te lo afeitas!
Cuando el interfecto se fue, me pareció oír murmurar a De la Cruz no sé qué de afeitar el bigote a la puta madre de al­guien, pero no estoy se­guro del todo.
Bien, era fácil distinguir a los del reemplazo 80-5º, mi reemplazo, en­tre la gente de la Plana del Segun­do. Todos vestidos de boni­to y sentados en los bancos esperando que pasara algo. Sin duda para que no nos aburriéramos, el cabo cuartel nos enseñó dónde se guardaban las escobas, los cubos y los mochos y nos dijo que después de comer nos tocaría fregar la batería. Y no sólo eso, esta liturgia de fregar la batería la haríamos tres veces al día, después de desayunar, después de co­mer y antes de re­tre­ta, durante tres meses, justo hasta que llegara el reempla­zo 80-7º. Con razón los más contentos de vernos eran los del re­emplazo anterior al nuestro, los del 80-3º. Quedaban libera­dos de la obligación de fregar, y además habían ascendido de putos guris a padres.
A la hora indicada subimos a comer. De entrada, allí no se iba a comer en formación, sino que el horario de comedor era de una a dos y media, y cada cual iba cuando quería. Esa varia­ción ya era una ventaja respecto de las normas estrictas del CIR. Atra­vesamos la plaza del La­garto, pasamos por un pe­queño túnel, aparecimos en un pequeño patio, seguimos subien­do, lle­gamos a otro patio algo más grande, lo superamos tam­bién y finalmente lle­gamos al último pa­tio, en donde estaba la puerta del comedor.
Era un local amplio, alargado, con dos filas de mesas de a ocho y un amplio pasillo central. La pared lateral estaba adornada con una bonita serie de escudos guerreros, presidida por uno mayor, bajo el cual se encontraba escrita la divisa "Santiago y cierra España", la del Capitán Trueno. A pesar de que estaba bas­tante lleno, no se oía excesivo rui­do. Se hacía co­la, se cogía una bandeja de autoservicio y se iba pa­sando por el mos­trador don­de la gente del servicio de comedores iba colo­cando la co­mida sobre las bandejas. Luego nos sentamos a co­mer.
Las miradas de los veteranos y los comentarios eran ine­vitables. Pero al margen de los comentarios sobre el montón de mili que nos quedaba, más que a Franco cuando era cabo, el ambiente era mucho más relajado que en el CIR. Aquel mismo día conocimos a los dos prime­ros de nuestra batería, Félix y Buil. Ambos nos trataron con respeto y educación, o mejor, con com­pañerismo, muy lejos de la fanfa­rronería, la prepotencia y la ignorancia de Zopa, el fascis­mo del Fascista o la violencia del Media Mier­da.
Félix y Buil eran ya bisabuelos, y apenas les quedaban dos meses de mili. Sabían tratar a la gente y ordenar las co­sas. No sólo eso, cuando ordenaban algo solían añadir "por favor". Una de las primeras cosas que dijo Buil aprovechando una formación en que estábamos veteranos y gu­ris fue que no pensaba tolerar no­vatadas en la batería, ni una, y que si te­níamos algún problema se lo dijéramos a él. Félix corroboró a su compañero. En fin, no habíamos ido al RACA 41 de vacacio­nes, pero los días locos de la 34 pertenecían ya al pasado. De todas formas, no todo el mundo lo había pasado mal en el CIR. Meses más tarde, en una de nues­tras conversaciones, De la Cruz me dijo que él había estado en la Compañía 12 -la mejor, por supuesto- y que el trato que les habían dado los veteranos había sido correcto.
Después de comer volvimos a la batería. Los veteranos se tum­baron en sus literas, ya que hasta las cinco tocaba siesta. Pero nosotros no teníamos literas asignadas, así que no pudi­mos tumbarnos, seguimos sentados en los banquitos hablando con veteranos insomnes que nos expli­caban pormenores del funciona­miento de la batería y el cuartel. En conjunto, las normas pare­cían más lógicas que las del CIR. Y convenía adaptarse a ellas, pues aún nos quedaba un año, ¡UN AÑO! de mili.
En seguida nos dimos cuenta que el que más tosía de nues­tro reemplazo era Fermín. Era navarro, claro. Había pedido tres mil prórrogas y allí estaba, con 24 años. De la Cruz lo bau­tizó como El Viejo. Desde que llegó por la mañana ya se había fumado un pa­quete de Ducados. El primero de los centenares que se fumó entre aquellas paredes.
Y llegaron las seis. Cogimos los petates, los pases de permiso, bajamos al patio, forma­mos, y ale, para casa. Dos­cientos guris reexpedidos a casa tras hacer un montón de kiló­metros. Demencial. Y agradable, claro, mejor ir a casa que quedarse allí.
Llegamos a la estación de Segovia y cogimos el primer tren para Madrid. Fui con Jordi y otros dos colegas de Barce­lona que había conocido en el autocar de Valladolid. A ellos los ha­bían des­tinado a la Plana del Primero. Y Jor­di debía tener un enchufe considerable, porque llegó a ser ordenanza del comandante. En el andén había cuatro tíos de la PM, la Policía Militar. Jordi conocía a uno de ellos. Era de nuestro reemplazo. Se había metido voluntario en la PM porque decían que tenían más permi­sos. Y ahora él se quedaba allí y nosotros nos íbamos. De per­miso.
Que se joda el PM.

domingo, 27 de diciembre de 2015

Regimiento 1

Después de la jura de bandera vino la semana de permiso. Fue el momento de reencontrarse con los amigotes, sobre todo con los que también habían marchado en el mismo reemplazo pero a distinto CIR. Jorge, por ejemplo. Había estado en Cerro Muriano, y no contaba cosas demasiado distintas de las que contaba yo. Ahora él iría destinado a Alcalá de Guadaira, cer­ca de Sevilla, a un regimiento de Infantería. A mí me mandaron a Segovia.
Nada menos que al Regimiento de Artillería de Campaña 41, casi nada. Cierto es que me respetaron el destino que pedí. Segovia era la provincia de la región militar que quedaba más cerca de Madrid, lo cual facilitaba las cosas para eventuales rebajes cogiendo el puente aéreo.
El domingo siguiente a la jura se repitió el rito: vestido de romano, ir a Barcelona para coger el autocar de vuelta a la mili. Pero ahora ya no íbamos a León, sino a Valladolid. Allí convergerían todos los autocares que salían de distintos puntos de la Península y nos reorganiza­ríamos según los destinos.
Era la última vez que la polaquería permanecería junta. A la mayoría, en función de sus carreras, les habían caído destinos apetecibles. Los médicos sabían ya seguro que iban a botiqui­nes o al Hospital Militar de Valladolid, lo que implicaba no volver a co­ger un Cetme en toda la mili. Chinarro se había colocado en fe­rrocarriles, gracias a distintas influencias. Él tampoco tocaría mucho el chopo. Pero no todo el mundo tuvo suerte. Jordi, a pesar de su título de ingeniero, pasó toda la mili cepillando caballos en Salaman­ca. Y no sólo cepi­llándo­los, el trato incluía también recoger la mierda, claro.
Llegamos a Valladolid a las cuatro de la madrugada. En una gran explanada de un desierto polígono industrial, bajo la luz ama­rillenta de las farolas, había unos veinte autocares y unos mil individuos todos vestidos igual. Al fondo, se veían unos bloques de pisos con todas sus luces apagadas. Los ci­viles seguían con su vida normal y dormían a aquellas horas. Ahora tocaba a cada uno coger los autoca­res a su destino: Salamanca, León, Astorga, Segovia... Los de Valladolid se quedaron allí, claro.
Me encontré con Koldo, el de Móstoles. Nos dimos un abra­zo efusivo y nos deseamos suerte. Él iba destinado a Astorga. No volví a verle más. Como a casi toda la polaquería. Allí nos despedimos y nos separa­mos.
El trayecto hasta Segovia en un vie­jo autocar duró casi dos horas. Aprovechamos para dor­mir. En un cruce de carrete­ras, en el duermevela, vi una indicación: SEGOVIA 52. Lo que repre­sentaba casi una hora para llegar, casi una hora más de sueño, casi una hora de libertad (vigilada), aún. Tiempo más tarde, en otro cruce, apareció otra señal: SEGOVIA 2. Lo que quería de­cir que la jodimos y que ya estábamos allí. De todas formas, yo no tenía un sentimiento excesivamente fatalista. Los ca­bro­nes de la 34 nos habían tratado tan mal, nos habían humi­llado e insultado tanto, que por fuer­za lo que encontrara en el cuartel sería mejor.
El autocar nos dejó en la plaza del Azoguejo, justo deba­jo del Acueducto. Aún estaba oscuro, aunque ya debían ser las seis de la mañana. Dejamos los petates en el suelo. El chófer nos indicó el camino para llegar a los cuarteles. Todos debía­mos ir hacia el mismo sitio, ya que los tres cuarteles de Se­govia -la Academia de Artillería, el Regimiento y el Parque Móvil- se encontraban prácticamente en línea.
Hubo gente que se dispersó en busca de algún bar. Unos cuantos destinados al Regimien­to decidimos ya ir para allá. Después de unos diez minutos, llegamos ante el cuartel. Ya había ama­necido. El cabo de guardia nos indicó que hiciéramos una fila ante la puerta. Fuimos entran­do de uno en uno. Atra­vesamos la puerta -por donde luego saldríamos tantas veces de paseo... y también por donde volveríamos otras tantas veces de paseo- y nos llevaron hacia la oficina del oficial de guardia. Después de saludar tal como se nos había enseñado en el campamento­, un cabo primero nos decía el destino definitivo, aunque todos lo sabíamos ya desde el CIR. En mi caso, me destinaron a la Plana Mayor de Segundo Grupo, la Plana del Segundo para abreviar.
- Precisamente aquí hay un artillero de esa batería que te acompañará. Montoya, acompaña a este guri a la Plana del Segundo.
De esta manera conocí a Monyoya, que estaba de guardia, por supuesto. Y comencé a ver como era el cuartel. La puerta de entrada se prolongaba en una calle que subía hasta otra puerta lejana, la puerta falsa. A la izquierda se abría un gran arco que daba paso a una gran pla­za, la Plaza del Lagar­to. Era una plaza no del todo cuadrada, muy grande, de unos cuarenta o cincuenta metros de lado, donde había varios vehículos milita­res y civiles aparcados, y que tenía en el medio una fuente con un lagarto. De ahí el nombre. De la boca del lagarto bro­taba un cho­rrito de agua que se desparramaba por el cuerpo del reptil de una forma muy poco marcial. Una de las primeras in­formaciones de Montoya fue que en invierno se helaba el cho­rrito. La segunda información era que ese mismo día, nuestro reemplazo se marchaba de permiso. Ya empezába­mos con las nova­tadas, pensé.


viernes, 25 de diciembre de 2015

Ráfaga 37

Despedida en la compañía 34. En un extraño ataque de entusiasmo castrense, todos los putos chivos nos sorprendimos a nosotros mismos cantando el grito de guerra de los veteranos,  "BIEN, COÑO, BIEN, HA SALIDO BIEN. ¿NO TE JODE, CHIVO DE LOS COJONES?" mientras íbamos por última vez a nuestras taquillas para recoger el petate y marcharnos de allí. 
Zopa se mostró la mar de amable dando la mano a todo el mundo. En el fondo, los simples no son malas personas, aunque es mejor no darles mando. El teniente Sablazo, estratégicamente colocado en la puerta de la compañía, nos dio la mano a todos. Fue una emboscada en toda regla, porque era lo último que nos apetecía hacer, darle la mano a aquel zambullo; pero bueno, nos íbamos, que era lo importante.
- Seguid así, seguid así y no tendréis problemas en el Ejército...
No sé por qué no le hice caso.
Por cierto, la 34 no era la mejor. Era una puta mierda.

jueves, 24 de diciembre de 2015

Ráfaga 36

Y llegó el dia de la jura de bandera. Todos los putos chivos de todas las compañías, vestidos de bonito, formamos en la gran explanada central. Las tribunas estaban llenas de familiares que habían venido desde los cuatro puntos cardinales del país a ver el espectáculo. Los míos no estaban, afortunadamente. Después de una inflamada plática castrense-patriótica del coronel, llegamos al momento culminante del acto, al clímax, como si dijéramos: el juramento. El coronel lanzó la pregunta que todo el mundo esperaba, y no era la del abanderado de Marruecos: "¿Juráis, per vuestra conciencia y honor, defender la sagrada unidad de la patria y dar la vida por ella hasta la última gota de vuestra sangre si fuese menester?". Claro, en frío, una pregunta así acojona, pero estábamos a 15 de agosto, hacía un calor de la hostia y Zopa y el Fascista ya nos habían dejado claro que no había posibilidad de abrir una discusión sobre el tema y que teníamos que decir "Sí, lo juramos". Así que eso dijimos, aunque yo más bien entendí "Sí, nos vamos", pero no estoy muy seguro. 
Para terminar el bonito acto, a una orden del coronel, dos mil indivi­duos vestidos todos igual levantaron al unísono su Cetme y se pusieron a correr ordena­damen­te. El pú­blico presente rompió a aplaudir. Los leones de Ángel Cristo cuando saltaban por la jaula del circo debían sentir lo mismo que sentí yo en aquel mo­mento.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Ráfaga 35

La retreta era la última formación del día, tras la cena. Se leían los servicios del día siguiente y poca cosa más.  Los chivos la pasábamos en posición descanso. Finalizada la retreta, el suboficial de servicio, normalmente un cabo primero, se cuadraba y lanzaba el grito de rigor:
- ¡Treinta y cuatro...
Y antes de poder decir "Firmes", se oía la respuesta tré­mula de cada noche:
- ¡Presente!
El 34 jamás aprendió que cuando terminaba la retreta, el grito de ¡Treinta y cuatro! se dirigía a toda la compañía, no a él. Y cada noche resonaba su voz antes de la voz de mando del suboficial. Una pena, con lo bien que nos quedaban últimamente...

martes, 22 de diciembre de 2015

Ráfaga 34

Descanso a discreción en la formación. Hablamos. El alférez Mature ordena silencio.
- Silencio.
Desciende el barullo, pero seguimos hablando.
Interviene el primero Zopa:
- ¿Queréi callaro duna puta vé, cohóne?
Nos callamos. El primero Zopa lanza una mirada desafiante al alférez Mature, que ca­sualmen­te está distraído mirando ha­cia otro lado, oteando alguna colina para conquistar o algún bosque quemado para apagar. 

lunes, 21 de diciembre de 2015

Ráfaga 33

Prácticas de tiro de granadas. Nos llevaron a un bonito cerro y toda la compañía se sentó en la ladera. El teniente pidió un par de voluntarios para lanzar granadas. Salieron dos simples. Tira­ron las granadas. Una explotó, la otra no. El te­niente se acer­có a la que no había explotado y la miró desde una distancia prudencial. Luego, con piedras, señalizó el lu­gar. Más tarde volverían los artificieros para hacerla explo­tar. Reflexión: ya que estás allí, siempre es mejor caer en manos de profesiona­les.

domingo, 20 de diciembre de 2015

Ráfaga 32

Prácticas de tiro. Fuimos a uno de los campos de tiro situados en el inmenso campamen­to. Diez tiritos cada uno. No di a la diana ni de broma. Ni siquiera apunté. Cumplido el trámite, regresamos a la compañía. Un recluta llamó la aten­ción del alférez de IMEC al mando.
- Mi alférez, hay fuego en esos matorrales.
El alférez, que tenía cierto parecido con Víctor Mature, clavó su vista de ingeniero en tercero de ca­rrera en el campo de matorrales cercano y queriendo hacer méritos militares ordenó a la mitad de la compañía en­trar en el campo a apagar el fuego. Por fortu­na, yo llevaba la bandera -orgullosamente, por descontado- y debía permanecer en la formación. El al­férez Mature se lanzó el primero hacia las llamas, con un entusiasmo digno de mejor causa. Cuan­do había pe­netrado algunas decenas de me­tros en la zona de matorrales, se paró en seco y ordenó volver sobre los pasos de cada uno, nunca mejor dicho, pues era una zona de tiro y po­dían haber granadas sin explotar entre los matorra­les, ardien­tes o no. Algunos regresaron pálidos, muy páli­dos, a la formación.

sábado, 19 de diciembre de 2015

Ráfaga 31

A principios de agosto el teniente se fue de permiso y vino otro a sustituirle. Le llamaremos Sablazo. El teniente Sablazo era más joven que el otro, y le iba más la marcha. Corrían rumores de que llevaba al cuello una cruz negra, en castigo por haber matado a un recluta de una patada en los cojones. Eso de la cruz negra se explica en todos los CIR, y por lo visto viene a ser como una especie de leyenda urbana castren­se con efectos reflejos, ya que cuando nos lo dijeron todos nos lle­vamos las manos allí. Durante la instrucción, al teniente Sablazo le gustaba aco­meter a la calderilla con el sable cuan­do desfilaban mal. Con los guías no se metía, ya se ocupaba el Fascista de noso­tros. También le gustaba pontificar dando teórica, lo cual tenía un aspecto positivo: mientras él hablaba, noso­tros no corríamos ni pegábamos tumbos conquistando colinas. Un día habló de la bandera, y se preguntó en voz alta por qué en el país ya no se seguía la bella y en­trañable tradición de izar la bandera cada día en las escuelas. Se dejó lo de cantar el Cara al sol.  Luego preguntó quién era maestro, y nos trasladó la pregunta. En fin, respondimos con respuestas de compromiso, aunque a mí se me ocurrieron muchos argumentos para rebatir lo que acababa de pre­guntar, empezando por mi propia presencia allí, vestido de verde y en contra de mi voluntad. Pero dado el poco sentido del humor de aquella gente consideré más oportuno callarme.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Ráfaga 30

Formación de orden cerrado en la explanada cercana a la compañía, por la mañana. En pequeños grupos -seccio­nes lo llamaban- desfilábamos, girábamos, saludábamos marcialmente -de puta pena, según el sargento que debía enseñarnos a hacerlo bien- , íbamos con el chopo -el CETME, la escopeta, para entendernos- arriba y abajo. Descanso ¡ar! A discreción. Mucha gente fumaba. Por la tarde no había instrucción, tocaba lim­pieza. Estuvimos recogiendo las colillas de la gente que había fumado por la mañana duran­te el descanso a discreción. Era una forma de tenernos entretenidos.

jueves, 17 de diciembre de 2015

Ráfaga 29

Bonita marcha diurna de diez de la mañana a una de la tarde por la meseta leonesa, bajo el sol abra­sa­dor de principios de agosto. Lo peor de todo fue el polvo que levantamos 700 chivos -esta mar­cha la hicimos conjun­ta­mente las cuatro compañías del Tercer Batallón- cami­nando por caminos polvorientos, lógica­mente. Y la escasez de agua, para variar. No todo el mundo lo resistió. De regreso, ya cerca del campamento, un recluta de la compañía 33, gor­do, muy gor­do, estaba al lado del camino atendido por un cabo de su com­pañía. Tenía la cara roja, congestionada, y lloraba. Un sani­tario trató de convencer al teniente de la 33 de la nece­sidad de trasladar a aquel pobre infeliz en un vehículo hasta la compa­ñía. La respuesta del te­niente entroncaba con la más recia tradi­ción de nuestro ejér­cito:
- Nada, que se joda, que vaya andando, como todos.
A lo que el teniente de la 34, que no pertenecía precisamente a Médicos Sin Fronteras, comentó por lo bajo refiriéndose a su colega:
- Este cabrón no tiene entrañas.
Dos años después apareció una noticia en la prensa donde se informaba que el teniente de la 33 había reventado el bazo a un recluta de una patada.
No, si aún teníamos suerte de estar en la 34.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Ráfaga 28

Los comedores de tropa eran dos inmensas naves que po­dían albergar todos los reclutas del CIR. Decenas de mesas de ocho plazas se alineaban en ocho o nueve filas. Se entraba a comer por compa­ñías. Cuando todos los reclutas estábamos sentados, se empezaba a repartir la comida. Los de servicio de comedores avanzaban por los pasillos arrastrando varios carros donde se amon­tonaban decenas de fuentes con la comida del día. En cada mesa dejaban una. El pri­mero se servía, la pasaba al de al lado y así hasta el último. A veces, éste apenas encontraba nada en la fuente, lo que ha­cía que el extremo no fuera uno de los lugares más codiciados. Como contrapartida, el que había recibido la fuente y se ha­bía servido el primero debía ir a devolverla a la cocina a la puta carrera. Por la mañana, a la hora del desayuno, el mismo del extremo debía coger la jarra que había en la mesa e iba a la cocina. Allí había cua­tro in­mensas cubas de las que manaba café con leche con algo de bromuro diluido, seguramente. Una vez llena la jarra, volvía triunfante a la mesa y todos se servían. A veces, al último tampoco le tocaba nada. Lo mejor de las co­midas: el agua. Muy buena y muy fresca. Lo demás, des­testable. Cada tar­de, duran­te la hora de paseo, los polacos de la 34 íbamos a una espe­cie de economa­to, com­prába­mos de todo -pan, chorizo pam­ploni­ca, con­servas, le­che, bati­dos, vino- y meren­dábamos como dios manda, ya que la cena so­lía ser patéticamen­te esca­sa: sopa de sobre, un par de sal­chi­chas y una pieza -menor- de fruta. Pronto, ir a ver al se­ñor Oscar Mayer fue sinónimo de ir a cenar.

martes, 15 de diciembre de 2015

Ráfaga 27

La instrucción sólo se interrumpía media hora a las on­ce, para co­mer un bocadi­llo. Hacía un calor sofocante y ha­bía un sólo botijo para una com­pañía de 170 tíos. El menú era algo monótono, un bocadillo de fuagrá (Zopa díxit) i un trago de agua. Y a veces, ni trago de agua.  Tras la pausa, a veces ha­cíamos teórica en el garigolo. El garigolo era una barraca cutre con cutres bancos de madera y un techo cutre a base de placas de uralita, algu­nas translú­ci­das, que dejaban pasar todo el calor del sol y hacía que nos cociéramos vivos allí dentro. Casi era preferi­ble pegar tumbos por el cam­po. De re­greso a la compa­ñía, teníamos apenas media hora para duchar­nos y for­mar para ir a comer. Las duchas esta­ban en la planta baja del edificio. Sin duda, era el lugar más agradable del CIR en ve­rano: dos pare­des pa­rale­las, situadas a una distancia de un metro y medio, por las que aso­maban muchos caños, situados arriba y abajo. El agua fría salía a pre­sión. Daba gusto de­mo­rarse y dejar resbalar el a­gua un largo rato por la piel, des­pués de haber estado toda la mañana saltando y ha­ciendo el gilipollas. Uno de los place­res mayores del CIR era plantarse ante uno de los caños su­periores, abrir la boca y beber, beber, be­ber... Era recomenda­ble, eso sí, vigilar los caños situados en la parte inferior, ya que si un cho­rro a presión impactaba en los huevos, la sen­sación no era tan pla­centera. Dos metros más allà, los marico­nes latentes se daban el lote pasando en­tre los moja­dos cuer­pos desnudos. Otro placer con­sistía en salir de la ducha y descu­brir que no te habían roba­do la toa­lla, la cami­seta, las zapa­tillas...

sábado, 12 de diciembre de 2015

Ráfaga 26

El Fascista era eso, un fascista en estado puro. Siem­pre iba como una moto, siempre creía que todo el mundo lo iba a engañar, siempre desconfiaba de todo el mundo, incluso del Zopa y del Media Mierda. Dirigía los desfiles pegando gritos, pegando puñetazos en el pecho de los guía­s, berreando desa­fo­radamente... "bracea, maestro, bracea"... "Tu puta madre tam­bién podría bracear, cabrón..." Cualquier chivo de la 34 soñaba con tener a su alcance un Cetme bien cargado y usar al Fascista de objetivo. Y los sueños, sueños son. 

domingo, 6 de diciembre de 2015

Ráfaga 25

Zopa no se llamaba así, pero cuando a la hora de retre­ta leía el menú del día siguiente, decía "Zopa de menudillo" o "Zopa de pejcao", y bueno, pues le pusimos Zopa. Era prepoten­te, zafio, bobo, pero él no lo sabía. Había llegado al cénit de su vida: era cabo primero. Cuando saliera del ejército, ya nada sería igual para él. Así que debía aprovechar el tiempo. A la hora de paseo se hacía invitar por los mineros. Los mine­ros atesoraban en sus taquillas más provisiones que la carava­na de Oregón. Así que Zopa se pegaba unas meriendas-cenas que temblaba el misterio. Luego no necesitaba ir a ver al señor Oscar Mayer.

sábado, 5 de diciembre de 2015

Ráfaga 24

El Media Mierda era un tío de no más de 23 o 24 años, que por lo visto se había reengancha­do y había llegado a cabo primero. Era violento, muy vio­lento, pero muy poca cosa, un media mierda. Tal vez por eso tuviera tan mala leche. Cuando algo no salía bien, según su personal criterio,  nos casti­gaba con el primer tiempo del rindan. El rindan es una especie de saludo militar que se hace en una postura muy forzada, una pierna se flexiona mien­tras la otra se estira hacia atrás. Con una mano nos apoyábamos en el suelo mientras la otra sostenía el Cetme que tenía la culata en tierra y el cañón inclinado hacia adelante. En principio, hacer este número de circo -y en el fondo toda la instrucción militar la podemos reducir a bo­nitos números de cir­co- no presentaba ex­cesivas dificultades. Pero cuando se nos obligaba a mantener esta posición prolonga­damen­te -tres, cuatro, cinco minutos- todos los huesos, los múscu­los y las articulaciones empezaban a resentirse. Eso lo sabian perfectamente todos los mandos, y el Media Mierda también lo sa­bía. Salíamos cada día a ocho o diez minutos de rindan, admi­nistrados en varias tandas, siempre sin ningún motivo lógico. Lo que más recuerdo, después de los dolores (Chiquito dixit), era la voz de Koldo reci­tando en voz baja su le­tanía: "hijoputa reenganchao mediamier­da hijoputa". En uno de los ensayos del des­file de la jura de bandera, el Media Mierda pegó una pa­tada a uno de la calde­rilla y lo mandó a la enfer­mería. No del impulso, sino que le hizo daño, mucho daño.  La cosa fue tan eviden­te que el Media Mierda fue apar­tado del servicio. Por lo visto lo arres­taron y le abrie­ron un expe­diente. No sé cómo acabó la cosa, pero en la última semana de instrucción antes de la jura ya no apareció por la compañía. Sin duda fue un alivio, pero aún quedaban Zopa y el Fas­cista.

domingo, 29 de noviembre de 2015

Ráfaga 23

Mañanas de verano en las montañas de León. Llegábamos al campo de entrenamiento a las nueve. Estábamos dando tumbos hasta pasada la una. Casi todo se limitaba a desfilar para ensa­yar la jura de bandera. Nos ordenaron por alturas. Los más altos delante, en la primera fila, así que me tocó estar ahí. Nos llamaban guías. En la segunda fila, detrás mío, había otros dos catalanes, Chicharro y Pep. Hicimos juntos el viaje en tren desde Barcelona hasta León, y junto con otros siete u ocho paisanos, ocupamos toda una hilera de literas y de números, desde el 109 hasta el 119, que era yo. Normalmente siempre estábamos juntos, excepto en las formaciones, por cuestión de distintas alturas.  Había de to­do: tres médicos, varios inge­nie­ros, un maestro -yo-... Desde el primer momento vimos que allí había que echarle sentido del humor a la cosa, así que decidimos autonombrarnos polacos para evitar que los otros nos llamaran así. 
Justo detrás mío estaba Koldo, un tío de Vallecas muy legal, que a la que nos oía hablar en catalán, saltaba:
- Ya está la polaquería liándola. ¿Escolti?
Desfilábamos por el inmenso campo de entrenamiento. Un tío con un tambor marcaba el ritmo y los nueve guías marcábamos el paso. Izquierda, izquierda, izquierda dere­cha iz­quierda. El sol caía implacable y la gorra nos abra­saba la cabeza. Al cabo de diez minutos de llevarla nos pica­ban todos los pocos pelos que nos habían dejado tras una rapada monumental en los lavabos de la compañía. Y el polvo. Los guías no sufríamos ese problema, pero la calde­rilla -los últimos de cada fila, los más bajitos- habían de añadir a todos los males el tragar todo el polvo que habían levantado los de las filas anteriores. Desfilábamos mal, tardábamos en apren­der, los cabos pri­me­ros se enfadaban, gritábannos e insultábannos, en especial el Media Mierda.