martes, 18 de octubre de 2016

Paseo 3

No siempre era fácil salir de paseo. El primer sábado que pasamos en el Regimiento, un grupo de guris de la Plana del Segundo quisimos salir más tarde de las seis. Nadie nos había advertido de la odisea que podía representar tal empresa. Vestidos de romano, avanzamos decididos hacia la puerta de salida, hasta que el cabo de guardia, con suficiencia y veteranía, nos barró el paso.
    - Guris, para salir tenéis que pedir permiso al oficial de guardia.
Aquel sábado el oficial de guardia era un brigada del Primer Grupo, que no teníamos aún el gusto de conocer, pero que con el tiempo comprobaríamos que siempre estaba de mala leche y aquella tarde no fue una excepción. Uno a uno, los cuatro o cinco guris fuimos llamando a la puerta del despacho del oficial, pidiendo permiso para salir y recibiendo la misma respuesta, clara y marcial:
- ¡A la mierda!
- A sus órdenes, mi brigada. ¿Ordena alguna cosa más?
- ¡A la mierda, coño!
El que llamó a la puerta no se quitó la boina, el que se quitó la boina entró al despacho sin llamar, el que llamó y se quitó la boina no saludó correctamente, el que lo hizo todo bien hasta ese momento luego se hizo la picha un lío y le pidió veinte duros al brigada para tomar una cerveza... Todos los putos guris hicimos mal alguna cosa dentro de la consabida liturgia militar de solicitar permiso a un superior para hacer algo, en este caso salir de paseo. Así que nos tocó volver a la batería, cambiarnos de nuevo y renunciar a nuestro paseo sabatino. Al día siguiente, domingo, ya nos sabíamos la lección: salir a las seis con todo el personal, pero no pudimos ponerla en práctica porque nos tocaba servicio.
Otras veces los paseos podían llevar una propina aparejada. En el Regimiento se organizaban algunas salidas culturales encuadradas dentro del programa RES (Recreo Educativo del Soldado). Un oficial se hacía cargo de un grupo de soldados y cabos y se los llevaba de paseo a hacer una salida cultural por la ciudad. Una tarde de invierno, De la Cruz y yo fuimos de los afortunados que nos tocó realizar una visita a la catedral de Segovia, guiados por un teniente de la Quinta Batería, bastante amable en el trato diario con nosotros. Estuvimos dando vueltas por el interior de las naves, construidas en gótico tardío, en el siglo XV, o en el XVI. El hombre no tenía mucha idea, pero como era segoviano nos contó unas cuantas anécdotas de cuando era pequeño, en un siglo indeterminado, y así pasamos la tarde. Acabamos la visita y la disertación a las cinco y media.
- Bueno, la visita ya está hecha. Espero que os haya gustado. A ver, son las cinco y media, no hace falta que volvamos al Regimiento, así que os quedáis por aquí y ya podéis comenzar el paseo. Vigilad que no os pillen los de la PM, que hasta las seis no tenéis autorización para estar fuera del cuartel. Hasta luego. 
- ¡A la orden, mi teniente!
De la Cruz y yo entramos en una cafetería de la Calle Real, grande y acogedora, donde nunca habíamos estado. Estábamos en 1982, pero allí se podía haber rodado una película ambientada en los años 60 y no habría hecho falta gastar ni un duro en ambientación. Era parte del encanto del lugar. Nunca más volvimos.
A veces los paseos no eran tan plácidos. Nuestros bisabuelos nos contaron que la tarde del golpe del 23-F (ellos lo vivieron allí, eran guris), un poco más tarde de las seis se prohibió el paseo de la tropa. Los de la PM fueron enviados rápidamente a las calles a buscar a los soldados y cabos que habían salido a la hora reglamentaria, con órdenes tajantes de regresar al Regimiento, si era necesario encañonados por los subfusiles que habían dado a los calimeros. Todo para proteger el sistema democrático, por supuesto.


viernes, 14 de octubre de 2016

Paseo 2

Volviendo a nuestros paseos, en la cafetería pedíamos un botellín -de cerveza- y pasá­bamos la tarde. A veces hablábamos y reíamos. A veces leíamos el diario. Muchas veces De la Cruz escribía sus guiones y sus re­latos, un tanto extraños. Otros días íbamos a la biblioteca pública a leer diarios y revistas. 
En otoño De la Cruz descubrió los bajos de un café que ha­bía en la Plaza de Franco -aún se llamaba así-. Era un local tranquilo y acogedor. El pro­blema es que iba mucha gente, incluso capitanes del Regimien­to.
Más tarde descubrimos el Poetas. Estaba en una pequeña calle que unía la Plaza de Franco con el Alcázar. Era un pub que tam­bién disponía de sótano, que casi siempre estaba vacío a las horas que íbamos. Supongo que por las noches debía ir alguien más, si no no sé de qué vivía aquella gente. En el Poetas -deco­rado con fotos y poemas de Machado, Lorca, Alber­ti- sobre todo hablábamos y reíamos. Reíamos mucho. De la Cruz tenía una agudeza excepcional. Todo lo pillaba, lo transforma­ba y le daba la vuel­ta. A mitad del invierno se nos incorpora­ron Duque y Tomás, del reemplazo posterior al nuestro.
Duque era hijo de un comandante, pero no había nadie más descreído hacia el estamento militar que él. Era sevilla­no. Y era el contrapunto perfecto de De la Cruz. Tomás era de un pueblo de Albacete. Hizo carrera, llegó a cabo primero. Cuando estaba de permiso era la máxima autoridad militar de su pue­blo. El cabo de la Guardia Civil se cuadraba ante él y le daba novedades.
Durante la primavera dejamos de frecuentar el Poe­tas y descubrimos el jardín del hotel Los Linajes. Estaba en una zona apartada de Segovia, y tenía un bonito jardín con cafetería in­corporada. Muchas tardes de mayo y junio nos íba­mos allí, pedía­mos un chocolate con churros y seguíamos rien­do. Dado que aquí tomábamos chocolate, venía hasta Velasco.
Luego, a eso de las nueve, íbamos hacia la zona de tascas que rodeaba la Plaza del Ese y cenábamos a base de bocadillos o de tapas. Quedaba la vuelta al cuartel, que inten­tábamos fuera lo más lenta posible, para llegar justo cinco minutos antes del toque de retreta, a las diez y media. A ve­ces yo debía volver más deprisa, pues estaba por hacer el es­tadillo de retreta. Un día De la Cruz me aconsejó que diera un golpe de estadillo y tomara el poder.
Pero no todo el mundo se dedicaba a ir soltando carcaja­das por los pubs y hoteles de Segovia. La mayoría de la gente tenía ropa de paisano en varias pensiones, se cambiaban allí y se iban a discotecas, Ladreda la más prestigiosa. En aquella época estaba prohibido ir de paisano por la calle, pero cualquier soldado era fácilmente identificable por el corte de pelo.
Uno de los que tenían ropa en una pensión era Tomás. Allí se cambiaba y se iba a Ladreda a ligar. A veces tenía algún disgusto, como la noche en que le robaron los zapatos reglamentarios y tuvo que regresar al cuartel con sus mocasines civiles. De noche todos los gatos son pardos, así que nadie se aper­cibió del cambiazo, pero Tomás estuvo varios días sin poder sa­lir, hasta que consiguió -no sé cómo- un nuevo par de zapatos reglamentarios. Otro día llevó a la pensión a Fermín. El navarro era buena persona, pero si no se le conocía generaba un cierto respeto por su aspecto. Así le pareció a la patrona, impresio­nada por la mirada penetran­te del cabo Fermín y el humo de su ciga­rrillo. La mujer rogó a Tomás que no volviera a llevar a su ami­go a la pensión. 
Para velar por el orden castrense, los Calimeros deambu­laban toda la tarde por la calle Real, arriba y abajo. Los Ca­limeros eran los de la PM -Policía Militar- y se les llamaba así por el casco blanco que llevaban, que les asemejaba al perso­naje de los dibujos animados. Pero a diferencia del po­llito, los Calimeros no lloraban sino que tenían muy mala le­che.
Tenían su cuartel en un pabellón del Regi­miento, por lo que nos los encontrábamos continuamente, inclu­so comíamos en el mismo comedor, aunque en mesas separadas, ya que la relación no era muy fluida. Cuesta hacerte amigo de un tío que cuando te vea por la calle hará todo lo posi­ble por meterte un parte. A De la Cruz le hicieron uno por llevar desabrochado el botón del bolsillo posterior del pantalón. Cuando el parte llegó a la furrielería, Urco lo llamó a gri­tos:
- ¿Se puede saber que hacía usted medio desnudo en Ciudad Real?
- ¿Donde?
- En Ciudad Real.
- Pero si yo en mi vida he estado en Ciudad Real.
- Pues aquí en el parte lo pone. Mire -lo releyó-. Ah, no, en la Calle Real. ¿Qué pasó?
- Que llevaba un botón desabrochado.
- Pues que no se repita. Este... retírese.
- A la orden.
Los partes de la PM se le pasaban al capitán, que normal­mente solía romperlos.



jueves, 13 de octubre de 2016

Paseo 1

A las seis se tocaba paseo. Quien quisiera salir debía ves­tirse de bonito (también se decía "de romano") y formar en la batería. Allí pasaba revista el suboficial de semana. Si se superaba esta revista, se baja­ba al patio de lagarto y se volvía a formar. Y pasaba revista el ofi­cial de semana. En formación se nos llevaba hasta la puerta del Regimiento. Y, a veces, el oficial de guardia vol­vía a pasar revis­ta de nuevo.
Una vez superadas todas las revistas, nos dejaban salir del cuartel. Pero todo el mundo debía salir a la misma hora. Si al­guien quería salir a las siete, o a las ocho, debía pe­dir permiso al oficial de guardia. Dependiendo del humor de éste se salía o no. Pero conociendo el especial sentido del humor de los mandos, poca gente se arriesgaba a salir más tarde de la hora oficial de inicio del paseo.
A no ser que tuviera servicio, De la Cruz siempre salía. Siem­pre. No se quedaba en el cuartel ni loco. Yo, por mi cargo -furriel- no siempre podía salir. Siempre debía quedarse un fu­rriel en la oficina, por si llamaban los de la ONU, imagino. Así que entre los furrieles nos lo combinábamos. Por supuesto, las sali­das funcionaban igual que todo lo de allí dentro: se que­daba el más nuevo, y los otros tenían prioridad para salir. Pero nunca hubo problemas. Beasaín, Miguel, Gasset, Dodotis, Lager, yo... siempre nos lo combinábamos. E incluso había días en que los tres furrieles nos quedábamos en la batería.
Hay que decir que Segovia es una ciudad bonita. Esa es la palabra, bonita. Para pasar un fin de semana sobre todo. Pero para estar un año, tal vez sea algo pequeña. Los dos primeros días que salimos ya conocíamos toda la ciudad. Y bueno, no era apasionante, así que debíamos buscar algún aliciente. A veces íbamos al cine. Había uno, viejo, desvencijado, a mitad de la calle Real. Una vez entramos a ver una película sobre el sui­cidio colectivo de la Guayana -era la única película que ha­cían en quince leguas a la redonda, justifico-. Debíamos ser unos diez o doce, y todos nos dormimos, ya que entre imagina­rias y guardias todos llevábamos sueño atrasado.
De la Cruz empezó a controlar lugares donde estar tranqui­los. Empezamos a ir a una cafetería que estaba también en la calle Real, frente al Cine Cutre. El local tenía en la parte trasera un bonito mirador desde donde se veía la parte de la ciudad que quedaba por debajo de la cafetería. Al fondo se divisaba la Mujer Muerta. La Mujer Muerta eran dos o tres mon­tañas de la sierra de Guadarrama que vistas desde Segovia se­mejaban el perfil de eso, de una mujer muerta. O tumbada, que no sé ver la diferencia entre muerta o tumbada, sobre todo hablando de montañas. El caso es que yo jamás vi ninguna mujer muerta. Yo veía tres montañas seguidas, con su silueta recor­tándose en el cielo, pero no veía ninguna señora difunta, cosa que me hacía aparecer un tanto extraño de­lante de los otros. Incluso El Titulcia veía a la muerta.
- ¿Pero es que no la ves? ¿Estás tonto, coño?
Tal comentario, venido del Titulcia, hizo mucho daño a mi espíritu observador. El militar ya había muerto hacía tiempo. Como la mujer.
Y no es que el Titulcia saliera mucho. De hecho, salió un par de días y decidió que aquello ya estaba visto y que no valía la pena dilapidar su valioso tiempo en el mundo exterior. Se compró un cubo de Rubik y pasaba las horas muertas dale que dale dándole vueltas a todas las caras, que cada vez eran más multicolores. Con el tiempo creó escuela y enganchó al Abejorro, otro tirador nato, que también le cogió gusto al cubo. 

viernes, 16 de septiembre de 2016

El Pink Floid

Seco, enjuto, altura media, gafas Rayban de imitación barata traídas desde Tenerife de encargo por algún recluta canario, gorra ligeramente arqueada hacia atrás que mostraba su marcada alopecia y su permanente cara de amargao. Este era el Pink Floid, es decir, el brigada encargado de la banda de música de Regimiento. En realidad se llamaba Nemesio y era un pobre hombre.
No creo que tuviera más de cuarenta y cinco años aunque parecía mayor, como la mayoría de los militares profesionales. Sin duda este envejecimiento prematuro venía motivado por los duros sacrificios que conllevaba el servicio a la patria. Según la zona geográfica en que estaban destinados, estos sacrificios se llamaban El Águila, Cruzcampo, Mahou, Estrella Dorada, San Miguel, Estrella Galicia, etcétera. En Segovia dominaba Mahou juntamente con DYC, por lo del kilómetro cero, concepto este aún no inventado a principios de los años ochenta del siglo pasado, pero que no era óbice para pescar fácilmente merluzas en zonas de secano por parte de la oficialidad y suboficialidad. Una parte de la clase de tropa también apuntaba destellos.
El brigada Nemesio era chusquero. Había empezado la mili normal y a punto de acabarla se había reenganchado algunos años más hasta alcanzar la brillante graduación de cabo primero. Posiblemente debió pasar por la Academia de Suboficiales donde se sacó el título de sargento y después de millones de años de servicio ascendió primero a sargento primero y después a brigada. Con el tiempo, algunos brigadas ascendían a subtenientes y finalmente, a punto de retirarse, los promocionaban al grado de teniente, con lo cual cobrarían una pensión más cuantiosa ya que pasaban a ser oficiales.
No sé si ese fue el caso del Pink Floid. Tampoco me quedé unos años más en Segovia para comprobarlo. Es posible que siga siendo brigada, a no ser que se haya jubilado, se haya muerto (o ambas cosas a la vez) o lo degradaran, posibilidad muy factible dado el personaje.
La banda de música del Regimiento estaba formada por personal de aluvión. Cada batería, cuando llegaba un reemplazo nuevo, destinaba a aquellos guris que no sabían hacer nada, pero nada de nada, a la banda de música. Por tanto, cada tres meses el Pink Floid se encontraba con ocho o diez ineptos totales para cualquier habilidad humana, música incluida, a los que debía convertir en músicos militares o algo que se le pareciera. Todo un reto, en el que habitualmente fracasaba de forma contumaz. Y cada año maz.
La mayor tragedia del Pink Floid no era que sus pupilos apenas lo respetaran ni que el resto de la tropa pasara bastante de él. Lo que mortificaba a aquel hombre era que sus propios compañeros de milicia lo consideraran un cero a la izquierda, una semicorchea muda, un estorbo. En cierta ocasión llegó a la furrielería de la Plana del Segundo un oficio de Secciones donde se elevaba una queja al capitán de la batería sobre la actitud poco respetuosa de un cabo primero de la Plana hacia un brigada. El tema era grave: ¿insubordinación, palabras mayores, murmuraciones, poca educación...? SuperHappy llamó al cabo primero, que dio sus explicaciones. El brigada le había exigido que trasladara la formación que mandaba en el Patio del Lagarto unos metros más allá para que en ese espacio formara la banda de música.
-Yo sólo le dije al brigada que no podía mover la formación, que el teniente La Tulipe me había ordenado que formáramos allí y que no nos moviéramos.
SuperHappy preguntó raudo:
¿Era el brigada Nemesio?
Sí, mi brigada -respondió el cabo primero.
Vale, retírate.
A la orden, mi brigada. ¿Ordena alguna cosa más?
Nada, nada, que te vayas.
Y el oficio de Secciones se convirtió en una bola de papel que fue a parar a la papelera. SuperHappy ejercía de filtro de los asuntos que llegaban a la batería. Y al capitán no se le molestaba por los agravios del Pink Floid.
En otra ocasión, estábamos en la furrielería trabajando SuperHappy y yo. Bueno, trabajaba yo (y no mucho) mientras el brigada bostezaba aburrido resolviendo el enésimo crucigrama del Quiz. En esto entró el brigada de la Cuarta Batería, seguido del furriel. Al brigada de la Cuarta lo llamábamos La mano más rápida del oeste, ya que cuando se llevaba la mano derecha a la gorra para saludar marcialmente la bajaba a una velocidad de vértigo. Pero esta vez no bajó la mano raudamente, porque la llevaba ocupada sosteniendo otro oficio de Secciones.
¿Félix, tú has leído esto que ha llegado de Secciones?
SuperHappy contestó vagamente que sí, que algo había leído, pero que no le había dado mucha importancia. El oficio en cuestión provenía del Pink Floid y en él se quejaba vivamente de la poca consideración que tenían las baterías del Regimiento con la banda de música. Había días en que casi todos sus componentes tenían servicio (guardia, cocina, comedores, obras...) y apenas le quedaban dos o tres miembros para ensayar. Y así no podía ensayar, por supuesto. El oficio era todo un memorial de agravios que el brigada de la Cuarta Batería, con su acento andaluz y su salero innato, iba recitando in crescendo, salpicado de comentarios mordaces.
-Pero Félix, ¿este tío es gilipollas o qué? ¿Vamos a dejar la guardia en pelotas y el cuartel desguarnecido para que esos tíos puedan ensayar la mierda de música que tocan, cohóne?
SuperHappy se mostraba conciliador. En realidad el oficio y las opiniones del Pink Floid se la sudaban mucho, y no podía evitar la risa al oír los comentarios de su compañero. Los dos furrieles, el de la Cuarta Batería y yo, hacíamos ímprobos esfuerzos por aguantarnos la risa, no podíamos reírnos de un superior en presencia de otros superiores, como era el caso, pero llegó un momento en que no pudimos más. Nuestras risas ahogadas parecían dar alas al brigada de la Cuarta, que se fue animando cada vez más.
Mira, Félix, mira lo que dice del Rodríguez, de mi batería: ¿Siempre tiene servicio?. Y subrayado. Con retintín. ¡Coño, si la gente entra de guardia día sí, día no, el día que no entra que descanse, el pobre chaval! ¡Ah, y mira lo que me pone del Arturo: que no lo mande a la banda ya que está rebajado de servicio por insuficiencia respiratoria. ¡La jodimos! ¿Cómo va a soplar la trompeta el pobre, si tiene insuficiencia respiratoria?
Y aquí estalló una carcajada inmensa de los dos brigadas y de los dos furrieles. Suerte que La Tulipe o Gilito no nos vieron ni nos oyeron, porque nos habrían empurado y de qué manera.
El local de ensayo de la banda estaba en el patio de Secciones. A menudo los músicos ensayaban en él, ya que dentro del local la acústica no era la adecuada. Fuera tampoco, pero al menos no atronaban las paredes con sus compases desacompasados. Desde los despachos de los Jefes, situados en el primer piso y cuyas ventanas daban al patio, se oían los acordes de la banda. Entonces, los Jefes, que mucho trabajo no tenían, se asomaban e interpelaban a Pink Floid.
- ¡Nemesio, coño, toca algo!
Gritaba el teniente coronel del Primer Grupo, ante cuyo alarido el brigada Nemesio se descomponía. Le entraban todos los sudores y se bloqueaba. El teniente coronel del Primer Grupo no había estudiado con el rey, había estudiado con Atila. Aquel hombre acojonaba sólo con verlo. Con enviar una foto suya al enemigo sería suficiente para rechazar un primer ataque. 
¡Nemesio, que toquen, coño!
Y el pobre brigada intentaba cuadrarse marcialmente, murmuraba cansinamente “a la orden”, levantaba la batuta con gesto solemne y se encomendaba a los dioses para que de los instrumentos de su tropa saliese algo ligeramente armónico que pudiera ser calificado como pieza musical. Una vez acabado el suplicio, resonaban en el patio las carcajadas de los Jefes.
¡Coño, Nemesio! ¡Cada dia lo hacen peor, joder!
Después de estas muestras de sana camaradería militar, los Jefes decidían que ya habían trabajado bastante y se iban a la Sala de Oficiales -el bar- a hacer el vermú, mientras el pobre Nemesio se iba hundiendo cada vez más en la mierda castrense. Para consolarse, les pegaba la bronca a sus músicos, igual que hacía Von Karajan. Pero los de la banda ya estaban inmunizados, cualquier castigo que les pusiera Pink Floid sería ràpidamente anulado por el capitán de su batería, ya que eran necesarios para ir de guardia o fregar la cocina. Y un día los músicos se licenciarían, pero Nemesio seguiría allí, tragando bilis y aguantando las putadas de Jefes, Oficiales y Suboficiales.




lunes, 9 de mayo de 2016

Tirar de cadena 4

La guardia de Baterías era otra cosa. Llamábamos Baterías a varios hangares situados a unos tres ki­lóme­tros del cuartel, en la carretera de Madrid. donde se guardaban las piezas autopropul­sadas del Regi­miento.  En Baterías sólo se hacían dos puestos, el de la puerta de entrada y el de la carretera, opuestos y unidos por la calle interior del recinto. La guardia de Baterías la componían un suboficial -casi siempre un cabo primero-, dos cabos y ocho artilleros. Baterías era una guardia tan llevadera que ni tan siquiera tenía refuerzo nocturno. Digámoslo claro: ir de guar­dia a Baterías era pasar un día de descanso lejos del Re­gi­miento, de los mandos y de sus santas madres. Normalmente la mayoría de los componentes de la guardia eran bisabuelos que gozaban de tal privilegio. Era raro ver guris, a no ser que fueran de la Plana del Segundo, enviados por Urco. 
Dado que sólo debían cubrirse dos puestos con ocho artilleros, se hacían dos horas de puesto y seis de descanso, que la gente acos­tumbraba a pasar durmiendo. La noche también era muy tranquila, los dos cabos se la repartían, uno estaba despierto has­ta las dos y me­dia, y luego el otro controlaba hasta diana. El cabo primero se ence­rraba en su cuarto y solía dar orden de que no se le molestara a no ser que viniera el enemigo.  
El puesto de la puerta era aburrido: estaba encarado ha­cia el campo de Baterías, una gran extensión de terreno a las afueras de Segovia que usaban como campo de tiro tanto la Aca­demia de Artillería como el Regimiento. Por la mañana un cabo siempre debía estar junto a la puerta para abrirla y cerrarla, pues el personal de las piezas maniobraba con ellas y conti­nuamente estaban en­trando y saliendo del recinto. Hacia las dos, cuando se iban, la calma en Baterías era absoluta y así se mantenía hasta la mañana siguiente.
El puesto de la carretera era más entretenido, ya que daba justo a la carretera Madrid-Segovia, con lo que te podías dis­traer mirando pasar los coches, camiones, autocares, etcé­tera. Justo delante, al otro lado de la carretera, se encon­traba la fábrica de los afamados embutidos El Acueducto. Tam­bién había una gasolinera.
Tal vez lo único que molestara de Baterías -nada es per­fecto- eran las ratas. Ratas enormes, que pululaban a sus an­chas por todo el recinto militar, y que se concentraban en los bidones donde se amontonaba la basura de varios meses, con los restos de comidas y cenas de montones de guardias. Hablando de ratas, Bate­rías era uno de los recintos favoritos del coman­dante San Juan para perpetrar sus emboscadas nocturnas a centinelas despreocupados. Tanto era así que cuando el amigo estaba de Jefe de Día, los cabos primeros convocaban a toda la guar­dia en su cuartito y les pedían que estuvieran ojo avizor, que les que­daba poca mili y que a ver qué pasaba.
De todas formas, cuando el susodicho no tenía servicio de  Jefe de Día, más de una vez toda la guardia -toda- se quedó durmiendo en su cuerpo y ningún centinela vigiló que el enemigo no se llevara las bonitas piezas ATP ni las ratas. 
 
Amable lector o lectora que esto lees, piensa y medita un momento lo que voy a decirte. Ahora, en este momento, hay un puto artillero en la garita de la Muerte que está sufriendo por ti y por la patria. Recuérdalo.

martes, 3 de mayo de 2016

Tirar de cadena 3

Mi última guardia como artillero -al día siguiente me nom­braban cabo tomatero- la hice en Polvorines. Polvorines era un bonito descampado situado a unos cuatro quilómetros de Se­govia. Una alambrada rodeaba un amplio terreno donde había varias cons­trucciones sencillas -los polvorines- y el cuerpo de guardia. En Polvorines se hacían cuatro pues­tos: la puerta, el río, el transformador y la garita de la muerte. La guardia se cubría con un suboficial, dieciséis ar­tilleros y dos cabos. De noche llegaba un refuerzo de ocho artilleros y un cabo.
Polvorines no era una guardia complicada. El oficial de guardia siempre era un subo­ficial: un sargento o un sargento primero. Los días solían transcurrir con cierta placidez, hasta que llegaba la noche y el frío. En Segovia son habituales las temperaturas bajo cero en las noches de invierno, y también en algunas de otoño y primavera. Por mucha ropa que te pusieras, el frío se te colaba por todos los resquicios y llegaba hasta la piel, la tras­pasaba y te llegaba al alma. ¡Qué frío! ¡Y por qué motivo más inútil!
Mi último puesto como artillero fue de dos a cuatro de una gélida y helada madrugada de diciembre en la garita del río. Hacía un frío espantoso. Yo iba vestido tal como íbamos todos, con más pisos de ropa que el Corte Inglés: camiseta de felpa, el pijama -en los meses de invierno casi nunca nos quitábamos el pijama, lo llevábamos puesto siempre, incluso en la cama-, la camisa, el jersey, la chupita, el tres cuartos y un inmenso chu­basquero. Las piernas estaban más desprotegidas: el pijama y los pantalones reglamentarios. Y en la cabeza, la gorra y la braga, un pasamontañas que cubría la cara, dejando asomar sólo los ojos.
Y en eso que se puso a nevar. ¡Qué bonito! La garita del río daba a un barranco, en el fondo del cual se supone que pasaba un río, aunque jamás lo vimos. Un par de focos ilumina­ban el polvo­rín que se suponía yo estaba custodiando. Yo lo único que hacía era pasar un frío de cojones. Finalmente llegó el relevo. Cedí el chubasquero al pobre infeliz que se quedó a ocupar mi puesto y seguí al cabo hasta el puesto de guardia.
En el comedor aún quedaba algo del inmenso carajillo que cada noche enviaba la cocina del cuartel a los destacamentos de guardia: una gran olla de café con una botella de coñac de garra­fa disuelto. Era espantoso, pero estaba caliente. Luego, hasta diana, pasábamos al dormitorio a reposar. Había un montón de lite­ras. Nos echábamos en una y nos poníamos una manta en­cima. La tiritera seguía, pues las ventanas no ajustaban bien y muchos cristales estaban rotos, con lo cual entraba un frío considera­ble. Todo el cuerpo de guardia daba asco, de pura dejadez. Había que salir a mear al campo, porque los la­vabos eran inuti­li­zables, estaban destrozados.  Ya sé que no se habían destroza­do solos, pero tampoco hubiese costado mucho dine­ro dejarlos en condi­ciones. De hecho, la guardia de Polvo­rines correspon­día hacer­la a la Academia de Artillería -los polvorines eran su­yos-, pero ésta pagaba al Regimiento para que la hiciera. Pero noso­tros jamás vimos un puto duro.
Volví a Polvorines varias veces más, ya de cabo. La guar­dia era más relajada, por supuesto, incluso de noche. Como éramos tres cabos, a cada uno de nosotros le correspondía un turno de sólo tres horas. Lo jodido era al que le tocaba el turno del medio. En una ocasión, al Tío Tirantes, ya de cabo, le tocó refuerzo en Polvorines. A la hora de sortear los tur­nos, un arti­llero de la Plana del Segundo les dijo a los otros dos cabos, que eran de su reemplazo pero no de su batería:
- Poned en los tres papeles un dos. Y que pringue ese gili­pollas.
Así lo hicieron. Los tres papeles para el sorteo de turno tenían un dos escrito. Sortearon y le preguntaron al Tío Ti­ran­tes: 
- Vaya, me ha tocado el segundo turno. ¡Mala suerte! 
Los otros cabos ni siquiera enseñaron los papeles, se deshicieron de ellos rápidamente.
Esta putada que le gastaron demuestra la mala imagen que tenía el Tiri, ya que en el cuartel sobre todo funcionaba un nacionalismo de batería. Mala cosa cuando los de tu propia batería te daban por culo.
En una guardia de Polvorines me leí enterita la novela  "La tía Tu­la", de don Miguel de Unamuno, sin efectos secundarios aparentes. En la misma guardia, el Titul­cia vio mucho la tele, y además siguió comiendo pipas, pipas, pipas... Aprovechó el día y la noche mucho mejor que yo.
Y por la noche, si eras cabo y te aburrías, pues te ibas a hacer una ronda por las garitas, así hablabas un rato con los centinelas y nos distraíamos mutuamente. A veces salíamos dos cabos a hacer la ronda, sobre todo si éramos de la misma batería o del mismo reemplazo, mientras el otro cabo se quedaba en el puesto de guardia por si el sargento se despertaba y se ponía a llorar. La conversación con los artilleros giraba siempre sobre el mismo tema: el tiempo que nos quedaba de mili. El centi­nela que mejor nos recibía siempre era el que estaba en la garita de la Muerte. Era una garita situada en medio de un peñascal, la más alejada del cuerpo de guardia y de los polvo­rines. Si durante el día uno podía tener dudas sobre la uti­lidad de aquella garita, de noche ya no cabía la menor duda. Había sido puesta allí sólo para putear al personal. Era la más dura de todas, todo el mundo que había estado allí de pues­to una noche de invierno -afortunadamen­te no fue mi caso- ha­blaba de la rasca inmensa que pegaba allí. Aquella puta garita disfrutaba de un microclima ideal para criar pingüinos. Se contaba que Colmenero, uno de mi batería, había sido arrestado porque mandó a tomar por culo al sargento cochinero que le quitó la manta cuando estaba de puesto allí. Desde entonces empecé a mirar a Colmenero con otros ojos: un tío cojonudo.

lunes, 2 de mayo de 2016

Tirar de cadena 2

Como artillero me tocó hacer tres guardias de Prevención. El inicio del día de guardia era siempre el mismo: coger el Cetme en la armería de la batería, atendiendo a los gritos del armero: "¡La guar­dia, jo­der!", a lo que el Fitti, que indefectiblemente entraba de guar­dia, gritaba alborozado "¡La guardia a joder, la guar­dia a jo­der!"
Salíamos de la batería y formábamos en el patio del La­garto, junto con la gente de otras baterías. En formación, y precedidos del corneta que ejecutaba -ésa es la palabra- una bonita marcha militar, íbamos hasta la calle de entrada del cuartel, donde se encontraba la guardia saliente. Formábamos frente a ellos, que estaban la mar de contentos. Los oficiales de guar­dia, entrante y saliente, se saludaban de forma similar a cuando le dan la alternativa a un torero. Finalmente, los sa­lientes se iban y los entrantes tomába­mos posesión del cuerpo de guardia. 
Cada oficial de guardia tenía sus manías. Algunos dirigían un emotivo discurso a los artilleros, haciéndoles notar que durante veinticuatro horas dependía de ellos la seguridad y la vida de todos los miembros del cuartel, lo que hacía que los componentes de la guardia acudieran trémulos de orgullo y henchidos de nerviosismo -o al revés- a la puta guardia. Duque me contó un día que al inicio de una de sus guardias, después de oír el discurso del teniente, un colega de la Cuarta Batería exclamó: "¡Hay que ver, que hombre tan elocuente!”, en un tono que daba a entender que aquel individuo consideraba la palabra elocuente como un insulto.
El cuerpo de guardia lo formaban un vestíbulo, tres cala­bozos y un dormitorio. En el vestíbulo había un banco junto a la puerta, donde se sentaban los artilleros que no estaban de puesto ni dormían en las literas. En los calabozos se consumía el Gallego, un infeliz que al parecer había pegado dos hostias a un teniente. Cuando noso­tros llegamos ya llevaba varios meses encerrado -el Gallego, no el teniente-. Salió un mes antes de nuestra licencia, aun­que el período pasado en el cala­bozo no le contaba a efectos de mili, por lo que aún le quedaban como mínimo diez meses de mili. Eso suponiendo que no volviera a pegarle dos hostias más a algún superior.
El dormitorio era un bonito recinto absolutamente inhós­pito lleno de literas. Cada uno tomaba posesión de una dejando la manta sobre ella.
Cada relevo lo formaban cinco artilleros. Se hacían dos horas de puesto y seis de descanso. La cosa no mataba, esa era la verdad. Lo espantoso era la sensación de pérdida de tiempo que se tenía. Dependiendo de la garita que te tocara, las dos horas de puesto podían ser más o menos llevaderas. La garita más entrete­nida era la de la puerta principal. Daba a la plaza del Alto de los Leones de Castilla, que además era una arteria importante de Segovia, pues enlazaba con la carretera a Madrid y Ávila, así que había mucho tránsito, pasaban auto­buses, gente vestida de normal, etcétera. En el fondo, no era desagra­dable estar dos horas mirando como pasaba la vida civil. Lo único que debíamos vigilar era que no se aproximara el enemigo. Y si te aburrías, siempre podías esperar la entrada o salida triunfales del capitán Franciscano y su 600.  
El puesto del hogar era bastante inútil, pero así estaba establecido. Teóricamente debíamos vigilar una de las paredes del recinto militar que daba a la calle. La pared en sí ya te­nía cinco o seis metros de altura, y sobre ella se levantaba una alambrada de tres metros más. Haría falta ser una especie de Sergei Bubka para saltar aquella pared y penetrar en el cuartel.
El puesto del huerto era también bastante inútil. La garita se situaba sobre una calle lateral, al otro lado de la cual se veía el huerto de un convento de monjas, de ahí el nombre. Una tarde de un sába­do de noviembre, en que me tocó hacer puesto ahí, en dos ho­ras sólo pasó un R-8 de segunda mano. De todas formas, en esa garita el tío Tiran­tes aniquiló un gato enemigo, no lo olvide­mos.
La puerta falsa se encontraba diametralmente opuesta a la puerta principal, en el otro extremo del cuartel. Desde la garita sólo se veía una calle desierta y desangelada. De día era un puesto aburrido, pero de noche era deprimente. Una farola morte­cina proyectaba su luz sobre un impersonal y triste bloque de pisos. Eso era todo lo que había. Un puesto de 4 a 6 de la madrugada se me hizo eter­no. No es de extrañar que determinadas personas que arrastran problemas perso­nales decidan, en según que cir­cunstancias, apoyar el Cetme en la barbilla y apretar el gati­llo.
De todas formas, las guardias eran mucho más amenas cuan­do el jefe de día era el comandante San Juán -compañero de promoción del Rey, no lo olvidemos-. Este señor tenía la cos­tumbre de mero­dear de noche por las cercanías de las garitas para vigilar a los centinelas, ver si estaban dormidos o preguntarles el santo y seña. Si el centinela estaba dormido, folla­da al canto. De rebote tam­bién recibía el oficial de guardia.
Al iniciar la guardia, los oficiales recordaban a la tropa que el jefe de día era el comandante antes mencionado. Contaban los veteranos que una noche llegó haciendo ruidillos bajo la garita de la puerta falsa. El centine­la, que tenía pocas ganas de broma y le quedaba poca mili, no preguntó el san­to y seña, sino que directamente montó el Cetme. Al oír el cerrojo del arma, el comandante se identi­ficó raudo y felicitó al artillero por su vigilancia. Aunque tal vez eso no pasó nunca y no era más que una leyenda urbana, militar por supuesto. 






viernes, 29 de abril de 2016

Tirar de cadena 1

En el argot del Regimiento, tirar de cadena significaba ir de guardia. Cuando a uno le caía una guardia, la cagaba. Y cuando se caga, ¿qué se hace? Tirar de la cadena. Tal vez las nuevas generaciones no acaben de entender la metáfora, ahora se pulsa un botón, pero éste es otro tema.
En el Regimiento se cubrían tres tipos de guardia: la de Prevención, la de Polvorines y la de Baterías.
La de Prevención era la guardia del cuartel. Era la más jodida y la que más gente precisaba. Cada día entraban de guardia 20 artilleros y dos cabos. Había cinco puestos que cubrir: puerta principal, hogar, puerta falsa, huerto y otro del que ya no me acuerdo. Por la noche se añadían tres puestos más, lo que hacía necesaria la entrada de 12 artilleros más de refuerzo.
Como artillero, la guardia no tenía especiales dificulta­des. Se trataba de llegar a la garita y disponerte a pasar un par de horas. No se vigilaba la zona a proteger, sino la mar­cha del reloj. Para los cabos, la guardia era mucho más com­plicada. De­bían estar junto a la puerta, vigilar la barrera, avisar al oficial de guardia si entraba o salía el Coronel, el Jefe de Día, el Capitán de Cuartel o la Reina de las Fiestas. Estos cargos cambiaban cada día, así que había que estar al loro de quién entraba y salía. También debían controlar qué mando de graduacióm más alta estaba en el cuartel. Si estaba el Coronel, por ejemplo, y llegaba otro mando inferior, no pasaba nada. Pero si el máximo jefazo que había dentro era un comandante y llegaba un teniente coronel, que mandaba más, había que avisar al oficial de guardia, que salía presto a darle novedades al recién llegado, mientras formaba la guardia, o lo que quedaba de ella. Todo muy bonito e inútil.
Mención aparte merecía intuir y  controlar los movimientos del capitán Franciscano. Era un individuo absolutamente loco, que tenía un seiscientos. Cuando llegaba al cuartel con su vehículo, consideraba una debilidad el hecho de frenar, reducir de marcha, poner el intermitente, girar a la derecha, encarar la entrada del cuartel y esperar a que el centinela levantara la barrera. La única concesión que hacía era tocar la bocina cuando consideraba que estaba a punto de entrar en el campo visual del centinela de la barrera. Así que simplemente bajaba follado la calle del cuartel, giraba y entraba. Si el centinela de la barrera era un veterano, a la que oía el cláxon, la levantaba rápidamente. Puro Paulov. Una fracción de segundo después penetraba en el cuartel un bólido color crema con un servidor de la patria embutido entre el volante y el asiento. Giraba velozmente a la izquierda y penetraba en el patio del Lagarto. A todo esto, toda esta maniobra la ejecutaba sólo con la mano izquierda sobre el volante, la derecha la tenía pegada a la sien haciendo el saludo militar. A la hora de comer se repetía la cosa, pero al revés. El cometa Franciscano salía como una bala del patio del Lagarto mientras la bocina atronaba el aire. Si en la barrera había un puto guri, aún no acostumbrado a las amenidades y delicias de la vida militar, los artilleros que estaban sentados en el banco de entrada al cuerpo de guardia se levantaban y empezaban a gritar enloquecidos: 
- ¡Levanta la barrera! ¡Levántala, coño!
El pobre guri la levantaba a tiempo de que el Franciscano pasara follado, saludando militarmente, por supuesto, y se incorporara al tráfico rodado sin mirar, también por supuesto. 



viernes, 22 de abril de 2016

Epílogo triste del Tío Tirantes

Es lo que tiene Internet, un día que no sabes qué hacer empiezas a teclear en Google nombres de gente a la que hace años, muchos años, que no ves o que no sabes de ellos o ellas. Y eso me pasó a mí con el Tío Tirantes. No pude resistir la tentación, tecleé su nombre y apareció su perfil de Facebook.
Era él, sin duda. Allí estaba su foto, con su careto de tortuga, treinta años más viejo y con el pelo blanco. A pesar de sus estudios, la puta crisis lo había atrapado de lleno. Se definía como empresario autónomo (no daba detalles de su actividad económica, tal vez instalara interfonos), con muchos años de trabajo y estudio (ya ves) y con ganas de trabajar y ser útil. La realidad era otra: tenía pendiente una hipoteca de 300.000 euros -el puto chalet en la urbanización pija-, y en venta un Mercedes 4x4 espectacular. Debía disponer de mucho tiempo libre, ya que su muro estaba repleto de peticiones de firmas para reivindicar las causas más nobles y también las más inútiles: parar los desahucios, evitar el cierre del Monasterio de El Escorial, regular los alimentos con grasas “trans”, pedir aceras anchas para que pudiesen transitar los discapacitados en sus sillas de ruedas, instar al gobierno a subvencionar la vacuna contra el meningococo B, exigir la dimisión del gobierno (después de subvencionar la vacuna, supongo)...
En fin, puta vida.

sábado, 9 de abril de 2016

El Tío Tirantes 8

Una de las imágenes más impresionantes que uno guarda del servicio militar es la del Tío Tirantes practicando Tae­cuondo. Muchos días, a la hora de paseo, se ponía un kimono, cogía los luchakos, o los munchakos, o como coño se llamen los dos palos unidos por una cadena, se plantaba en medio de la sala de la televisión y empezaba dale que dale, a mover los palos y la cadena, dando gritos atroces. Su cara sufría una transforma­ción espectacular. Su semblante de tortuga iba adqui­riendo pro­gresivamente una bonita tonalidad rojiza. Empezaba a sudar copiosamente y cada vez se parecía más al espectro de Bruce Lee. Por fin, cuando el color de su cara se aproximaba peligrosamente al mo­rado inten­so, una especie de reloj interior le avisaba de que convenía terminar la sesión. Entonces el Tío Tirantes se rela­ja­ba, volvía al Planeta Tierra y recuperaba su aguerrido porte militar, barriga incluida. Al principio congregaba a su alre­dedor un nutri­do gru­po de espectadores, esperanzados en que se le escapara al­gún lunchako y se partiera la cara él solito. Hubiera sido entre­tenido para variar, pues siempre se la par­tía Conesa. Pero no, el Tiri dominaba la técnica. Así que pronto dejó de interesar al personal y al poco tiempo nadie le hacía caso. Conociendo sus ante­ce­dentes fami­liares e ideológicos, no se podía descartar la sos­pe­cha de que aquel capullo, en la vida civil, fuera al­gún guerrillero fascis­ta de los que corrían por aquellos años por las universidades. Vete a saber.

Ahora, muchos años después de la licencia, me lo imagino felizmente casado con su novia de toda la vida –una rubia espectacular, ésa es la verdad. Pudimos verla en Navidad, cuando la trajo a la batería a ver el bonito cañón-pesebre de La Tulipe. ¡Qué sádico!-, que le hace el salto con un piloto del SEPLA. Vive en un bonito adosado en una urbanización pija del norte de Madrid, trabaja de ingeniero en Telefónica, tiene un hijo tan gilipollas como él y es feliz dueño de un Rotweiler. Y vota al PP, por supuesto.

viernes, 8 de abril de 2016

El Tío Tirantes 7

Y qué mejor forma de aprovechar estas innatas cualidades artísticas que exhibirlas en el acto de homenaje del día de las Fuerzas Armadas.

A finales de mayo llegó a la furrielería de la Plana del Segundo un oficio desde Secciones ordenando la designación de un cabo gastador para encabezar el desfile que se celebraría en la ciudad el día de las Fuerzas Armadas. El Segundo Grupo había sido elegido para tan alto honor, con la característica previsión militar: el acto se haría el domingo por la mañana y el oficio llegó el viernes a mediodía. Dado que en aquellas fechas yo ya era el furriel bisabuelo de la Plana Mayor del Segundo Grupo, convoqué a los furrieles de la Cuarta y Quinta Baterías a una cumbre en la sala de la televisión, para ver a qué batería le caía la china. Y tocó a la Plana, por supuesto. O sea, a mí. Una vez los furrieles de la Cuarta y la Quinta se marcharon aliviados y riendo por lo bajo, consulté el cuadro de efectivos. Era viernes a las dos de la tarde, la gente de rebaje ya se había marchado y quedábamos los cuatro gatos que gozaríamos del fin de semana en el cuartel. Los mandos también habían desaparecido, por supuesto, hasta el lunes por la mañana.

Consulté el cuadrante de servicios, cumplimentado por Urco antes de marcharse. En todas las baterías los servicios de la tropa los ponía el furriel más antiguo, menos en la nuestra. En la Plana del Segundo los servicios los ponía Urco, el sargento primero Urco, con dos cojones, porque no se fiaba de los furrieles y porque le daba la puta gana. Para los furrieles tal actitud tenía aspectos positivos, nos evitaba discusiones con los cabos y artilleros. Si alguien se quejaba de un servicio, la respuesta era simple: “Quéjate al sargento primero, que es quien te lo ha puesto.” En contrapartida, los furrieles podíamos acabar haciendo cualquier servicio, como las guardias de Prevención, las más jodidas. Jamás un furriel del resto de baterías hizo una guardia de Prevención, excepto nosotros.

Un rápido vistazo al cuadrante me confirmó mis temores: los únicos cabos disponibles en la batería para el domingo éramos el Tío Tirantes y yo. El Tiri de cabo cuartel y yo de furriel. En el oficio se especificaba que el cabo gastador debía tener una cierta presencia física y una cierta altura. Yo era más alto que el Tiri. Yo era algo más delgado que el Tiri. Pero yo no iba a hacer de cabo gastador ni loco. En su día, yo juré fidelidad a la patria y dar por ella hasta la última gota de mi sangre si fuere menester, eso vale, de acuerdo, con matices, ja en parlarem, pero yo no juré hacer de majorette.

Así que puse en práctica todo lo que había aprendido de los militares en aquellos fecundos meses. Cogí la goma de borrar e hice dos pequeños cambios que Urco jamás advertiría y el Tiri tampoco. El cabo cuartel que yo tenía el sábado lo pasé al domingo. Y el cabo cuartel del Tiri del domingo lo pasé al sábado. De esta forma, aquel hombre quedaba libre el domingo para ir a desfilar y homenajear a las Fuerzas Armadas que tanto admiraba su madre, la poetisa castrense.

Una vez hecho esto, quedaba comunicarle la noticia al agraciado. No lo vio muy claro, incluso me propuso hacer un cambio en los servicios y que fuera yo el gastador (es decir, volver a la situación original prevista por Urco), a cambio de su gratitud eterna, pero no le sirvió de nada al pobre hombre. Yo el domingo tenía cabo cuartel. Y además, mi argumento de que la furrielería jamás podía quedar desatendida, ni en fin de semana, pareció convencerlo.

Llegó el domingo. Puntualmente, a las once de la mañana, vestido con sus mejores galas de romano y cubierta la cabeza con su boina verde OTAN, el Tío Tirantes bajó al patio del lagarto y se presentó ante Pink Floid. Pink Floid era el jefe de la banda de música del Regimiento. En realidad se llamaba Dionisio y era brigada. Ya hablaremos de él en su momento. Cuando el hombre vio al Tiri parece ser que dijo algo así como que si no había un cabo más alto y más delgado para hacer de gastador, coño! En previsión de que el Tiri se fuera de la lengua y dijera que en la Plana del Segundo había un cabo alto y apuesto haciendo de cabo cuartel y que el brigada se mosqueara y subiera a comprobarlo, me encerré en la furrielería con un montón de carpetas y papeles sobre la mesa y varios folios en la máquina de escribir, para que aquel genio de la música no dudara de mi leal sacrificio por la patria tramitando expedientes hasta en domingo.

Pero no pasó nada de todo eso. Al cabo de un rato oí los espantosos y estridentes acordes de la banda de música que se iban alejando con un cierto ritmo marcial. Con cautela, abrí la puerta, salí de la oficina y me fui hacia los lavabos, alejado de las ventanas para que nadie detectara desde el puto patio del Lagarto la presencia de un cabo alto y apuesto escaqueado en la batería. Desde la ventana de los lavabos, que daba a la puerta principal del cuartel, pude ver que la banda ya enfilaba la avenida en dirección al Parque de Automovilismo, lugar donde se hacía el acto del dia de las Fuerzas Armadas. Encabezándola, allí iba el Tío Tirantes, moviendo arrítmicamente una vara de majorette y marcando el paso digamos que marcialmente. La imagen era bastante lamentable, y el sonido también. Mucho porte distinguido no tenía, pero lo importante era que él estaba allí y no yo.

Afortunadamente regresó contento. Había marchado encabezando la comitiva, le habían aplaudido, el jefazo del Parque de Automovilismo había hecho un discurso muy bonito parecido a los poemas de su madre y había ligado con un grupo de nenas de octavo de básica. ¿Qué más se puede pedir?




miércoles, 2 de marzo de 2016

El Tío Tirantes 6

Y ascendió a cabo.
Y claro, cuando debía formar a la batería era todo un festi­val. Si de artillero era imposible tomarse en serio a aquel hombre, su marcialidad a la hora de dar órdenes era to­talmente patética. No sólo eso. Él creía que lo hacía bien y aspiraba a culminar brillantemente su carrera castrense siendo cabo primero, que para eso tenía estudios. Por una vez los militares actuaron sensatamente y el Tío Ti­rantes se quedó en cabo tomatero el resto de la mili. Cierto es que no lo degrada­ron, pero no se les podía pedir tanto.
Una tarde de primavera, la formación de después de comer fue especialmente movida y el cabo cuartel -adivine el lector quien era- tuvo especiales dificultades para formarla. Por la noche, ante la formación de retreta, surgió la sorpresa: cua­tro imagina­rias arrestadas, cuatro, impuestas por el cabo cuartel a raíz de la formación de la tarde. Para más diversión, los cuatro agraciados eran del mismo reemplazo del Tiri. Mientras leía las imaginarias arrestadas, un rictus de satisfacción recorría la cara del Tiri. Ante el conato de rebe­lión -no sólo protestaron los afec­tados, sino también el resto de la bate­ría. Cuando un mando arresta una imaginaria, se le notifica al afectado antes de la lectura de los servicios. El Tío Tirantes olvidó este pequeño detalle-, el suboficial de semana, el sar­gento Eustaquio, no tuvo más remedio que defender al cabo cuar­tel.
      - El cabo cuartel tiene razón.
Seguían las quejas de la batería.
     - Os digo que el cabo cuartel tiene razón. Y no sigáis por este camino porque me obligaréis a bajar a unos cuantos a pre­vención. Y no quiero hacerlo. Hacéis la imaginaria y se acabó.
El sargento Eustaquio sabía perfectamente que el cabo cuar­tel no tenía razón. No sólo eso, el sargento Eustaquio sabía que el cabo cuartel era gilipollas. Pero se debía mantener la dis­ciplina militar. Y se disolvió la formación.
En cuanto el sargento abandonó la batería para dar nove­dades al oficial de semana, los afectados se lanzaron sobre el Tiri. Si no lo lincharon entonces, no lo lincharían durante el resto de mili. Uno de los afectados era Duque.
       - Alejandro, no te enfades...
    - ¡Qué coño Alejandro! ¡Llámame Duque, que tú y yo no somos amigos, joder!
El Tío Tirantes se echó a llorar, en una postura muy poco marcial. Su aplomo y satisfacción represora habían desapareci­do. No sólo eso, tuvo una idea genial.
      - Me quito los galones y hago yo las cuatro imaginarias.
Idea que por supuesto el sargento Eustaquio no aprobó. Y le vino a decir al Tiri, con buenas palabras pero con contundencia,  que antes de tomar la decisión de arres­tar a alguien, sopesara las consecuencias. Y sopesara también si real­mente el implicado merecía o no el arresto.
Pero no siempre había estas movidas. A veces el ambiente se relajaba y el Tío Tirantes nos deleitaba con una de sus aficiones, la de hombre orquesta. Era capaz de entonar cual­quier canción, haciendo además con la boca acompañamiento de persusión, vientos y cuerdas. Una noche de verano, cercana ya nuestra licencia, el Tiri se plantó ante la cama de Velasco entonando "La del manojo de rosas". Velasco no era precisamen­te mister simpatía, y la proximidad de la licencia lo hacía aún más irascible e intolerante. A pesar de eso, soportó los dos primeros actos de la bonita zarzuela, pero al iniciarse el tercero ya no pudo aguantar más.
      - Tiri, infeliz, ¿quieres irte de aquí?
A lo que el Tiri respondió abandonando la vera de Velasco e iniciando un recorrido por la batería, mientras movía rítmi­camente los brazos como si de una jefa de majorettes se trata­ra.

viernes, 26 de febrero de 2016

El Tío Tirantes 5

Las relaciones Tío Tirantes-Resto del Mundo no eran pre­cisa­mente fluidas. Un día Conesa le hinchó un ojo. Todo el mundo sabía que Conesa tenía la razón, incluso sin haber visto el inci­dente. Otro día, ante una nueva salida del Tiri, el te­niente Chusquero exclamó:

- ¡Que venga Conesa y le hinche el otro ojo!
Las relaciones con Vizcaíno tampoco eran muy cordiales. Vizcaíno pertenecía a mi reemplazo y no era especialmente conflic­tivo, hasta que bebía. Entonces perdía el mundo de vista. Y una noche lo perdió con el Tiri delante. Lo empezó a perseguir por toda la batería con una navaja, mientras iba gritando:
 - ¡Que lo raho! ¡Que lo raho!
La disputa se realizó de la forma reglamentaria, el Tío Tirantes corría delante y detrás iba Vizcaíno. La cosa además tenía merito porque la batería estaba a oscuras y los pasillos lle­nos de petates, pues esa tarde habían llegado los guris del re­emplazo 81-1º, a los que aún no se les había asignado taqui­llas. Los re­cién llegados asomaban tímidamente la cabeza desde sus lite­ras.
- Tranquilos –les decíamos los veteranos-, pasa cada noche. Forma parte del folclore local. En cuanto le den una cer­veza más al perseguidor, se dormi­rá. 
El imaginaria, encargado de mantener el orden y la disciplina militar en el recinto, había decidido sentarse a tocarse los cojones hasta que se calmara la situación.  

Otra noche el incidente se produjo entre Martín y -cómo no- el Tío Tirantes. Martín era de mi reemplazo y cabo primero. Y el preferido de Gilito. Así que iba de guapo por la vida, aunque con los del reemplazo jamás tuvo ningún problema, ni nosotros con él. Pero tenía querencia por el Tiri. Y una noche se lió. Y el Tiri salió por la única salida que vio: llamar la atención del sargen­to Beguín.

El Beguín dormía en el cuarto del suboficial de semana, que estaba al fondo de la batería, pared con pared. Cuando había movida debía oírla, por supuesto. Aunque en las condi­ciones en que llegaba a la batería cada noche, completamente cocido, es po­sible que no oyera nada. Una noche se sentó en las rodillas de un artillero que estaba sentado en un banco bebiéndose una cerveza. Entre varios artilleros lo ayudaron a levantarse y a llegar hasta su cuarto, a dos metros escasos. 
El Tiri empezó a gritar cada vez más fuerte.

- Que me dejes, Martín! ¡Gilipollas! ¡Que me dejes! ¡Gi­LiPo­LlAs! ¡Déjame! ¡GILIPOLLAS! ¡GILIPOLLAS! ¡GILIPOLLAS!
El Beguín, dormido beatíficamente, tal vez no oyó los alaridos del Tiri, pero el resto del Regimiento seguro que sí. Martín, sabedor de su poder, se arrimaba al Tiri como el torero al toro, sacando pecho.

- ¡Qué pasa, Tiri! ¿Qué quieres? ¿Despertar al sargento para ponerte a llorar en su faldita?

Al final, Marín, que sólo era un tocahuevos, dejó estar al Tiri. Al día siguiente, nos encontrábamos en una mesa De la Cruz, Velasco y yo. El Tiri estaba de guardia y subió un mo­mento a la batería. Cuando apareció, Velasco se activó, abandonó su habitual estado pre-depresivo, se levantó, elevó su brazo derecho como en el brindis de la Traviata y con su mejor voz entonó:
-¡GILIPOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOLLAS!
Toda la batería se estremeció ante aquella muestra de luci­dez de Velasco. 

*     *     * 
Formación en la batería, después de comer. Descanso a discreción. El Tío Tirantes, desde su puesto anónimo en medio de las filas prietas, lanza una mirada satisfecha a lado y lado de la formación. Cada vez más contento y seguro de sí mismo, se vuelve hacia El Guanche y, con una sonrisa cómplice, le susurra: 
- Cómo se nota los que tenemos estudios, ¿eh? 

El Guanche no se cayó de culo porque no había sitio en la formación. Después, a la hora de paseo, nos comentó escandalizado al resto del grupo -todos con estudios, por supuesto- la última tontería del Tiri.
- ¿Pero este tío quién se ha creído que es? ¿Cómo se nota los que tenemos estudios? ¿Y en qué coño lo nota ese gilipollas? Me ha dejado seco, de verdad. ¿Cómo se puede ser tan clasista y tan facha?


La frase del Titi fue rápidamente incorporada por Duque a su catálogo de frases hechas, muchas de ellas proporcionadas por el Tiri. Cuando alguien hacía alguna animalada, cuando alguien meaba fuera de tiesto, cuando alguna cosa se salía de madre, se oía la voz de Duque imitando el falsete del Tío Tirantes:

- Desde luego, esta gentuza sin estudios... Esta batería es un asco...