jueves, 13 de octubre de 2016

Paseo 1

A las seis se tocaba paseo. Quien quisiera salir debía ves­tirse de bonito (también se decía "de romano") y formar en la batería. Allí pasaba revista el suboficial de semana. Si se superaba esta revista, se baja­ba al patio de lagarto y se volvía a formar. Y pasaba revista el ofi­cial de semana. En formación se nos llevaba hasta la puerta del Regimiento. Y, a veces, el oficial de guardia vol­vía a pasar revis­ta de nuevo.
Una vez superadas todas las revistas, nos dejaban salir del cuartel. Pero todo el mundo debía salir a la misma hora. Si al­guien quería salir a las siete, o a las ocho, debía pe­dir permiso al oficial de guardia. Dependiendo del humor de éste se salía o no. Pero conociendo el especial sentido del humor de los mandos, poca gente se arriesgaba a salir más tarde de la hora oficial de inicio del paseo.
A no ser que tuviera servicio, De la Cruz siempre salía. Siem­pre. No se quedaba en el cuartel ni loco. Yo, por mi cargo -furriel- no siempre podía salir. Siempre debía quedarse un fu­rriel en la oficina, por si llamaban los de la ONU, imagino. Así que entre los furrieles nos lo combinábamos. Por supuesto, las sali­das funcionaban igual que todo lo de allí dentro: se que­daba el más nuevo, y los otros tenían prioridad para salir. Pero nunca hubo problemas. Beasaín, Miguel, Gasset, Dodotis, Lager, yo... siempre nos lo combinábamos. E incluso había días en que los tres furrieles nos quedábamos en la batería.
Hay que decir que Segovia es una ciudad bonita. Esa es la palabra, bonita. Para pasar un fin de semana sobre todo. Pero para estar un año, tal vez sea algo pequeña. Los dos primeros días que salimos ya conocíamos toda la ciudad. Y bueno, no era apasionante, así que debíamos buscar algún aliciente. A veces íbamos al cine. Había uno, viejo, desvencijado, a mitad de la calle Real. Una vez entramos a ver una película sobre el sui­cidio colectivo de la Guayana -era la única película que ha­cían en quince leguas a la redonda, justifico-. Debíamos ser unos diez o doce, y todos nos dormimos, ya que entre imagina­rias y guardias todos llevábamos sueño atrasado.
De la Cruz empezó a controlar lugares donde estar tranqui­los. Empezamos a ir a una cafetería que estaba también en la calle Real, frente al Cine Cutre. El local tenía en la parte trasera un bonito mirador desde donde se veía la parte de la ciudad que quedaba por debajo de la cafetería. Al fondo se divisaba la Mujer Muerta. La Mujer Muerta eran dos o tres mon­tañas de la sierra de Guadarrama que vistas desde Segovia se­mejaban el perfil de eso, de una mujer muerta. O tumbada, que no sé ver la diferencia entre muerta o tumbada, sobre todo hablando de montañas. El caso es que yo jamás vi ninguna mujer muerta. Yo veía tres montañas seguidas, con su silueta recor­tándose en el cielo, pero no veía ninguna señora difunta, cosa que me hacía aparecer un tanto extraño de­lante de los otros. Incluso El Titulcia veía a la muerta.
- ¿Pero es que no la ves? ¿Estás tonto, coño?
Tal comentario, venido del Titulcia, hizo mucho daño a mi espíritu observador. El militar ya había muerto hacía tiempo. Como la mujer.
Y no es que el Titulcia saliera mucho. De hecho, salió un par de días y decidió que aquello ya estaba visto y que no valía la pena dilapidar su valioso tiempo en el mundo exterior. Se compró un cubo de Rubik y pasaba las horas muertas dale que dale dándole vueltas a todas las caras, que cada vez eran más multicolores. Con el tiempo creó escuela y enganchó al Abejorro, otro tirador nato, que también le cogió gusto al cubo. 

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