A
las seis se tocaba paseo. Quien quisiera salir debía vestirse
de bonito (también se decía "de romano") y formar en la batería. Allí pasaba revista el suboficial
de semana. Si se superaba esta revista, se bajaba al patio de
lagarto y se volvía a formar. Y pasaba revista el oficial de
semana. En formación se nos llevaba hasta la puerta del Regimiento.
Y, a veces, el oficial de guardia volvía a pasar revista
de nuevo.
Una
vez superadas todas las revistas, nos dejaban salir del cuartel. Pero
todo el mundo debía salir a la misma hora. Si alguien quería
salir a las siete, o a las ocho, debía pedir permiso al oficial
de guardia. Dependiendo del humor de éste se salía o no. Pero
conociendo el especial sentido del humor de los mandos, poca gente se
arriesgaba a salir más tarde de la hora oficial de inicio del paseo.
A
no ser que tuviera servicio, De la Cruz siempre salía. Siempre. No
se quedaba en el cuartel ni loco. Yo, por mi cargo -furriel- no
siempre podía salir. Siempre debía quedarse un furriel en la
oficina, por si llamaban los de la ONU, imagino. Así que entre los
furrieles nos lo combinábamos. Por supuesto, las salidas
funcionaban igual que todo lo de allí dentro: se quedaba el más
nuevo, y los otros tenían prioridad para salir. Pero nunca hubo
problemas. Beasaín, Miguel, Gasset, Dodotis, Lager, yo... siempre nos
lo combinábamos. E incluso había días en que los tres furrieles
nos quedábamos en la batería.
Hay
que decir que Segovia es una ciudad bonita. Esa es la palabra,
bonita. Para pasar un fin de semana sobre todo. Pero para estar un
año, tal vez sea algo pequeña. Los dos primeros días que salimos
ya conocíamos toda la ciudad. Y bueno, no era apasionante, así que
debíamos buscar algún aliciente. A veces íbamos al cine. Había
uno, viejo, desvencijado, a mitad de la calle Real. Una vez entramos
a ver una película sobre el suicidio colectivo de la Guayana
-era la única película que hacían en quince leguas a la
redonda, justifico-. Debíamos ser unos diez o doce, y todos nos
dormimos, ya que entre imaginarias y guardias todos llevábamos
sueño atrasado.
De la Cruz empezó a controlar lugares donde estar tranquilos.
Empezamos a ir a una cafetería que estaba también en la calle Real,
frente al Cine Cutre. El local tenía en la parte trasera un bonito
mirador desde donde se veía la parte de la ciudad que quedaba por
debajo de la cafetería. Al fondo se divisaba la Mujer Muerta. La
Mujer Muerta eran dos o tres montañas de la sierra de
Guadarrama que vistas desde Segovia semejaban el perfil de eso,
de una mujer muerta. O tumbada, que no sé ver la diferencia entre
muerta o tumbada, sobre todo hablando de montañas. El caso es que yo
jamás vi ninguna mujer muerta. Yo veía tres montañas seguidas, con
su silueta recortándose en el cielo, pero no veía ninguna
señora difunta, cosa que me hacía aparecer un tanto extraño
delante de los otros. Incluso El Titulcia veía a la muerta.
-
¿Pero es que no la ves? ¿Estás tonto, coño?
Tal
comentario, venido del Titulcia, hizo mucho daño a mi espíritu
observador. El militar ya había muerto hacía tiempo. Como la mujer.
Y no es que el Titulcia saliera
mucho. De hecho, salió un par de días y decidió que aquello ya
estaba visto y que no valía la pena dilapidar su valioso tiempo en el mundo
exterior. Se compró un cubo de Rubik y pasaba las horas muertas
dale que dale dándole vueltas a todas las caras, que cada vez eran
más multicolores. Con el tiempo creó escuela y enganchó al Abejorro,
otro tirador nato, que también le cogió gusto al cubo.
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