viernes, 26 de febrero de 2016

El Tío Tirantes 5

Las relaciones Tío Tirantes-Resto del Mundo no eran pre­cisa­mente fluidas. Un día Conesa le hinchó un ojo. Todo el mundo sabía que Conesa tenía la razón, incluso sin haber visto el inci­dente. Otro día, ante una nueva salida del Tiri, el te­niente Chusquero exclamó:

- ¡Que venga Conesa y le hinche el otro ojo!
Las relaciones con Vizcaíno tampoco eran muy cordiales. Vizcaíno pertenecía a mi reemplazo y no era especialmente conflic­tivo, hasta que bebía. Entonces perdía el mundo de vista. Y una noche lo perdió con el Tiri delante. Lo empezó a perseguir por toda la batería con una navaja, mientras iba gritando:
 - ¡Que lo raho! ¡Que lo raho!
La disputa se realizó de la forma reglamentaria, el Tío Tirantes corría delante y detrás iba Vizcaíno. La cosa además tenía merito porque la batería estaba a oscuras y los pasillos lle­nos de petates, pues esa tarde habían llegado los guris del re­emplazo 81-1º, a los que aún no se les había asignado taqui­llas. Los re­cién llegados asomaban tímidamente la cabeza desde sus lite­ras.
- Tranquilos –les decíamos los veteranos-, pasa cada noche. Forma parte del folclore local. En cuanto le den una cer­veza más al perseguidor, se dormi­rá. 
El imaginaria, encargado de mantener el orden y la disciplina militar en el recinto, había decidido sentarse a tocarse los cojones hasta que se calmara la situación.  

Otra noche el incidente se produjo entre Martín y -cómo no- el Tío Tirantes. Martín era de mi reemplazo y cabo primero. Y el preferido de Gilito. Así que iba de guapo por la vida, aunque con los del reemplazo jamás tuvo ningún problema, ni nosotros con él. Pero tenía querencia por el Tiri. Y una noche se lió. Y el Tiri salió por la única salida que vio: llamar la atención del sargen­to Beguín.

El Beguín dormía en el cuarto del suboficial de semana, que estaba al fondo de la batería, pared con pared. Cuando había movida debía oírla, por supuesto. Aunque en las condi­ciones en que llegaba a la batería cada noche, completamente cocido, es po­sible que no oyera nada. Una noche se sentó en las rodillas de un artillero que estaba sentado en un banco bebiéndose una cerveza. Entre varios artilleros lo ayudaron a levantarse y a llegar hasta su cuarto, a dos metros escasos. 
El Tiri empezó a gritar cada vez más fuerte.

- Que me dejes, Martín! ¡Gilipollas! ¡Que me dejes! ¡Gi­LiPo­LlAs! ¡Déjame! ¡GILIPOLLAS! ¡GILIPOLLAS! ¡GILIPOLLAS!
El Beguín, dormido beatíficamente, tal vez no oyó los alaridos del Tiri, pero el resto del Regimiento seguro que sí. Martín, sabedor de su poder, se arrimaba al Tiri como el torero al toro, sacando pecho.

- ¡Qué pasa, Tiri! ¿Qué quieres? ¿Despertar al sargento para ponerte a llorar en su faldita?

Al final, Marín, que sólo era un tocahuevos, dejó estar al Tiri. Al día siguiente, nos encontrábamos en una mesa De la Cruz, Velasco y yo. El Tiri estaba de guardia y subió un mo­mento a la batería. Cuando apareció, Velasco se activó, abandonó su habitual estado pre-depresivo, se levantó, elevó su brazo derecho como en el brindis de la Traviata y con su mejor voz entonó:
-¡GILIPOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOLLAS!
Toda la batería se estremeció ante aquella muestra de luci­dez de Velasco. 

*     *     * 
Formación en la batería, después de comer. Descanso a discreción. El Tío Tirantes, desde su puesto anónimo en medio de las filas prietas, lanza una mirada satisfecha a lado y lado de la formación. Cada vez más contento y seguro de sí mismo, se vuelve hacia El Guanche y, con una sonrisa cómplice, le susurra: 
- Cómo se nota los que tenemos estudios, ¿eh? 

El Guanche no se cayó de culo porque no había sitio en la formación. Después, a la hora de paseo, nos comentó escandalizado al resto del grupo -todos con estudios, por supuesto- la última tontería del Tiri.
- ¿Pero este tío quién se ha creído que es? ¿Cómo se nota los que tenemos estudios? ¿Y en qué coño lo nota ese gilipollas? Me ha dejado seco, de verdad. ¿Cómo se puede ser tan clasista y tan facha?


La frase del Titi fue rápidamente incorporada por Duque a su catálogo de frases hechas, muchas de ellas proporcionadas por el Tiri. Cuando alguien hacía alguna animalada, cuando alguien meaba fuera de tiesto, cuando alguna cosa se salía de madre, se oía la voz de Duque imitando el falsete del Tío Tirantes:

- Desde luego, esta gentuza sin estudios... Esta batería es un asco...


martes, 23 de febrero de 2016

El Tío Tirantes 4

A la batería llegaban cada mes unas revistas militares muy bien editadas, en papel couché del bueno. La buena impre­sión acababa cuando se leía algún artículo. La mayoría de ellos tenían un ligero sesgo conservador, franquista y golpis­ta. Además esta­ban llenos de faltas de ortografía y de errores sintácticos. Se titulaban "Simancas", "Reconquista" y cosas así.
No faltaba nunca en alguna de las revistas un artículo destructivo contra Pilar Miró, escrito por algún comandante, coronel o general. En aquella época se había estrenado "El crimen de Cuenca", filme en que la Guardia Civil no salía precisamente bien parada. Y tal visión no agradó a los militares, que si algo tienen es un corporativismo feroz. Lo más suave que se le llamaba a la directora de la película en estos artículos era "marimacho". Si se hubiese metido alguno de tales escritos en un alambique y se hubiese calentado, se habría podido destilar odio en estado puro. Leyendo esos artículos en la soledad de la furrielería, uno se acojonaba pensando qué hubiera pasado si el golpe del 23-F les hubiese salido bien.
          En una de estas revistas apareció publicada una poesía que había escrito la madre del Tío Tirantes, dedicada a la jura de bandera de su hijo. Nadie en la batería sabía que la señora que firmaba aquello era la madre del Tiri -nadie en la batería leía esas revistas- pero él fue enseñando el poema a todo el mundo e informando de la identidad de la autora.
       El poema era malo, pero malo, malo, malo. Era espantoso. Una bazofia en la que se mezclaban la bandera, su hijo -el de la autora, El Tiri-, las campanas que la despertaban por la mañana para acudir a la jura, que se tenía que levantar antes, la sacro­santa uni­dad de la patria, la paella valenciana y algunos tópicos más. Vien­do lo que escribía la madre, uno ya no se extrañaba de cómo era el hijo, que ade­más estaba orgulloso del poema. Por lo visto, la madre del Tiri era de las que fueron a llevarle jamones al golpista Tejero cuando estuvo en la cárcel.
               El Tiri le enseñó el poema al Tedientes. El Tedientes era un señor que estaba en el Ejército porque recibía un sueldo, pero yo no le apreciaba un gran espíritu militar. Pasaba mucho de ceremo­nias rituales y demás parafernalias. Estaba matricu­lado en la UNED y si los furrieles hacíamos mal algún escrito que él nos hubiera encargado, en lugar de gritar nos indicaba qué era lo que debía­mos corregir. Además, se encargaba de dar charlas de formación constitucional a los suboficiales, Urco entre ellos. Sólo por eso ya era un hombre digno de admirar. El Tedientes leyó el poema y dijo:
                 - ¡Cóñó!
             La entonación que dio a ese coño resulta imposible de expli­car con palabras, pero lo resumía todo.
            Duque, el gran Duque, cuando se enteró de la existencia del poema, rea­lizó una nueva versión:

Tocad, campanas, tocad
Hoy me he de levantar antes
Que jura bandera
Mi hijo el Tío Tirantes.

viernes, 19 de febrero de 2016

El Tío Tirantes 3

Uno de los números más sonados que armó el Tío Tirantes fue el del interfono. 
El despacho del capitán, el de los tenientes y la furrielería estaban bastante alejados entre sí. Un timbre servía para ordenar la presencia de los furrieles en los des­pachos: un timbrazo, llamaba el capitán; dos, llamaban los tenientes. Un sistema elemental pero efectivo. Pero el Tiri consideró que aque­llo no estaba acorde con los nuevos tiempos y con un ejército a punto de ingresar en la OTAN y que apenas seis meses antes había intentado dar un golpe de estado.
Así que un día entró en la furrielería y empezó a comer­le el tarro a Urco sobre la posibilidad de instalar un interfono que comunicase los despachos con la furrielería. Por supuesto, él lo montaría e instalaría, ya que era Inge­niero de Tele­co­munica­ciones. Porque el Tiri era Ingeniero de Telecomunica­ciones, sí señor.
Urquijo lo miró fijamente y se lo quitó de encima con un bufi­do -El Tiri no sólo caía mal a la tropa. También a los man­dos,  sobre todo después de lo del gato enemigo-, pero él continuó insis­tiendo. Tras dar la vara a los tenien­tes, que también se lo quitaron de encima, consiguió ha­cerse oír por el capitán, al que le vendió la mo­to y el inter­fono. El capi­tán iba con el lirio en la mano, todo el mundo le metía goles. Por lo visto, nece­sita­ba un año de mando de tropa para ascender a coman­dan­te, y se había pro­pues­to te­ner conten­to a todo el mundo. Así que el Tío Ti­rantes con­ven­ció al capi­tán para ins­talar el su­sodicho in­ter­fono. Y ade­más, se prestó solí­cito para ir a com­prar to­dos los mate­riales a una tienda muy bonita que él co­nocía en Ma­drid y que abría los sábados.
Total, que entre febrero y abril el Tío Tirantes pilló todos los rebajes. Todos. Durante doce fines de semana segui­dos se fue a su casa con la excusa de ir a comprar los mate­riales del interfono. Cuando no faltaban condensadores no te­nían altavoces, y cuando traían los altavoces faltaba el pedi­do de ferules que no había llegado. Doce rebajes seguidos, mientras la mayoría de gente de la batería se sentían afortu­nados si pillaban dos reba­jes al mes.
Cuando tuvo todos los materiales empezó el montaje de los aparatos. Para poder trabajar más tranquilo, El Tiri pidió usar el cuarto de los cabos primeros. Éstos se vieron obligados a abandonar su pequeño reducto de intimidad para permitir que Edison trabaja­ra con comodidad. Y allí se pasaba el día ensam­blando fusibles, diodos, condensa­do­res y ferulillos. Luego hubo de tirar cable entre la furrielería y los despachos. Y claro, el capitán ordenó a Urco que no le pusiera servicios para que pudiera hacer el montaje tranquilo, con lo cual el odio que Urquiola sentía hacia el Tiri se acrecentó.
Finalmente llegó el gran día. Con la instalación acabada y los aparatos preparados, el capitán, en su despacho, asesorado por el Tiri, accionó la palanca y pronunció la palabra mágica:
      - ¡Furriel!
Pero nosotros no oímos eso. Lo que el aparato instalado en la furrielería emitió fue una especie de sollozo, semejante a los lamentos de Godzilla cuando King Kong le clavaba en el culo la an­te­na de la torre de comunicaciones de Tokyo en el bonito filme "Godzilla contra King Kong".
Urco, con un destello de inteligencia inusual en él, su­gi­rió:
       - Este... vayan a ver si el capitán ha llamado.
Ortega se dirigió raudo al despacho del capitán.
      - A sus órdenes. ¿Ha llamado, mi capitán?
      - Sí. ¿Se ha oído bien el interfono?
      - La verdad es que no. Sólo hemos oído un ruido.
   -¿Un ruido? -preguntó el Tío Tirantes sorprendido y ofendido-.
Se dirigió a la furrielería. Ortega y el capitán estuvie­ron largo rato enviando mensajes desde el despacho, mientras en la fu­rrielería Marconi asistía atónito a los aullidos de Godzilla.
      - He de revisarlo. Y puede que sea necesario cambiar algunas piezas. Tendré que ir a Madrid este fin de semana, mi sargento primero.
En la furrielería reinó un silencio hostil, sólo roto por los sollozos radioeléctricos de Ortega y el capitán. En aquel momento, no sólo Urco odiaba al Tiri. También los furrieles, que con suer­te pillábamos un re­baje cada tres o cuatro sema­nas.
Total, que se fue a Madrid de nuevo, volvió con las pie­zas, revisó el aparato, se volvió a probar y aquello siguió emi­tiendo vagos sonidos godzillianos. Durante las pruebas apa­re­ció por el despacho el Tedientes, que se dirigió al teniente Chusquero, otro de los miembros del club de fans del Tío Tirantes
         - ¡Hombre, Honorio! ¿Ya funciona el interfono?
      - ¡Esto qué coño va a funcionar! -dijo el teniente Chus­quero resumiendo el sentir de la batería. Y nunca, jamás funcionó bien aquel aparato. Lo único que consiguió fue hacernos andar más a los furrieles. A la que oíamos el sollozo godzilliano acudíamos al despacho del capi­tán, que estaba más cerca:
      - A sus órdenes. ¿Ha llamado, mi capitán?
      - No, habrán sido los tenientes.
Y paseo hasta el despacho de los tenientes, situado en el otro extremo de la batería. Uno de los temores de los furrie­les era que instalando el in­terfono, los tenientes -so­bre todo Gilito- pudieran oír nues­tras murmuraciones y pala­bras mayores desde su despacho cuando Urco no estaba. Después de ver el funcio­namiento del apa­rato, seguimos criti­cando a los mandos con toda tranquili­dad.
Finalmente, se desconectaron los aparatos y se volvió al sistema del timbre. Siguiendo la desidia habitual del ejército, los aparatos permanecieron en la furrielería y los despachos varios meses, inertes y mudos, hasta que alguien decidió quitarlos y tirarlos a la basura. 

martes, 16 de febrero de 2016

El Tío Tirantes 2

      Una noche de invierno la furrielería estaba especialmente concurrida. Además de los tres furrieles -Beasaín, Miguel y yo- había unos cuantos miembros del reemplazo 80-1º, los bisabuelos de la épo­ca: Piñas, el Cabo Blanco, el Fitty... Hacía más de me­dia hora que habían tocado silencio, la batería dormía -o se suponía- y contraveníamos todas las normas, pero el primero en contravenir­las era el suboficial de se­mana, el cabo primero Alcira, que con nosotros estaba. Ha­blábamos, murmu­rábamos y todo eso, cuando alguien llamó a la puerta. Silencio. Abri­mos. Era el imagina­ria. El Tío Tirantes.
      - ¡Hombre, qué bien os lo pasáis! ¿Puedo pasar? -preguntó cuando ya estaba dentro-.
             Un guri normal, aunque fuera el imaginaria, no se habría atrevido jamás a entrar en la furrielería sabiendo que había gente de reemplazos anteriores. Pero el Tiri no era normal. Cogió una silla, se sentó y fue el centro de la reunión. No sé quién hablaba de coches.
        - Huy, yo corro mucho con el coche. Cuando llego a ochenta mi madre me dice  que frene.
                 El Fitty decidió profundizar en el tema:
            - ¿Y qué coche tienes?
           - Un 124.
           - ¿De los de ferule?
           - ¿De ferule? No. Me parece que no.
           - ¿Seguro? Mira que todos los 124 llevan ferule de se­rie.
           - Pues el mío no tiene. ¿Qué es el ferule?
           - Está debajo del acelerador.
           - ¿Debajo del acelerador?
          - Sí. Tú aceleras. Y cuando llegas a los 100, quitas el pie del acelerador y lo pones debajo, y entonces pisas el fe­ru­le, que mantiene la velocidad del coche pero ahorrando com­bustible. Pero claro, si no pasas de ochenta, nunca lo has utilizado.
             El Tío Tirantes se iba adentrando cada vez más en los terre­nos de la candidez castrense. Pero cuando vio al suboficial de semana, Alcira, una especie de brujo me­dieval antiguo que jamás se reía, caerse de culo al suelo preso de un ataque de risa, se le encendió la bombilla.
         - Huy, no sé, me parece que me estás tomando el pelo.

lunes, 15 de febrero de 2016

El Tío Tirantes 1

En la mili uno conoce mucha gente que en otros ámbitos de la vida jamás conocerá. No sé si eso es bueno o malo. En todo caso, lo de conocer gente se podría hacer igual sin necesidad de hacer guardias ni ir vestido de verde durante un año. En fin, es un tema largo de tratar.
Uno de los individuos más inclasificables que pululó por la Plana del Segundo fue el Tío Tirantes. Llegó tres meses más tarde que yo, con el reemplazo 80-7º. Su aspecto físico ya llamaba la atención. Más bien gordito y con un careto absolu­tamente perso­nal. Su forma de hablar también era peculiar, con su voz de fal­sete. Pero lo que realmente cautivó a la batería fueron los dos rotundos tirantes sobre su camisa verde OTAN. Conesa no dejó pasar aquella provocación y el recién llegado rápidamente fue conocido como el Tío Tirantes.
Los cabos de la batería tuvieron ocasión de calar rápida­mente de qué iba el amigo. Cuando había que limpiar la batería -por la mañana, después de desayunar; por la tarde, después de comer; y por la noche, antes de retreta; y siempre que algún superior lo ordenara- el cabo cuartel era el encargado de or­gani­zar la limpie­za. Y eran los guris los encargados de ha­cer­la. Los guris ba­rrían, fregaban, vaciaban las papeleras, reco­gían las si­llas... Tal vez Karl Marx tenía otra idea sobre la división so­cial del trabajo, pero en el Ejército la cosa fun­cionaba así. Eran tres meses de hacer de fregona, hasta que llegaban los nue­vos guris. Los guris anti­guos ascendían a pa­dres y dejaban de fregar. Es posible que fuera injusto, pero todo el mundo aceptaba el sistema.
Pues bien, con la llegada de 80-7º los del 80-5º queda­mos liberados de barrer. Los nuevos guris acataban disciplinada­mente su alta misión higiénico-patriótica, aunque el Tío Ti­rantes siem­pre se escaqueaba. Mientras sus compañeros de reem­plazo se en­contraban fre­gan­do, aparecía él con zapatillas y bata -con zapa­tillas y bata, lo juro- y un neceser en la mano y se diri­gía al lavabo a afeitarse. Los cabos cuartel le die­ron unos cuantos toques, pero parece ser que el toque defini­tivo se lo dieron los de su propio reemplazo. O barría y fregaba con ellos o allí iba a haber más que palabras.
Con esta brillante entrada, no hará falta decir que el Tiri -abreviatura de su nombre de guerra- no andó sobrado de amigos precisamente durante su mili. Pero él no desfallecía, a todos se arrimaba y con todos hablaba. Al menos no pedía dine­ro para be­ber, como el pelma de Pretel.
En una de sus primeras guardias de prevención el Tiri abrió fuego contra un gato. El Tiri se encontraba en una de las garitas de la parte posterior del cuartel, que daba a una calle desierta y al huerto de un convento de monjas. Una zona caliente, vamos. Y en me­dio de la noche oyó ruidos sospecho­sos. Disciplinada­mente, ordenó que le dieran el santo y seña, cosa que el pre­sunto gato desconocía, por supuesto. Y aunque lo conociera, no hu­biese podi­do articular palabra, el pobre animal. Así que el Tío Tirantes, siguiendo las enseñanzas re­cibidas en las largas horas de teóri­ca, montó el Cetme y dis­paró un par de tiros al gato. De paso, despertó a los de la Segunda Batería, que dor­mían justo al lado de la garita, y movilizó a toda la guar­dia. Personado el oficial de guardia, molesto por haber tenido que interrumpir su cabezadi­ta regla­mentaria, el Tiri le contó la historia de los ruidos sospecho­sos y los maullidos que había oído después de los tiros. En una gran labor profesional, el oficial encontró los dos cas­quillos de bala que el Tiri había disparado. Luego debió re­dactar un extenso informe que le man­tuvo despierto toda la noche. Cuando a la mañana siguiente se supo la noticia, en la Plana del Segundo nadie se extrañó.

sábado, 13 de febrero de 2016

Navidad y otras fechas 7

La unidad 440 de RENFE atravesó rauda y veloz la sierra de Guadarrama y en dos horas llegó a Madrid. Bajé en la estación de Recoletos y en Colón cogí el autobús hacia Barajas. Después de esperar media hora en la terminal del puente aéreo, los pasajeros subimos a una de las jardineras que nos llevó hasta el avión. En lugar del Boeing 727 habitual, aquella noche de Reyes viajamos en un Airbus inmenso, con ocho asientos por fila y diez cañones por banda. Nunca había ido en un avión tan grande, y nunca he vuelto a ir, todo hay que decirlo. Aterrizamos en Barcelona tres cuartos de hora después, sin novedad. En el vestíbulo esperaba mi familia, que había venido a buscarme en coche. Desde El Prat hasta Badalona por la Autovía de Castelldefels y la Granvia -faltaban diez años para que se inauguraran las Rondas- en una hora estuve en casa. La verdad es que despertarte por la mañana en plena meseta castellana y acostarte por la noche en tu cama, a 700 kilómetros de distancia, junto al Mediterráneo, no tiene precio. O sí, las 6.200 pesetas (unos 38 €) que costaba el pasaje en el puente aéreo.
Pasaron los cuatro días de libertad condicional del atípico permiso, volví a Segovia el sábado y el domingo entré de guardia en Baterías, mi primera guardia de cabo. No fue algo agotador. Cada dos horas -en realidad cada cuatro, ya que éramos dos cabos y nos turnábamos- debíamos acompañar a los artilleros que entraban de puesto a la garita, y retornar al cuerpo de guardia con los que salían de puesto. La verdad es que todos éramos mayorcitos y este trayecto podían hacerlo los artilleros ellos solitos, pero la liturgia militar tiene eso, hay que cumplirla y se acabó.
La diferencia entre la guardia de artillero y la de cabo es que se acabaron las dos horas de puesto vigilando la nada absoluta. Esto ahorraba un montón de incomodidades, empezando por el frío. El día era lluvioso y gris y de la sierra bajaba un airecillo cortante nada reconfortante. Los centinelas se cubrían con unos chubasqueros inmensos, cuyas capuchas tapaban buena parte de la visión. Entonces, ¿qué coño hacían aquellos pobres infelices vigilando no se sabe qué?
El cuerpo de guardia no era el Palace, pero era mejor estar allí que en la garita, desde luego. Había un televisor pequeño, de 14 pulgadas, en blanco y negro, que sólo recibía los dos canales antes mencionados. Por cierto, por la noche ambas cadenas cerraban su emisión y no emitían. La alternativa entonces era escuchar la radio o dormir. O, si no hacía mucho frío, salir a hacer una ronda y hablar con los centinelas un rato, cosa que agradecían.
Pasé parte de la tarde del domingo con Salcedo, un buen chico, un cheli de Madrid, un poco peculiar. Pasó una gran parte de la mili yendo y viniendo del hospital militar de Valladolid, por unos granos tremendos que le habían salido en la nuca y que le impedían erguir la cabeza. En las formaciones siempre le caía alguna bronca:
        - ¡Artillero, esa cabeza erguida! 
       - No puedo, mi … (sargento, brigada, teniente, capitán...)
     Entonces, tras una breve inspección del cogote de Salcedo, el mando al mando descubría la causa de tan poco marcial posición y lo dejaba en paz.
Aquella tarde, mientras nos caía encima una fina lluvia y veíamos pasar veloces los coches por la carretera Segovia-Madrid, oíamos cómo se movían las ratas un par de metros por debajo de nosotros, al otro lado del muro defensivo. Las ratas de Baterías eran inmensas, parecían hipopótamos, y campaban a sus anchas por el recinto con total impunidad.
       - Me tienen acojonado, tío -me decía Salcedo con una risa nerviosa-. Tengo la impresión de que en cualquier momento van a saltar el muro y me van a devorar...
      Era una muestra del peculiar sentido del humor de Salcedo, pero estar dos horas en la garita, oyendo los movimientos de aquellos malditos roedores en el canal de desagüe situado dos metros más abajo, ponía nervioso a cualquiera.
        Pasó la guardia y el lunes por la mañana, sentados en la caja de un bonito camión Pegaso, regresamos al cuartel. Nada más entrar en la batería vislumbré unos cuantos rostros conocidos que hacía tres semanas que no veía. Todo el mundo había vuelto del permiso de Año Nuevo y la batería volvía a la normalidad, en la medida que ello era posible allí.
      Particularmente emotivo fue el reencuentro con De la Cruz. Había pasado un día de Navidad de miedo. Santa Claus Urco le había obsequiado con su primera guardia de cabo en Prevención. La guardia de Prevención era la que protegía el Regimiento y la más complicada de todas las que se hacían allí. Por lo visto hubo algún tipo de problema en que se vio implicado De la Cruz, que como cabo guri que era no supo reaccionar a tiempo. El oficial de guardia se cabreó con él y en lugar de dejar pasar el descuido del cabo le fue con el cuento al capitán de cuartel. Ese día -Navidad, recordemos- estaba de capitán de cuartel el capitán de la Batería de Servicios, un individuo que no conocíamos personalmente pero por el que De la Cruz sentía cierta simpatía, porque le había visto por el cuartel con el diario El País bajo el brazo, en lugar del habitual ABC que leía la oficialidad (la oficialidad que leía, se entiende, que no era toda la oficialidad. No sé si queda claro). Dicho capitán se puso hecho una fiera por la presunta negligencia del cabo guri y le amenazó con enviarlo al calabozo durante un mes y joderle el permiso de Año Nuevo. Finalmente, y como si se tratara de una película de Frank Capra, se impuso el espíritu navideño al militar y al capitán se le pasó el cabreo. De la Cruz respiró tranquilo, y también se dio cuenta de que se puede leer El País y ser un capullo de mucho cuidado.
       Miguel también estuvo entretenido. No pudo irse de escapada, pero el día de Reyes su mujer subió a Segovia para estar con él, desde mediodía hasta retreta. Miguel dejó la ropa militar en una pensión y se vistió de paisano, cosa prohibida pero que mucha gente hacía. Paseando esa tarde por la Calle Real con su mujer, fue a toparse de morros con La Tulipe. Miguel se sacó las manos de los bolsillos de su anorak civil, se irguió ligeramente y al pasar junto al teniente le dijo:
          - A la orden de usted, mi teniente.
         La Tulipe -que iba de paisano, por cierto- no dijo nada. Al día siguiente Miguel estaba de cabo cuartel. Casualmente, La Tulipe estaba de oficial de guardia. Subió a la batería y la revisó minuciosamente. Los lavabos no estaban a su gusto y arrestó a Miguel. Dos días de cabo cuartel, por la cara. El que manda, manda.

viernes, 5 de febrero de 2016

Navidad y otras fechas 6

El primer día del nuevo año pasó con más pena que gloria. Miguel volvió al cuartel el día 1 a retreta. Al menos ya no estaba solo en la oficina, aunque la quemazón de Miguel era considerable. Estaba casado, y cada día en el regimiento le iba desgastando un poco más. Tampoco había disfrutado de un permiso de navidad propiamente dicho, sino de dos rebajes por nochebuena y nochevieja, y poco más.
Un aspecto positivo es que al ser viernes, se produjo el relevo del suboficial de semana. Salió Urco y entró el sargento Eustaquio. Con él las semanas eran tranquilas, ya que él era un hombre tranquilo y razonable. Sólo tenía un defecto, que era militar, pero a veces hasta nos olvidábamos de eso. El día 5 de enero, a media mañana, entró en la oficina donde vegetábamos Miguel y yo.
        - Furrieles, ¿que previsión hay de movimiento de personal en la batería estos días?
La pregunta nos pilló de sorpresa.
       - Pues... a ver, hoy es martes, mañana es día de Reyes y este fin de semana no hay ningún rebaje previsto, mi sargento. Hasta el domingo día 10, que vuelven los que se fueron de permiso por nochevieja, no está previsto que se incorpore nadie. 
       - Vamos a ver -dijo el sargento-, ¿os interesa marchar a casa hasta el domingo?
Esta pregunta aún nos pilló más de sorpresa que la anterior.
      - Por supuesto, mi sargento. Pero la furrielería se quedaría sin nadie. 
      - No os preocupéis, eso es cosa mía. Preparadme todos los estadillos de retreta y de diana hasta el domingo, con las previsiones que tengáis de altas y bajas, que parece que no habrá ninguna. Vosotros os vais y yo me ocuparé de la oficina.
Aquí ya nos quedamos pasmados, al borde de la embolia.
       - Pero... -Miguel no se atrevió a hacer la pregunta clave. “¿Usted sabrá hacerlo, mi sargento?”. Y yo tampoco la hice, por supuesto. El sargento nos leyó el pensamiento 
       - He sido furriel antes que sargento, no os preocupéis por eso. Por lo que sé, los servicios ya los ha puesto el sargento primero, ¿verdad?
       - Sí, como siempre.
       - Pues venga, cuanto antes me preparéis los estadillos, antes os vais.
En la siguiente hora, la oficina registró una actividad frenética. En un tiempo rècord, Miguel y yo le confeccionamos al sargento Eustaquio nueve estadillos de retreta y diana. Cuando ya estábamos a punto de acabar, entró en la oficina el pájaro de mal agüero que nos jodería el día y el plan del sargento. Un cabo de la Plana Mayor de Mando entró con un papel en la mano.
        - ¡Furris, que mañana os toca furriel de día!
Miguel y yo nos quedamos en blanco. Mañana nos tocaba furriel de día. Cada ocho días nos tocaba este servicio, y no habíamos caído en ello cuando el sargento nos propuso que  la oficina corriera de su cuenta. En el Regimiento había ocho baterías. Por riguroso orden, cada día le tocaba a una el servicio de furriel de día. El servicio comportaba una serie de obligaciones: ir a buscar el pan del desayuno al cuartel de Intendencia, antes de diana; volver al mismo sitio a media mañana a por el pan de la comida y la cena; pasar a máquina todos los partes de entrada y salida que hacían los de la SV (Servicio de Vigilancia) en la puerta del cuartel... Y poco más, pero para eso se necesitaba como mínimo un furriel en la oficina. Y eso no podía hacerlo el sargento, que ya era suboficial de semana. Se lo comunicamos.
        - Vaya. Pues es una pena. Uno de vosotros se ha de quedar, pero el otro puede irse, con uno hay más que suficiente, ¿verdad? 
        - Sí, mi sargento
        - Pues os arregláis entre vosotros, a mí me da igual quién se queda y quién se va.

Cuando nos quedamos solos, Miguel fue el primero en hablar.
        - Vete tú -me dijo-. 
        - No -respondí-. Vete tú, yo acabo de volver de permiso. Tú no has tenido un permiso de navidad en condiciones.
        - Es igual, tío. Vete tú. Vives más lejos y con los permisos que llevas estas últimas semanas, hasta Semana Santa como mínimo no vas a pillar ninguno más. Yo tengo más posibilidades de pillar alguno pronto, y me licencio antes que tú. Y a mala leche le pediré permiso al sargento y me iré de escapada a casa el sábado y el domingo. Vete tú, de verdad.
          - Bueno, muchas gracias, Miguel. Eres un tío genial.
          - Déjalo, aquí hemos de ayudarnos, ya nos putean bastante los otros.

Así que acabamos de organizar los estadillos y avancé todo el trabajo que pude para que Miguel no hiciera gran cosa, aparte de aburrirse y quemarse más. Antes de subir a comer, mi compañero revisó el cuadrante de servicios.
          - ¿Hasta cuando te ha dado permiso el sargento?
          - Hasta el domingo, tal como nos ha dicho esta mañana.
          - Pues has de volver el sábado. Urco te ha puesto guardia el domingo
          - ¡Joder!
          - Consuélate, te la ha puesto de Baterías. Podrás dormir todo el día.
Ese fue mi regalo de Reyes por parte de Urco, una guardia de Baterías. Después de comer cogí el petate dispuesto a marcharme. Antes tuve que presentarme al oficial de guardia para que me autorizara a salir del cuartel, ya que aún no era la hora de paseo.
Estaba de guardia el teniente López, de la Cuarta Batería, un tío que solía hablar con el perro del cuerpo de guardia, un sarnoso y mugriento pastor alemán que debía estar allí desde los tiempos del Gran Capitán. El perro era un ser inteligente y jamás respondió al teniente.
         - A la orden, mi teniente. Solicito permiso para salir del Regimiento. 
          - ¿Te vas de permiso? - me preguntó mientras miraba los pases correspondientes-. ¿Hasta el domingo?
          - Hasta el sábado. El domingo entro de guardia
          - Ah, eso ya me gusta más
          - ¿Serás cabrón? - pensé para mis adentros sin decirlo para mis afueras, por supuesto.
          - Pues hala, ya te puedes ir.
          - A la orden, mi teniente.
Y salí zumbando hacia la estación de la RENFE, antes de que alguien se arrepintiera de algo y me afectara directamente.