Pero
los guris teníamos marcada una bonita actividad que iba a llenar
tres semanas de nuestra vida. Por si no habíamos tenido
bastante en El Ferral, íbamos a hacer instrucción durante tres
semanas más, mañana y tarde. Todos los guris -unos doscientos-
estábamos formados a las nueve de la mañana en la plaza del
Lagarto. Como siempre, a mí me pusieron delante. Era una de las
ventajas de ser alto, siempre le veía el careto al teniente. Y él
veía el mío, claro. Y el teniente que teníamos delante, el
que nos iba a dirigir la instrucción, era La Tulipe.
La
Tulipe tenía pinta de ario selecto, aunque usara gafas. Nadie
es perfecto. Era un chico recién salido de la Academia
General Militar de Zaragoza, de los primeros de su promoción,
por lo visto. Cuando apareció por la puerta del Regimiento, una semana
antes de que nosotros llegáramos, se folló a media guardia:
uno por no levantarse a tiempo, otro por no saludar, otro por
faltarle un botón en la camisa... Y no se folló al oficial de guardia
porque se reprimió. Total, un encanto de hombre.
La
Tulipe se encargaba de la sección del Segundo Grupo de Artillería
ATP. No se trataba de la clasificación de tenistas profesionales,
ATP significaba autopropulsada, es decir, que los cañones se movían solos. El Segundo Grupo incluía la
Plana del Segundo y la Cuarta y Quinta Baterías. Si existía un
Segundo Grupo, debía haber un Primer Grupo, lógicamente.
Lo formaban la Plana del Primero y la Primera y Segunda
Baterías. Completaban el Regimiento la Plana Mayor de Mando y la
Batería de Servicios. Además, había dos baterías fantasmas,
la Tercera y la Sexta, que en caso de necesidad se podían crear y
pasarían a engrosar el Primer y Segundo Grupo, respectivamente.
Pero allí había más fantasmas que la Tercera y la Sexta.
Del
Primer Grupo se encargaba El Camulo, un teniente joven que iba
como una moto, el terror de todo, de las guardias, de las
imaginarias... de todo. De la PMM y Servicios no me acuerdo
quien dirigia la instrucción.
Controlando
todo esto, un capitán, el Nazi, como lo llamaban sus propios
compañero oficiales.
Fueron
tres semanas mortales. No parábamos de dar tumbos. El día se
iniciaba con una ironía. Cada mañana, después de diana,
alguien ponía la radio en la batería. Y cada mañana nos
martilleaban los chicos de Mecano con su "Hoy no me puedo
levantar", de moda en aquella época. A nosotros nos pasaba lo
mismo, pero no precisamente por habernos sentado fatal el fin de
semana. Una vez formados, la jornada castrense se iniciaba con
instrucción de orden cerrado. Es decir, desfilar, izquierda,
izquierda, izquierda, derecha, izquierda... Dado que el trabajo
era muy duro, la instrucción era dirigida por dos sargentos y
por el primero Félix, mientras el Nazi y los tenientes se
sacrificaban bebiendo cerveza en la Sala de Oficiales. Después de
eso, nos llevaban a hacer gimnasia al campo de deportes.
Una hora más pegando saltos. La mañana podía acabar con
una hora de teórica impartida por La Tulipe o por más
instrucción de orden cerrado.
La
tarde dependía de cómo había ido la mañana. Pero solíamos
hacer más teórica. La Tulipe nos llevaba a algún bonito rincón
del cuartel y nos instruía en las bellas virtudes de las Reales
Ordenanzas Militares. Nos hacía aprender determinados
artículos, que luego debíamos recitar como loritos
amaestrados. Pero no todos tenían suficiente habilidad para
memorizar los textos. Era el caso del Titulcia. Era un buen
chico, gordo, cuadrado, pero con muy poca sal en la mollera,
con permiso de Cervantes. Total, que siempre que le preguntaba
La Tulipe, y La Tulipe siempre le preguntó cuando descubrió
que el Titulcia era un chivo expiatorio magnífico, nunca
sabía qué responder, con lo que La Tulipe le ordenaba
copiar no sé cuantas veces no sé cuántos bonitos
artículos de las bellas Reales Ordenanzas Militares. El Titulcia se
pasó las tres semanas de la instrucción copiando en la batería
durante las horas de paseo. La Tulipe, con su gran sentido del
humor, llamaba a eso el Curso de Amanuenses. No sólo copió el
Titulcia, había varios amanuenses más en el Segundo
Grupo. Pero una cosa hay que reconocer: por mucho que le hicieran
copiar, el Titulcia jamás, pero es que jamás fue capaz de
decir una respuesta correcta. Él tenía su orgullo, faltaría
más.
De vez en cuando, en plena exposición patriótica y castrense, a La Tulipe le daba una especie de yuyu y nos gritaba:
- ¡¡¡En pie!!!
Entonces todos nos poníamos en pie, mientras pasaba por allí un yayo a marcha lenta, que resultó ser el coronel del Regimiento, poca broma. La Tulipe se le cuadraba y le daba novedades.
- Sin novedad, mi coronel. ¡A la orden de usía!
A lo que el coronel hacía un gesto con la mano como queriendo decir que se la sudaba mucho lo de las novedades y que se iba a casa, que ya había trabajado bastante por aquel día. Recobrada la cordura, La Tulipe nos ordenaba sentarnos y proseguía su amena charla, mientras el Titulcia preguntaba al de al lado:
-¿Y ese tío quién es?
Una
tarde nos metieron en camiones y nos llevaron a Baterías.
Baterías era un gran campo militar situado a las afueras de
Segovia. Allí se hacían prácticas de tiro con Cetme, con
piezas ATP -autopropulsadas, recordemos- o ejercicios tácticos.
Nosotros hicimos esa calurosa tarde de septiembre una bonita tanda
de ejercicios tácticos. Arriba y abajo, nos pasamos dos horas
conquistando colinas a la puta carrera, arriba y abajo, cuerpo
a tierra, al ataque, arriba, abajo, a sus órdenes, vamos,
coño, que parecéis mariconas, ostia, que no estamos aquí
de vacaciones -eso era cierto, lo podía jurar-, que se joda el
enemigo, hoy no me puedo levantar, vamos, que somos los mejores
-no, otra vez no, había vuelto Zopa...-. Como traca final,
simulamos un ataque aéreo. Nos echamos cuerpo a
tierra en unas oquedades del terreno. Se trataba de
aprender a pasar desapercibidos en un ataque aéreo. Con todos los
guris del Segundo Grupo pegados a tierra, La Tulipe, con voz
profunda, iba desgranando un psicodrama en el que nos
hacía imaginarnos el rumor de los motores de los aviones
acercándose cada vez más. Se trataba de que cuando los
aviones estuvieran encima nuestro, nadie debía moverse.
Con el tute que nos habían dado, hubiese tenido mucho mérito
que alguien se hubiera movido, con aviones o sin ellos. Cuerpo
a tierra, oyendo los latidos del corazón a mil por hora,
con la cara completamente congestionada, la ropa
empapada de sudor, el Cetme debajo de mi cuerpo, pensaba yo a
ver si había suerte y me caía encima una bomba y aquello
se acababa. Finalmente acabó la pantomima. Nos mandaron
levantar, formamos y, como pudimos, subimos a los camiones.
Regresamos a la batería, donde no pudimos ni ducharnos.
En una mesa, Montero, un bisabuelo que conducía uno de los
camiones, comentaba con Montoya la caña que nos estaban
dando.
- ¿Pero
a vosotros no os hicieron hacer también toda esta instrucción?
-les pregunté-.
-
Qué va, nada. No hicimos ningún período de instrucción ni nada
-dijo Montoya-. Eso sí, el segundo día de estar aquí yo ya entré
de guardia.
Era
la única ventaja que teníamos, mientras durara el período de
instrucción no haríamos guardias. Pero no sé qué podía ser
peor.
Otro
día, en Baterías, hicimos prácticas de tiro. Diez balas a cada
uno. Ni apunté. Ante la diana, comprobando los resultados, el Nazi
se dirigió a mí:
-
Contigo el enemigo puede estar tranquilo.
-
A sus órdenes.
Fue
el acto castrense del que me siento más orgulloso.
También
hacíamos marchas. Hicimos una diurna y otra nocturna. La
marcha diurna nos llevó hasta San Ildefonso. Fuimos por Baterías,
a campo través. A veces pasábamos al lado del esqueleto de
una vaca que había sido alcanzada de lleno por algún obús de las
piezas ATP -autopropulsadas, como ya sabemos-. Para no
perder las costumbres de la vida civil, me caí andando. Pero
la cosa fue relajada, el Nazi, que encabezaba la marcha, no estaba
para muchos trotes, así que en el fondo la marcha resultó ser un agradable paseo
campestre.
La
marcha nocturna fue más divertida. Salimos a eso de las once.
Atravesamos en columna una ciudad completamente desierta y nos dirigimos hacia el campo. La Tulipe y los sargentos abrían
la marcha del Segundo Grupo. Saliendo de la zona urbana, a un lado del camino, junto a
un descampado, había un R-7 sospechoso. La Tulipe ordenó
parar la columna, se adelantó y con una linterna enfocó el
interior del coche. Rápidamente se cuadró y dió las buenas
noches. Ordenó seguir. Toda la columna, doscientos
putos guris calientes, más quemados que las pistolas del Coyote, pasó al lado del R-7 sospechoso, profiriendo toda
suerte de comentarios procaces.La pareja que estaba dentro aún se debe acordar de las famílias de todos nosotros.
Rodeamos
Segovia por carreteras y caminos en columna de a tres. Caminábamos
por el lado izquierdo de la carretera, y lógicamente
ocupábamos medio carril de los coches. La columna del Primer Grupo encabezaba la marcha, y los tres guías llevaban sobre el pecho tres
grandes placas reflectantes, para ser vistos por los
coches. El efecto que debíamos producir en los automovilistas no
sería muy tranquilizador: a seis meses del 23-F, cruzarse de noche
por la carretera con 200 individuos uniformados y armados...
que iban andando y no muy deprisa, eso sí. En el fondo la marcha nocturna también resultó agradable, un bonito paseo nocturno conversando con el
personal. Regresamos al cuartel a la una y media. Al menos
aquella noche no nos tocó imaginaria. Porque
los primeros servicios que hicimos fueron imaginarias. Desde la
primera noche de estar allí.
A
las once el corneta de guardia tocaba silencio. Según quién
estuviera de guardia, se intuía el toque por la hora más que por
las notas musicales. Todas las luces de todas las baterías se
apagaban y se encendían los pilotos rojos. En la Plana del
Segundo había tres: uno en la sala de la televisión, otro
junto a la furrielería y el tercero en el otro extremo de
la batería, junto al pasillo de los lavabos. Las tres
bombillitas rojas daban a la batería la apariencia de una
discoteca de macarras o de un laboratorio fotográfico, a elegir. La gente pululaba de un lado a otro hasta
pasadas las doce. Los bisabuelos tiraban a los guris picharriba,
los que estaban de guardia de prevención subían a buscar algo para
comer, y nadie hacía caso al pobre imaginaria -Fermín, De la
Cruz, el facha Martínez, Velasco, yo mismo- que pululábamos también
por la batería aferrados a nuestro terrorífico machete.
Rápidamente comprendimos de qué iba la historia, y si a uno
le tocaba la primera imaginaria, lo más cómodo era sentarse en
alguna de las literas a hablar con los colegas. El oficial de
guardia estaba muy cómodo en su despacho viendo la tele y
trasegando Mahou Cinco Estrellas y no se iba a molestar en hacer una
ronda por las baterías para pillar a imaginarias somnolientos.
Excepto si de guardia estaba El Camulo. Entonces, pocas
bromas.
Según
las ordenanzas, a las once todo el mundo debía estar en la
camita y dormidito. Pero esto era pura entelequia, ya hemos comentado
el ambiente verbenero que había en la batería las noches de
septiembre. El problema era que si subía algún mándo y se
encontraba con la verbena montada, el que recibía era el imaginaria,
pues él y sólo él era el máximo responsable del orden público de
la batería durante las horas nocturnas. Tanta resposabilidad
abrumaba. Quedaba el recurso de pedir a los bisabuelos que callaran,
pero hasta en la China saben que a un bisabuelo no lo hace callar un
guri -un puto guri- que esté de imaginaria.