Mañanas
de verano en las montañas de León. Llegábamos al campo de
entrenamiento a las nueve. Estábamos dando tumbos hasta pasada la
una. Casi todo se limitaba a desfilar para ensayar la jura de
bandera. Nos ordenaron por alturas. Los más altos delante, en la
primera fila, así que me tocó estar ahí. Nos llamaban guías. En
la segunda fila, detrás mío, había otros dos catalanes, Chicharro y Pep. Hicimos juntos el viaje en tren desde Barcelona hasta León, y junto con otros siete u ocho paisanos, ocupamos toda una hilera de literas y de números, desde el 109 hasta el 119, que era yo. Normalmente siempre estábamos juntos, excepto en las formaciones, por cuestión de distintas alturas. Había de
todo: tres médicos, varios ingenieros, un maestro
-yo-... Desde el primer momento vimos que allí había que echarle
sentido del humor a la cosa, así que decidimos autonombrarnos polacos para evitar que los otros nos llamaran así.
Justo detrás mío estaba Koldo, un tío de
Vallecas muy legal, que a la que nos oía hablar en catalán, saltaba:
-
Ya está la polaquería liándola. ¿Escolti?
Desfilábamos
por el inmenso campo de entrenamiento. Un tío con un tambor marcaba el ritmo y los nueve guías marcábamos
el paso. Izquierda,
izquierda, izquierda derecha izquierda. El sol caía
implacable y la gorra nos abrasaba la cabeza. Al cabo de diez
minutos de llevarla nos picaban todos los pocos pelos que nos habían dejado tras una rapada monumental en los lavabos de la compañía. Y el polvo. Los
guías no sufríamos ese problema, pero la calderilla -los
últimos de cada fila, los más bajitos- habían de añadir a todos
los males el tragar todo el polvo que habían levantado los de las
filas anteriores. Desfilábamos mal, tardábamos en aprender,
los cabos primeros se enfadaban, gritábannos e insultábannos, en especial el Media Mierda.