lunes, 9 de mayo de 2016

Tirar de cadena 4

La guardia de Baterías era otra cosa. Llamábamos Baterías a varios hangares situados a unos tres ki­lóme­tros del cuartel, en la carretera de Madrid. donde se guardaban las piezas autopropul­sadas del Regi­miento.  En Baterías sólo se hacían dos puestos, el de la puerta de entrada y el de la carretera, opuestos y unidos por la calle interior del recinto. La guardia de Baterías la componían un suboficial -casi siempre un cabo primero-, dos cabos y ocho artilleros. Baterías era una guardia tan llevadera que ni tan siquiera tenía refuerzo nocturno. Digámoslo claro: ir de guar­dia a Baterías era pasar un día de descanso lejos del Re­gi­miento, de los mandos y de sus santas madres. Normalmente la mayoría de los componentes de la guardia eran bisabuelos que gozaban de tal privilegio. Era raro ver guris, a no ser que fueran de la Plana del Segundo, enviados por Urco. 
Dado que sólo debían cubrirse dos puestos con ocho artilleros, se hacían dos horas de puesto y seis de descanso, que la gente acos­tumbraba a pasar durmiendo. La noche también era muy tranquila, los dos cabos se la repartían, uno estaba despierto has­ta las dos y me­dia, y luego el otro controlaba hasta diana. El cabo primero se ence­rraba en su cuarto y solía dar orden de que no se le molestara a no ser que viniera el enemigo.  
El puesto de la puerta era aburrido: estaba encarado ha­cia el campo de Baterías, una gran extensión de terreno a las afueras de Segovia que usaban como campo de tiro tanto la Aca­demia de Artillería como el Regimiento. Por la mañana un cabo siempre debía estar junto a la puerta para abrirla y cerrarla, pues el personal de las piezas maniobraba con ellas y conti­nuamente estaban en­trando y saliendo del recinto. Hacia las dos, cuando se iban, la calma en Baterías era absoluta y así se mantenía hasta la mañana siguiente.
El puesto de la carretera era más entretenido, ya que daba justo a la carretera Madrid-Segovia, con lo que te podías dis­traer mirando pasar los coches, camiones, autocares, etcé­tera. Justo delante, al otro lado de la carretera, se encon­traba la fábrica de los afamados embutidos El Acueducto. Tam­bién había una gasolinera.
Tal vez lo único que molestara de Baterías -nada es per­fecto- eran las ratas. Ratas enormes, que pululaban a sus an­chas por todo el recinto militar, y que se concentraban en los bidones donde se amontonaba la basura de varios meses, con los restos de comidas y cenas de montones de guardias. Hablando de ratas, Bate­rías era uno de los recintos favoritos del coman­dante San Juan para perpetrar sus emboscadas nocturnas a centinelas despreocupados. Tanto era así que cuando el amigo estaba de Jefe de Día, los cabos primeros convocaban a toda la guar­dia en su cuartito y les pedían que estuvieran ojo avizor, que les que­daba poca mili y que a ver qué pasaba.
De todas formas, cuando el susodicho no tenía servicio de  Jefe de Día, más de una vez toda la guardia -toda- se quedó durmiendo en su cuerpo y ningún centinela vigiló que el enemigo no se llevara las bonitas piezas ATP ni las ratas. 
 
Amable lector o lectora que esto lees, piensa y medita un momento lo que voy a decirte. Ahora, en este momento, hay un puto artillero en la garita de la Muerte que está sufriendo por ti y por la patria. Recuérdalo.

martes, 3 de mayo de 2016

Tirar de cadena 3

Mi última guardia como artillero -al día siguiente me nom­braban cabo tomatero- la hice en Polvorines. Polvorines era un bonito descampado situado a unos cuatro quilómetros de Se­govia. Una alambrada rodeaba un amplio terreno donde había varias cons­trucciones sencillas -los polvorines- y el cuerpo de guardia. En Polvorines se hacían cuatro pues­tos: la puerta, el río, el transformador y la garita de la muerte. La guardia se cubría con un suboficial, dieciséis ar­tilleros y dos cabos. De noche llegaba un refuerzo de ocho artilleros y un cabo.
Polvorines no era una guardia complicada. El oficial de guardia siempre era un subo­ficial: un sargento o un sargento primero. Los días solían transcurrir con cierta placidez, hasta que llegaba la noche y el frío. En Segovia son habituales las temperaturas bajo cero en las noches de invierno, y también en algunas de otoño y primavera. Por mucha ropa que te pusieras, el frío se te colaba por todos los resquicios y llegaba hasta la piel, la tras­pasaba y te llegaba al alma. ¡Qué frío! ¡Y por qué motivo más inútil!
Mi último puesto como artillero fue de dos a cuatro de una gélida y helada madrugada de diciembre en la garita del río. Hacía un frío espantoso. Yo iba vestido tal como íbamos todos, con más pisos de ropa que el Corte Inglés: camiseta de felpa, el pijama -en los meses de invierno casi nunca nos quitábamos el pijama, lo llevábamos puesto siempre, incluso en la cama-, la camisa, el jersey, la chupita, el tres cuartos y un inmenso chu­basquero. Las piernas estaban más desprotegidas: el pijama y los pantalones reglamentarios. Y en la cabeza, la gorra y la braga, un pasamontañas que cubría la cara, dejando asomar sólo los ojos.
Y en eso que se puso a nevar. ¡Qué bonito! La garita del río daba a un barranco, en el fondo del cual se supone que pasaba un río, aunque jamás lo vimos. Un par de focos ilumina­ban el polvo­rín que se suponía yo estaba custodiando. Yo lo único que hacía era pasar un frío de cojones. Finalmente llegó el relevo. Cedí el chubasquero al pobre infeliz que se quedó a ocupar mi puesto y seguí al cabo hasta el puesto de guardia.
En el comedor aún quedaba algo del inmenso carajillo que cada noche enviaba la cocina del cuartel a los destacamentos de guardia: una gran olla de café con una botella de coñac de garra­fa disuelto. Era espantoso, pero estaba caliente. Luego, hasta diana, pasábamos al dormitorio a reposar. Había un montón de lite­ras. Nos echábamos en una y nos poníamos una manta en­cima. La tiritera seguía, pues las ventanas no ajustaban bien y muchos cristales estaban rotos, con lo cual entraba un frío considera­ble. Todo el cuerpo de guardia daba asco, de pura dejadez. Había que salir a mear al campo, porque los la­vabos eran inuti­li­zables, estaban destrozados.  Ya sé que no se habían destroza­do solos, pero tampoco hubiese costado mucho dine­ro dejarlos en condi­ciones. De hecho, la guardia de Polvo­rines correspon­día hacer­la a la Academia de Artillería -los polvorines eran su­yos-, pero ésta pagaba al Regimiento para que la hiciera. Pero noso­tros jamás vimos un puto duro.
Volví a Polvorines varias veces más, ya de cabo. La guar­dia era más relajada, por supuesto, incluso de noche. Como éramos tres cabos, a cada uno de nosotros le correspondía un turno de sólo tres horas. Lo jodido era al que le tocaba el turno del medio. En una ocasión, al Tío Tirantes, ya de cabo, le tocó refuerzo en Polvorines. A la hora de sortear los tur­nos, un arti­llero de la Plana del Segundo les dijo a los otros dos cabos, que eran de su reemplazo pero no de su batería:
- Poned en los tres papeles un dos. Y que pringue ese gili­pollas.
Así lo hicieron. Los tres papeles para el sorteo de turno tenían un dos escrito. Sortearon y le preguntaron al Tío Ti­ran­tes: 
- Vaya, me ha tocado el segundo turno. ¡Mala suerte! 
Los otros cabos ni siquiera enseñaron los papeles, se deshicieron de ellos rápidamente.
Esta putada que le gastaron demuestra la mala imagen que tenía el Tiri, ya que en el cuartel sobre todo funcionaba un nacionalismo de batería. Mala cosa cuando los de tu propia batería te daban por culo.
En una guardia de Polvorines me leí enterita la novela  "La tía Tu­la", de don Miguel de Unamuno, sin efectos secundarios aparentes. En la misma guardia, el Titul­cia vio mucho la tele, y además siguió comiendo pipas, pipas, pipas... Aprovechó el día y la noche mucho mejor que yo.
Y por la noche, si eras cabo y te aburrías, pues te ibas a hacer una ronda por las garitas, así hablabas un rato con los centinelas y nos distraíamos mutuamente. A veces salíamos dos cabos a hacer la ronda, sobre todo si éramos de la misma batería o del mismo reemplazo, mientras el otro cabo se quedaba en el puesto de guardia por si el sargento se despertaba y se ponía a llorar. La conversación con los artilleros giraba siempre sobre el mismo tema: el tiempo que nos quedaba de mili. El centi­nela que mejor nos recibía siempre era el que estaba en la garita de la Muerte. Era una garita situada en medio de un peñascal, la más alejada del cuerpo de guardia y de los polvo­rines. Si durante el día uno podía tener dudas sobre la uti­lidad de aquella garita, de noche ya no cabía la menor duda. Había sido puesta allí sólo para putear al personal. Era la más dura de todas, todo el mundo que había estado allí de pues­to una noche de invierno -afortunadamen­te no fue mi caso- ha­blaba de la rasca inmensa que pegaba allí. Aquella puta garita disfrutaba de un microclima ideal para criar pingüinos. Se contaba que Colmenero, uno de mi batería, había sido arrestado porque mandó a tomar por culo al sargento cochinero que le quitó la manta cuando estaba de puesto allí. Desde entonces empecé a mirar a Colmenero con otros ojos: un tío cojonudo.

lunes, 2 de mayo de 2016

Tirar de cadena 2

Como artillero me tocó hacer tres guardias de Prevención. El inicio del día de guardia era siempre el mismo: coger el Cetme en la armería de la batería, atendiendo a los gritos del armero: "¡La guar­dia, jo­der!", a lo que el Fitti, que indefectiblemente entraba de guar­dia, gritaba alborozado "¡La guardia a joder, la guar­dia a jo­der!"
Salíamos de la batería y formábamos en el patio del La­garto, junto con la gente de otras baterías. En formación, y precedidos del corneta que ejecutaba -ésa es la palabra- una bonita marcha militar, íbamos hasta la calle de entrada del cuartel, donde se encontraba la guardia saliente. Formábamos frente a ellos, que estaban la mar de contentos. Los oficiales de guar­dia, entrante y saliente, se saludaban de forma similar a cuando le dan la alternativa a un torero. Finalmente, los sa­lientes se iban y los entrantes tomába­mos posesión del cuerpo de guardia. 
Cada oficial de guardia tenía sus manías. Algunos dirigían un emotivo discurso a los artilleros, haciéndoles notar que durante veinticuatro horas dependía de ellos la seguridad y la vida de todos los miembros del cuartel, lo que hacía que los componentes de la guardia acudieran trémulos de orgullo y henchidos de nerviosismo -o al revés- a la puta guardia. Duque me contó un día que al inicio de una de sus guardias, después de oír el discurso del teniente, un colega de la Cuarta Batería exclamó: "¡Hay que ver, que hombre tan elocuente!”, en un tono que daba a entender que aquel individuo consideraba la palabra elocuente como un insulto.
El cuerpo de guardia lo formaban un vestíbulo, tres cala­bozos y un dormitorio. En el vestíbulo había un banco junto a la puerta, donde se sentaban los artilleros que no estaban de puesto ni dormían en las literas. En los calabozos se consumía el Gallego, un infeliz que al parecer había pegado dos hostias a un teniente. Cuando noso­tros llegamos ya llevaba varios meses encerrado -el Gallego, no el teniente-. Salió un mes antes de nuestra licencia, aun­que el período pasado en el cala­bozo no le contaba a efectos de mili, por lo que aún le quedaban como mínimo diez meses de mili. Eso suponiendo que no volviera a pegarle dos hostias más a algún superior.
El dormitorio era un bonito recinto absolutamente inhós­pito lleno de literas. Cada uno tomaba posesión de una dejando la manta sobre ella.
Cada relevo lo formaban cinco artilleros. Se hacían dos horas de puesto y seis de descanso. La cosa no mataba, esa era la verdad. Lo espantoso era la sensación de pérdida de tiempo que se tenía. Dependiendo de la garita que te tocara, las dos horas de puesto podían ser más o menos llevaderas. La garita más entrete­nida era la de la puerta principal. Daba a la plaza del Alto de los Leones de Castilla, que además era una arteria importante de Segovia, pues enlazaba con la carretera a Madrid y Ávila, así que había mucho tránsito, pasaban auto­buses, gente vestida de normal, etcétera. En el fondo, no era desagra­dable estar dos horas mirando como pasaba la vida civil. Lo único que debíamos vigilar era que no se aproximara el enemigo. Y si te aburrías, siempre podías esperar la entrada o salida triunfales del capitán Franciscano y su 600.  
El puesto del hogar era bastante inútil, pero así estaba establecido. Teóricamente debíamos vigilar una de las paredes del recinto militar que daba a la calle. La pared en sí ya te­nía cinco o seis metros de altura, y sobre ella se levantaba una alambrada de tres metros más. Haría falta ser una especie de Sergei Bubka para saltar aquella pared y penetrar en el cuartel.
El puesto del huerto era también bastante inútil. La garita se situaba sobre una calle lateral, al otro lado de la cual se veía el huerto de un convento de monjas, de ahí el nombre. Una tarde de un sába­do de noviembre, en que me tocó hacer puesto ahí, en dos ho­ras sólo pasó un R-8 de segunda mano. De todas formas, en esa garita el tío Tiran­tes aniquiló un gato enemigo, no lo olvide­mos.
La puerta falsa se encontraba diametralmente opuesta a la puerta principal, en el otro extremo del cuartel. Desde la garita sólo se veía una calle desierta y desangelada. De día era un puesto aburrido, pero de noche era deprimente. Una farola morte­cina proyectaba su luz sobre un impersonal y triste bloque de pisos. Eso era todo lo que había. Un puesto de 4 a 6 de la madrugada se me hizo eter­no. No es de extrañar que determinadas personas que arrastran problemas perso­nales decidan, en según que cir­cunstancias, apoyar el Cetme en la barbilla y apretar el gati­llo.
De todas formas, las guardias eran mucho más amenas cuan­do el jefe de día era el comandante San Juán -compañero de promoción del Rey, no lo olvidemos-. Este señor tenía la cos­tumbre de mero­dear de noche por las cercanías de las garitas para vigilar a los centinelas, ver si estaban dormidos o preguntarles el santo y seña. Si el centinela estaba dormido, folla­da al canto. De rebote tam­bién recibía el oficial de guardia.
Al iniciar la guardia, los oficiales recordaban a la tropa que el jefe de día era el comandante antes mencionado. Contaban los veteranos que una noche llegó haciendo ruidillos bajo la garita de la puerta falsa. El centine­la, que tenía pocas ganas de broma y le quedaba poca mili, no preguntó el san­to y seña, sino que directamente montó el Cetme. Al oír el cerrojo del arma, el comandante se identi­ficó raudo y felicitó al artillero por su vigilancia. Aunque tal vez eso no pasó nunca y no era más que una leyenda urbana, militar por supuesto.