Se
tocaba retreta a las diez y media. Si no había problemas, se
pasaba en cinco minutos. Previamente el cabo cuartel había
formado la batería, había contado al personal y había dado
novedades al suboficial de semana.
Frente
a la batería formada se situaban el suboficial de semana (un cabo
primero, un sargento o un sargento primero), el cabo cuartel y el
furriel. El semana leía la orden del día siguiente, en donde se
especificaba quien sería Jefe de Día, quién Capitán de Cuartel y
a qué batería le correspondía el Furriel de Día y el
Coche de Servicio. A continuación el furriel más antiguo o el
menos borracho leía los servicios del día siguiente.
Era
otro rito militar. El furriel mencionaba el servicio -guardia de
prevención, de polvorines, de baterías, cocina, imaginaria,
refuerzo- y el nombre y primer apellido del agraciado. Éste decía
su segundo apellido y el servicio asignado. Con esta sencilla
liturgia el artillero aceptaba el servicio asignado, aunque a
veces podía haber variaciones.
-
Refuerzo de prevención, Juan Jiménez...
-
León y me tocas un cojón.
-
¡Imaginaria arrestada!
-
Y un cojón, tío, que he salido hoy de guardia y me corresponden
dos días sin entrar.
El protestante era León, el
Fitti, uno de los tiradores preferidos de Urco. El semana era Raúl,
el pobre Raúl, al que los militares hicieron la mayor de las faenas
ascendiéndole a cabo primero. Cada retreta con él era una
aventura. Empezábamos a las diez y media, pero nunca sabíamos
cuándo acabaríamos.
Raúl tenía la
costumbre de balancearse de un lado a otro mientras leía la
orden. Una noche levantó la vista del papel y vio a toda la batería
balanceándose a su mismo ritmo. Nervioso, hizo lo que todo
militar hubiera hecho.
- ¡Firmes! ¡Izquierda! ¡A
cubrirse! ¡Derecha! ¡Descanso!
Y siguió leyendo la orden,
pero violento, muy violento. Además, tenía problemas con los
furrieles. Cada noche, en el estadillo de retreta, siempre nos
dejábamos a alguien. Uno de permiso, un ingresado en el hospital de
Valladolid, un arrestado en prevención... Y en el último
momento había que rehacer el estadillo deprisa y corriendo. Eso sí,
cuando Raúl bajaba, siempre el último, a dar novedades al
oficial de semana, el estadillo de la Plana del Segundo era
el más fresco del Regimiento. Estaba recién hecho.
Agobiado por las
obligaciones del cargo y sus propias limitaciones, su ascenso
había supuesto para él un suplicio añadido a lo que ya era la mili
para cada uno de nosotros. Así que el Fitti se lo dijo un día
claramante:
- Esto no es vida, tío.
Mira, vete al capitán y se lo dices, mire, oiga, que yo no
controlo, que no quiero ser cabo primero, degrádeme, y él te
degrada y ya está.
Pero
Raúl aguantó hasta el final. Mientras duró su mili, su
nombre sufrió una misteriosa transformación, a manos del Fitti.
Empezó siendo Raúl, de Raúl pasó a Rauli, luego a Raulio y
finalmente se convirtió en Braulio. Cuando se licenció, toda
la batería lo llamaba así. Algunos guris ignoraban que el cabo
primero Braulio en realidad se llamaba Raúl.
Cuando
estaba de semana un sargento no se producían salidas
testiculares como la del Fitti. Entonces, gustaran o no gustaran
los servicios, no quedaba otra alternativa que callarse.
Las
retretas con Urco eran rápidas. Era un hombre eficiente que
iba a por trabajo. No leía la orden, la bisbiseaba. Y de vez en
cuando se permitía confraternizar con la tropa, para joderla. Como
cuando se tenía que licenciar el reemplazo 3º del 80 -nuestros
padres, para entendernos-. El 1º del 80 se había licenciado en
febrero del 82. Y una noche del mes de marzo, en que por algún
oscuro motivo se encontraba de buenas, comentó:
-
Este... ¿quieren que les diga la última macutada? Se rumorea
que los del tercero se van a licenciar para la feria.
-
¿En abril? -preguntó Andújar, que era sevillano.
-
No, para la feria de Segovia.
-
¿¿¿En junio??? -bramó Felipe, que era de Rivas-Vaciamadrid.
La
feria de Segovia se celebraba a finales de junio, efectivamente. Y
no, no se licenciaron en junio, pero poco les faltó.
Las
retretas con el sargento Beguín eran aún más rápidas que las de
Urco. Normalmente solía llegar a la batería bastante cocido. Ni
siquiera leía la orden, delegaba en el furriel. Una vez
cumplido el rito, abandonaba la batería con paso trémulo, al
encuentro del oficial de semana, al que daría novedades. Luego se
irían ambos a tomar unas cuantas copas para acabar el día. Ya se
sabe, la dureza de la vida militar es legendaria.
El
mejor de los suboficiales era el sargento Eustaquio. Llegaba,
oía las novedades, leía la orden, se leían los servicios,
preguntaba si alguien tenía algo que preguntar y se iba. Era el
mando más apreciado por la tropa. O mejor, era el único mando
apreciado por la tropa. Sólo tenía un defecto: era militar.
A
medida que pasaba el tiempo y estaba próxima la fecha de
licenciamiento de un reemplazo, la gente se quemaba cada vez más y
las retretas costaban de pasar. El reemplazo que mayor número de
incidentes acumuló hasta su marcha fue justamente el tercero
del 80. El Jula y el Tío Vueltas pasaban la hora de paseo en los
lavabos, dándole a los porros y bebiendo ginebra barata junto a
Millán y alguno más. Más de una vez estuvieron en formación
aguantados por detrás por un compañero. Una noche, el
Jula salió de formación y fue a estrellarse contra los armarios
donde se guardaban los equipos de topografia, tal pedal
llevaba. Otra noche, ya rota la formación, el Tio Vueltas se puso a
gritar como un loco.
-
¡Montón de mierda! ¡Montón de mierda! ¡Montón de mierda!
Así
hasta que se cansó. Otro día, el Tío Vueltas era justamente
el cabo cuartel. A las diez y cuarto la batería estaba hecha un
asco. Y esa semana no estaba de semana un primero sino un sargento.
Si a las diez y media la batería estaba así, le podía caer un buen
puro al Tío Vueltas. Por iniciativa de Miguel, entre cuatro o
cinco cabos organizamos la limpieza de la batería: vaciar
ceniceros y papeleras, barrer... Y buscar al Tío Vueltas,
que se encontraba derrumbado en el lavabo. No sé como lo hizo
Miguel, pero a las diez y media, cuando entró el sargento, el
cabo cuartel titular se encontraba de pie ante la batería
formada.
Otro
zapatiesto se produjo entre el Jula y Cabo. El nombre completo de
Cabo era Manuel Fernández Cabo. El Jula era calvo, bastante calvo.
Era calvorota, vamos. Y nunca había existido excesiva simpatía
mutua entrambos.
En
las retretas, cuando el furriel pronunciaba:
-
Manuel Fernández...
Éste,
en lugar de decir Cabo, decía:
-
Calvorota.
A
lo que el Jula respondía:
-
Tu puta madre.
Ante
lo cual Cabo se revolvía indignado y se lanzaba contra el Jula,
dispuesto a rahal.lo (pronúnciese la h aspirada). Afortunadamente,
varias hileras de artilleros los separaban. Ellos mismos ya se
situaban así, separados, para evitar males mayores. Con el
tiempo, la situación se calmó. Y Cabo buscó nuevos alicientes
para pasar la retreta:
-
Manuel Fernández...
-
Sargento.
-
Manuel Fernández...
-
Brigada.
-
Manuel Fernández...
-
Capitán.
Cada
noche se ascendía un grado. Esta meteórica carrera militar quedó
truncada por la licencia. Lástima.
Pasara
lo que pasara, las retretas terminaban siempre con una frase ritual:
-
Batería, rompan filas.
-
¡UNA MENOS!
Excepto
una noche, en la que un grupo de elegidos, sólo un grupo de
elegidos, ya bastante quemados, gritaban otra cosa:
-
Batería, rompan filas.
-
¡LA ÚLTIMA!