viernes, 29 de abril de 2016

Tirar de cadena 1

En el argot del Regimiento, tirar de cadena significaba ir de guardia. Cuando a uno le caía una guardia, la cagaba. Y cuando se caga, ¿qué se hace? Tirar de la cadena. Tal vez las nuevas generaciones no acaben de entender la metáfora, ahora se pulsa un botón, pero éste es otro tema.
En el Regimiento se cubrían tres tipos de guardia: la de Prevención, la de Polvorines y la de Baterías.
La de Prevención era la guardia del cuartel. Era la más jodida y la que más gente precisaba. Cada día entraban de guardia 20 artilleros y dos cabos. Había cinco puestos que cubrir: puerta principal, hogar, puerta falsa, huerto y otro del que ya no me acuerdo. Por la noche se añadían tres puestos más, lo que hacía necesaria la entrada de 12 artilleros más de refuerzo.
Como artillero, la guardia no tenía especiales dificulta­des. Se trataba de llegar a la garita y disponerte a pasar un par de horas. No se vigilaba la zona a proteger, sino la mar­cha del reloj. Para los cabos, la guardia era mucho más com­plicada. De­bían estar junto a la puerta, vigilar la barrera, avisar al oficial de guardia si entraba o salía el Coronel, el Jefe de Día, el Capitán de Cuartel o la Reina de las Fiestas. Estos cargos cambiaban cada día, así que había que estar al loro de quién entraba y salía. También debían controlar qué mando de graduacióm más alta estaba en el cuartel. Si estaba el Coronel, por ejemplo, y llegaba otro mando inferior, no pasaba nada. Pero si el máximo jefazo que había dentro era un comandante y llegaba un teniente coronel, que mandaba más, había que avisar al oficial de guardia, que salía presto a darle novedades al recién llegado, mientras formaba la guardia, o lo que quedaba de ella. Todo muy bonito e inútil.
Mención aparte merecía intuir y  controlar los movimientos del capitán Franciscano. Era un individuo absolutamente loco, que tenía un seiscientos. Cuando llegaba al cuartel con su vehículo, consideraba una debilidad el hecho de frenar, reducir de marcha, poner el intermitente, girar a la derecha, encarar la entrada del cuartel y esperar a que el centinela levantara la barrera. La única concesión que hacía era tocar la bocina cuando consideraba que estaba a punto de entrar en el campo visual del centinela de la barrera. Así que simplemente bajaba follado la calle del cuartel, giraba y entraba. Si el centinela de la barrera era un veterano, a la que oía el cláxon, la levantaba rápidamente. Puro Paulov. Una fracción de segundo después penetraba en el cuartel un bólido color crema con un servidor de la patria embutido entre el volante y el asiento. Giraba velozmente a la izquierda y penetraba en el patio del Lagarto. A todo esto, toda esta maniobra la ejecutaba sólo con la mano izquierda sobre el volante, la derecha la tenía pegada a la sien haciendo el saludo militar. A la hora de comer se repetía la cosa, pero al revés. El cometa Franciscano salía como una bala del patio del Lagarto mientras la bocina atronaba el aire. Si en la barrera había un puto guri, aún no acostumbrado a las amenidades y delicias de la vida militar, los artilleros que estaban sentados en el banco de entrada al cuerpo de guardia se levantaban y empezaban a gritar enloquecidos: 
- ¡Levanta la barrera! ¡Levántala, coño!
El pobre guri la levantaba a tiempo de que el Franciscano pasara follado, saludando militarmente, por supuesto, y se incorporara al tráfico rodado sin mirar, también por supuesto. 



viernes, 22 de abril de 2016

Epílogo triste del Tío Tirantes

Es lo que tiene Internet, un día que no sabes qué hacer empiezas a teclear en Google nombres de gente a la que hace años, muchos años, que no ves o que no sabes de ellos o ellas. Y eso me pasó a mí con el Tío Tirantes. No pude resistir la tentación, tecleé su nombre y apareció su perfil de Facebook.
Era él, sin duda. Allí estaba su foto, con su careto de tortuga, treinta años más viejo y con el pelo blanco. A pesar de sus estudios, la puta crisis lo había atrapado de lleno. Se definía como empresario autónomo (no daba detalles de su actividad económica, tal vez instalara interfonos), con muchos años de trabajo y estudio (ya ves) y con ganas de trabajar y ser útil. La realidad era otra: tenía pendiente una hipoteca de 300.000 euros -el puto chalet en la urbanización pija-, y en venta un Mercedes 4x4 espectacular. Debía disponer de mucho tiempo libre, ya que su muro estaba repleto de peticiones de firmas para reivindicar las causas más nobles y también las más inútiles: parar los desahucios, evitar el cierre del Monasterio de El Escorial, regular los alimentos con grasas “trans”, pedir aceras anchas para que pudiesen transitar los discapacitados en sus sillas de ruedas, instar al gobierno a subvencionar la vacuna contra el meningococo B, exigir la dimisión del gobierno (después de subvencionar la vacuna, supongo)...
En fin, puta vida.

sábado, 9 de abril de 2016

El Tío Tirantes 8

Una de las imágenes más impresionantes que uno guarda del servicio militar es la del Tío Tirantes practicando Tae­cuondo. Muchos días, a la hora de paseo, se ponía un kimono, cogía los luchakos, o los munchakos, o como coño se llamen los dos palos unidos por una cadena, se plantaba en medio de la sala de la televisión y empezaba dale que dale, a mover los palos y la cadena, dando gritos atroces. Su cara sufría una transforma­ción espectacular. Su semblante de tortuga iba adqui­riendo pro­gresivamente una bonita tonalidad rojiza. Empezaba a sudar copiosamente y cada vez se parecía más al espectro de Bruce Lee. Por fin, cuando el color de su cara se aproximaba peligrosamente al mo­rado inten­so, una especie de reloj interior le avisaba de que convenía terminar la sesión. Entonces el Tío Tirantes se rela­ja­ba, volvía al Planeta Tierra y recuperaba su aguerrido porte militar, barriga incluida. Al principio congregaba a su alre­dedor un nutri­do gru­po de espectadores, esperanzados en que se le escapara al­gún lunchako y se partiera la cara él solito. Hubiera sido entre­tenido para variar, pues siempre se la par­tía Conesa. Pero no, el Tiri dominaba la técnica. Así que pronto dejó de interesar al personal y al poco tiempo nadie le hacía caso. Conociendo sus ante­ce­dentes fami­liares e ideológicos, no se podía descartar la sos­pe­cha de que aquel capullo, en la vida civil, fuera al­gún guerrillero fascis­ta de los que corrían por aquellos años por las universidades. Vete a saber.

Ahora, muchos años después de la licencia, me lo imagino felizmente casado con su novia de toda la vida –una rubia espectacular, ésa es la verdad. Pudimos verla en Navidad, cuando la trajo a la batería a ver el bonito cañón-pesebre de La Tulipe. ¡Qué sádico!-, que le hace el salto con un piloto del SEPLA. Vive en un bonito adosado en una urbanización pija del norte de Madrid, trabaja de ingeniero en Telefónica, tiene un hijo tan gilipollas como él y es feliz dueño de un Rotweiler. Y vota al PP, por supuesto.

viernes, 8 de abril de 2016

El Tío Tirantes 7

Y qué mejor forma de aprovechar estas innatas cualidades artísticas que exhibirlas en el acto de homenaje del día de las Fuerzas Armadas.

A finales de mayo llegó a la furrielería de la Plana del Segundo un oficio desde Secciones ordenando la designación de un cabo gastador para encabezar el desfile que se celebraría en la ciudad el día de las Fuerzas Armadas. El Segundo Grupo había sido elegido para tan alto honor, con la característica previsión militar: el acto se haría el domingo por la mañana y el oficio llegó el viernes a mediodía. Dado que en aquellas fechas yo ya era el furriel bisabuelo de la Plana Mayor del Segundo Grupo, convoqué a los furrieles de la Cuarta y Quinta Baterías a una cumbre en la sala de la televisión, para ver a qué batería le caía la china. Y tocó a la Plana, por supuesto. O sea, a mí. Una vez los furrieles de la Cuarta y la Quinta se marcharon aliviados y riendo por lo bajo, consulté el cuadro de efectivos. Era viernes a las dos de la tarde, la gente de rebaje ya se había marchado y quedábamos los cuatro gatos que gozaríamos del fin de semana en el cuartel. Los mandos también habían desaparecido, por supuesto, hasta el lunes por la mañana.

Consulté el cuadrante de servicios, cumplimentado por Urco antes de marcharse. En todas las baterías los servicios de la tropa los ponía el furriel más antiguo, menos en la nuestra. En la Plana del Segundo los servicios los ponía Urco, el sargento primero Urco, con dos cojones, porque no se fiaba de los furrieles y porque le daba la puta gana. Para los furrieles tal actitud tenía aspectos positivos, nos evitaba discusiones con los cabos y artilleros. Si alguien se quejaba de un servicio, la respuesta era simple: “Quéjate al sargento primero, que es quien te lo ha puesto.” En contrapartida, los furrieles podíamos acabar haciendo cualquier servicio, como las guardias de Prevención, las más jodidas. Jamás un furriel del resto de baterías hizo una guardia de Prevención, excepto nosotros.

Un rápido vistazo al cuadrante me confirmó mis temores: los únicos cabos disponibles en la batería para el domingo éramos el Tío Tirantes y yo. El Tiri de cabo cuartel y yo de furriel. En el oficio se especificaba que el cabo gastador debía tener una cierta presencia física y una cierta altura. Yo era más alto que el Tiri. Yo era algo más delgado que el Tiri. Pero yo no iba a hacer de cabo gastador ni loco. En su día, yo juré fidelidad a la patria y dar por ella hasta la última gota de mi sangre si fuere menester, eso vale, de acuerdo, con matices, ja en parlarem, pero yo no juré hacer de majorette.

Así que puse en práctica todo lo que había aprendido de los militares en aquellos fecundos meses. Cogí la goma de borrar e hice dos pequeños cambios que Urco jamás advertiría y el Tiri tampoco. El cabo cuartel que yo tenía el sábado lo pasé al domingo. Y el cabo cuartel del Tiri del domingo lo pasé al sábado. De esta forma, aquel hombre quedaba libre el domingo para ir a desfilar y homenajear a las Fuerzas Armadas que tanto admiraba su madre, la poetisa castrense.

Una vez hecho esto, quedaba comunicarle la noticia al agraciado. No lo vio muy claro, incluso me propuso hacer un cambio en los servicios y que fuera yo el gastador (es decir, volver a la situación original prevista por Urco), a cambio de su gratitud eterna, pero no le sirvió de nada al pobre hombre. Yo el domingo tenía cabo cuartel. Y además, mi argumento de que la furrielería jamás podía quedar desatendida, ni en fin de semana, pareció convencerlo.

Llegó el domingo. Puntualmente, a las once de la mañana, vestido con sus mejores galas de romano y cubierta la cabeza con su boina verde OTAN, el Tío Tirantes bajó al patio del lagarto y se presentó ante Pink Floid. Pink Floid era el jefe de la banda de música del Regimiento. En realidad se llamaba Dionisio y era brigada. Ya hablaremos de él en su momento. Cuando el hombre vio al Tiri parece ser que dijo algo así como que si no había un cabo más alto y más delgado para hacer de gastador, coño! En previsión de que el Tiri se fuera de la lengua y dijera que en la Plana del Segundo había un cabo alto y apuesto haciendo de cabo cuartel y que el brigada se mosqueara y subiera a comprobarlo, me encerré en la furrielería con un montón de carpetas y papeles sobre la mesa y varios folios en la máquina de escribir, para que aquel genio de la música no dudara de mi leal sacrificio por la patria tramitando expedientes hasta en domingo.

Pero no pasó nada de todo eso. Al cabo de un rato oí los espantosos y estridentes acordes de la banda de música que se iban alejando con un cierto ritmo marcial. Con cautela, abrí la puerta, salí de la oficina y me fui hacia los lavabos, alejado de las ventanas para que nadie detectara desde el puto patio del Lagarto la presencia de un cabo alto y apuesto escaqueado en la batería. Desde la ventana de los lavabos, que daba a la puerta principal del cuartel, pude ver que la banda ya enfilaba la avenida en dirección al Parque de Automovilismo, lugar donde se hacía el acto del dia de las Fuerzas Armadas. Encabezándola, allí iba el Tío Tirantes, moviendo arrítmicamente una vara de majorette y marcando el paso digamos que marcialmente. La imagen era bastante lamentable, y el sonido también. Mucho porte distinguido no tenía, pero lo importante era que él estaba allí y no yo.

Afortunadamente regresó contento. Había marchado encabezando la comitiva, le habían aplaudido, el jefazo del Parque de Automovilismo había hecho un discurso muy bonito parecido a los poemas de su madre y había ligado con un grupo de nenas de octavo de básica. ¿Qué más se puede pedir?