En
el argot del Regimiento, tirar de cadena significaba ir de guardia.
Cuando a uno le caía una guardia, la cagaba. Y cuando se caga, ¿qué se
hace? Tirar de la cadena. Tal vez las nuevas generaciones no acaben de entender la metáfora, ahora se pulsa un botón, pero éste es otro tema.
En el Regimiento se cubrían tres
tipos de guardia: la de Prevención, la de Polvorines y la
de Baterías.
La
de Prevención era la guardia del cuartel. Era la más jodida y la
que más gente precisaba. Cada día entraban de guardia 20 artilleros
y dos cabos. Había cinco puestos que cubrir: puerta principal,
hogar, puerta falsa, huerto y otro del que ya no me acuerdo. Por la
noche se añadían tres puestos más, lo que hacía necesaria la
entrada de 12 artilleros más de refuerzo.
Como artillero, la guardia no tenía especiales dificultades. Se trataba de llegar a la garita y disponerte a pasar un par de horas. No se vigilaba la zona a proteger, sino la marcha del reloj. Para los cabos, la guardia era mucho más complicada. Debían estar junto a la puerta, vigilar la barrera, avisar al oficial de guardia si entraba o salía el Coronel, el Jefe de Día, el Capitán de Cuartel o la Reina de las Fiestas. Estos cargos cambiaban cada día, así que había que estar al loro de quién entraba y salía. También debían controlar qué mando de graduacióm más alta estaba en el cuartel. Si estaba el Coronel, por ejemplo, y llegaba otro mando inferior, no pasaba nada. Pero si el máximo jefazo que había dentro era un comandante y llegaba un teniente coronel, que mandaba más, había que avisar al oficial de guardia, que salía presto a darle novedades al recién llegado, mientras formaba la guardia, o lo que quedaba de ella. Todo muy bonito e inútil.
Como artillero, la guardia no tenía especiales dificultades. Se trataba de llegar a la garita y disponerte a pasar un par de horas. No se vigilaba la zona a proteger, sino la marcha del reloj. Para los cabos, la guardia era mucho más complicada. Debían estar junto a la puerta, vigilar la barrera, avisar al oficial de guardia si entraba o salía el Coronel, el Jefe de Día, el Capitán de Cuartel o la Reina de las Fiestas. Estos cargos cambiaban cada día, así que había que estar al loro de quién entraba y salía. También debían controlar qué mando de graduacióm más alta estaba en el cuartel. Si estaba el Coronel, por ejemplo, y llegaba otro mando inferior, no pasaba nada. Pero si el máximo jefazo que había dentro era un comandante y llegaba un teniente coronel, que mandaba más, había que avisar al oficial de guardia, que salía presto a darle novedades al recién llegado, mientras formaba la guardia, o lo que quedaba de ella. Todo muy bonito e inútil.
Mención aparte merecía intuir y controlar los movimientos del capitán Franciscano. Era un individuo absolutamente loco, que tenía un seiscientos. Cuando llegaba al cuartel con su vehículo, consideraba una debilidad el hecho de frenar, reducir de marcha, poner el intermitente, girar a la derecha, encarar la entrada del cuartel y esperar a que el centinela levantara la barrera. La única concesión que hacía era tocar la bocina cuando consideraba que estaba a punto de entrar en el campo visual del centinela de la barrera. Así que simplemente bajaba follado la calle del cuartel, giraba y entraba. Si el centinela de la barrera era un veterano, a la que oía el cláxon, la levantaba rápidamente. Puro Paulov. Una fracción de segundo después penetraba en el cuartel un bólido color crema con un servidor de la patria embutido entre el volante y el asiento. Giraba velozmente a la izquierda y penetraba en el patio del Lagarto. A todo esto, toda esta maniobra la ejecutaba sólo con la mano izquierda sobre el volante, la derecha la tenía pegada a la sien haciendo el saludo militar. A la hora de comer se repetía la cosa, pero al revés. El cometa Franciscano salía como una bala del patio del Lagarto mientras la bocina atronaba el aire. Si en la barrera había un puto guri, aún no acostumbrado a las amenidades y delicias de la vida militar, los artilleros que estaban sentados en el banco de entrada al cuerpo de guardia se levantaban y empezaban a gritar enloquecidos:
- ¡Levanta la barrera! ¡Levántala, coño!
El pobre guri la levantaba a tiempo de que el Franciscano pasara follado, saludando militarmente, por supuesto, y se incorporara al tráfico rodado sin mirar, también por supuesto.