lunes, 3 de abril de 2017

El Careta

El día que llegamos al Regimiento, a finales de agosto, me llamó la atención un artillero con un marcado acento andaluz. Sentado en una de las banquetas de la batería a la hora de la siesta, departía amablemente con dos o tres guris, informándoles de aspectos varios de la vida del cuartel. Sólo vestía unos pequeños calzoncillos. El resto era todo músculo. Aquel hombre no tenía un solo gramo de grasa en su cuerpo.

El Careta, tal era el sobrenombre de nuestro hombre, pertenecía al reemplazo 80-3º, el reemplazo anterior al mío. Por tanto, era padre nuestro. El apodo de Careta se lo puso uno de sus compañeros de reemplazo, la Rata de Cloaca. Tal vez fuera uno de los sobrenombres más afortunados que vi en la mili, ya que cuando le veías la cara enseguida te venía a la memoria aquel chiste del tío que se fue a comprar una careta de carnaval y le dieron la goma.

En la vida civil, el Careta se ganaba la vida trabajando con una máquina retroexcavadora, la Retro para los amigos. Abría zanjas, hacía excavaciones, cosas así. De noche soñaba con la Retro, porque en medio del silencio de la batería, ya entrada la madrugada, los imaginarias se sobresaltaban cuando oían una potente voz andaluza susurrar “la joía máquina que no arranca, cohone...”. Enseguida se oía la voz del corneta Conesa, que dormía en la litera superior: “Que te calles, coño, joder con la puta máquina”.

Cuando llegamos al cuartel, el Careta era todavía artillero. Al poco de marchar el reemplazo 79-7º, nuestros bisabuelos, ascendió a cabo. Era un líder nato. Transmitía una confianza que no sabía comunicar ninguno de los oficiales de la batería. Jamás le vi enfadado ni de mala leche, en un lugar donde era fácil caer en estos estados de ánimo. Cuando daba una orden, solía empezar siempre con la frase “Oye, me hase el favó de...” y siempre conseguía lo que quería.

Tres meses después ascendió a cabo primero, junto con Manrique. La diferencia entre ambos era evidente. Manrique era el preferido de Gilito. Era buen chico, amable, simpático, guapetón, pero muy inseguro. Nunca se sintió a gusto con el galón amarillo en el hombro. En cambio, el Careta estaba la mar de contento y tranquilo en su nuevo cometido. Cuando no estaba de servicio, o aunque estuviera, solía pasar las horas hablando con el sargento Beguín en el repuesto de automóviles, una dependencia de la batería donde se guardaban piezas de recambio de los Land Rover y los Jeeps asignados. Algunos contaban que se tuteaba con el sargento, y que incluso una vez se le escapó una frase explosiva:

- A vé zi le hablas al Urco de lo de mi rebahe. Uy, perdón, al sargento primero...

Parece que al Beguín no le importó mucho la frase del Careta. Se llevaba mejor con él que con su inmediato superior.

En todo caso, el Careta tenía mucho más aguante que el Beguin ante el alcohol. Durante gran parte del tiempo que estuvimos en el Regimiento, la Plana del Segundo era la batería que se encargaba de llevar el Hogar del Soldado. Los cabos primeros tenían barra libre, y el Careta se encargó de apurar al máximo tal privilegio. En una tarde de primavera en que estaba de suboficial de semana, se tomó él solito veinticuatro cubatas. Veinticuatro. 24. Aquel día además era un día raro, un lunes de Pascua que en principio había de ser un día hábil pero luego se declaró festivo. Por tanto, había muy poca gente en el cuartel, y aparte de las guardias, no había servicios. No había nada que hacer. El Careta pasó la tarde en el Hogar, haciendo compañía a los camareros, todos de nuestra batería, mirando la película “Curriro de la Cruz” que hacían por la tele y trasegando cubatas.

Cuando subió a pasar retreta, a las diez y media, caminaba con cierto cansancio, pero su trayectoria era rectilínea. Se colocó entre el cabo cuartel y el furriel -un servidor-, frente a la tropa, para cumplir la liturgia de cada noche. Si yo hubiese bebido 24 cubatas en una tarde, estaría ingresado en la UCI aquejado de coma etílico. Pero allí estaba el Careta, resoplando y bufando, con la cara congestionada, pero de pie frente a la tropa que tanto le apreciaba. El cabo cuartel le dio novedades y yo le pasé la orden del día y la hoja con los servicios del día siguiente, para que los leyera.

Lo intentó, pero no lo consiguió. Dio el orden del día por sabido y me pasó la hoja de servicios:

- Hazme el favó, hombre, lee tu lo zervizio, que yo hoy no estoy mu fino.

- A la orden.

Y allí estuve yo leyendo los servicios como si fuera el suboficial de semana. Al día siguiente, cuando ya se le había pasado la trompa, iba explicando a todo el que le comentaba su hazaña:

- Tu zabe la película Currito de la Crú que hisieron ayé por la tele? Pué cuando aún no era famozo yo ya llevaba ocho cubata...

Hacia el final de la mili del reemplazo del Careta, llegó una orden del coronel en el que se ordenaba que la tropa debía tratar a los cabos primeros de usted, ya que se había observado excesivas complicidades entre artilleros y primeros. Algunos de ellos, cuando les tocaba hacer de suboficiales de semana, les costaba imponerse a la tropa. La reacción de la Rata de Cloaca cuando llegó la orden mencionada fue explosiva:

- ¿Que yo al Careta le he de llamar de usted? ¿Al Careta? ¿De usted?

Si algún cabo primero no necesitaba para nada esa orden, era el Careta.




sábado, 1 de abril de 2017

El Hogar del Soldado

     El Hogar del Soldado era el bar de la tropa, que lo denominaba El Hogar, a secas. Era un amplio local, muy desangelado, mal iluminado a pesar de sus amplias ventanas protegidas por mallas metálicas, gélido en invierno, con una larga barra y una amplia zona llena de mesas cuadradas, no muy grandes, rodeadas de incómodas sillas de plástico barato. Las mesas iban y venían, se juntaban y se separaban. Y las sillas, igual. Detrás de la barra había una cocina bien equipada, con asador de pollos incluido, y un par de puertas que daban acceso a los almacenes.

     A lo largo del día, el Hogar tenía dos grandes momentos. El primero se producía entre las diez y media y las once y media, la hora de almorzar, la hora del patio, para entendernos. A las diez y media se abrían las puertas del local y una inmensa masa famélica de guris, padres, abuelos y bisabuelos invadía la barra y posteriormente las mesas. En la barra, cuatro o cinco camareros intentaba atender a los hambrientos artilleros, cabos y cabos primeros, sin distinción de antigüedad. Allí se atendía al primero que se colaba, así de claro. En los últimos meses de mili, la Plana del Segundo asumió la gestión del servicio, con el sargento Eustaquio como jefe del equipo. El manchego Tamargo, Mariano, el Padre Damián, Garzón y algún artillero más de la batería pasaron a ser camareros y quedaron rebajados de servicios. A cambio, se ocupaban de limpiar el Hogar, reponer el género, descargar camiones, preparar bocadillos, atender la barra, cobrar y devolver cambios... Y de tanto en tanto, nuestro amigo Urco les obsequiaba con algún refuerzo o alguna imaginaria. El hecho de que Mariano, de mi reemplazo y vecino de taquilla, estuviera de camarero me proporcionaba ciertos privilegios. Cuando me veía tras la barra, en tercera fila, me preguntaba a gritos qué quería, yo le respondía gritando y al instante me lo daba. Si alguno de la primera fila se quejaba de que había llegado primero, Mariano le obsequiaba con uno de sus convincentes argumentos castrenses:

         - Vete a tomar por culo, gilipollas...

      Cuando el personal ya tenía el bocadillo en la mano se sentaba en una de las mesas del Hogar o bien volvía a la batería a comérselo allí. A las once y media se acababa el patio, la tropa desalojaba el local y el Hogar se cerraba. 

       El Hogar abría de nuevo a las seis, inicio de la hora de paseo, hasta las diez y media, hora de retreta. Las tardes eran más tranquilas, ya que mucha gente salía al mundo exterior y la clientela potencial disminuía considerablemente. Por la tarde no había aglomeraciones, muchas mesas permanecían vacías y en las ocupadas se sentaban sólo dos o tres personas. Bastantes mesas estaban ocupadas por un sólo artillero o cabo, normalmente bisabuelos, gente con mucha mili encima, que ya habían agotado el dinero y el entusiasmo, y que pasaban la tarde con un calimocho o un botellín de Mahou. De vez en cuando se producía un fenómeno remarcable, comparable a ciertos fenómenos naturales. Igual que en Yellowstone o en Islandia los géiseres estallan de repente soltando su vigoroso chorro de agua hirviendo hacia el cielo, como el ciprés de Silos, rompiendo el silencio, alguno de los abatidos y aburridos bisabuelos del Hogar se activaba de repente, se levantaba de la mesa y lanzaba un grito de guerra con un vigor insospechado en aquel cuerpo que tres segundos antes era una ruina humana:

     - ¡¡¡BISABUELERÍA!!!

     Al instante, y movidos por un invisible resorte emocional, seis o siete individuos se levantaban al unísono y respondían:

     - ¡¡¡BIEN!!!

     - ¡¡¡BISABUELERÍA!!!

     - ¡¡¡BIEN!!!

     - ¡¡¡BISABUELERÍA!!!

     - ¡¡¡BIEN, COÑO, BIEN!!! ¡¡¡HA SALIDO BIEN!!!

Una vez cumplido el rito, los bisabuelos se sentaban de nuevo, satisfechos de su espíritu de grupo. A veces algún abuelo se unía a la liturgia, para ir ensayando de cara al futuro. Desactivado el géiser emocional, podían darse dos alternativas: que se volvieran a amodorrar cada uno en su mesa y entrasen en un nuevo período de letargo, hasta nueva activación, o bien que se juntaran en varias mesas y empezaran a contarse batallitas, remontándose a la época del Ferral, opción esta que amenazaba el bienestar colectivo del Hogar, por la cantidad de decibelios inútiles desperdiciados en emitir gritos, risotadas y otros signos indicadores de cierta actividad cerebral periférica.

     En los últimos meses de mili, algunos días unos cuantos de la batería encargábamos a Tamargo, que era el jefe de los camareros, pollos a l'ast para la comida. Él mismo o alguno de sus compañeros los asaba en el asador industrial instalado en la cocina del Hogar. Se estaba tranquilo en la penumbra de aquella sala inmensa, sólo cinco o seis colegas, cada uno devorando medio pollo. 

     Un día encargué a Tamargo un par de pollos para comer, porque nos habíamos juntado cuatro clientes. El manchego me dijo que no podría ser, que la carnicería estaba cerrada y no podrían traer los pollos.

     - Pero si la pollería de enfrente está abierta -le comenté.

     - Sí, pero todo lo compramos en la carnicería de Vicente. No podemos comprar en otro sitio. Y hoy está cerrada. Si queréis los pollos para mañana no hay problema, pero hoy no puede ser.

      La carnicería de Vicente no era de Vicente, Vicente era el dependiente. La carnicería era propiedad de la mujer del teniente Ciruelo, que proveía de carnes, embutidos y pollos a las cocinas del Regimiento y del Hogar. Que la carnicería de la esposa del teniente suministrara en exclusiva al Regimiento sólo era una casualidad, por supuesto. Pero aquel día nos quedamos sin pollos.  

viernes, 10 de marzo de 2017

Retretas

Se tocaba retreta a las diez y media. Si no había proble­mas, se pasaba en cinco minutos. Pre­viamente el cabo cuartel había formado la batería, había con­tado al personal y había dado nove­dades al suboficial de sema­na.
Frente a la batería formada se situaban el suboficial de semana (un cabo primero, un sargento o un sargento primero), el cabo cuartel y el furriel. El semana leía la orden del día siguiente, en donde se especificaba quien sería Jefe de Día, quién Capitán de Cuartel y a qué batería le co­rrespondía el Fu­rriel de Día y el Coche de Servicio. A conti­nuación el furriel más antiguo o el menos borracho leía los servicios del día si­guiente.
Era otro rito militar. El furriel mencionaba el servi­cio -guardia de prevención, de polvorines, de baterías, coci­na, imagi­naria, refuerzo- y el nombre y primer apellido del agraciado. Éste decía su segundo apellido y el servicio asig­nado. Con esta sencilla liturgia el artillero aceptaba el ser­vicio asignado, aunque a veces podía haber variaciones.
- Refuerzo de prevención, Juan Jiménez...
- León y me tocas un cojón.
- ¡Imaginaria arrestada!
- Y un cojón, tío, que he salido hoy de guardia y me co­rres­ponden dos días sin entrar.
El protestante era León, el Fitti, uno de los tiradores preferidos de Urco. El semana era Raúl, el pobre Raúl, al que los militares hicieron la mayor de las faenas ascendiéndole a cabo primero. Cada retreta con él era una aventura. Empezábamos a las diez y media, pero nunca sabíamos cuándo acabaríamos.
Raúl te­nía la costumbre de balancearse de un lado a otro mien­tras leía la orden. Una noche levantó la vista del papel y vio a toda la batería balanceándose a su mismo ritmo. Nervio­so, hizo lo que todo militar hubiera hecho.
- ¡Firmes! ¡Izquierda! ¡A cubrirse! ¡Derecha! ¡Descanso!
Y siguió leyendo la orden, pero violento, muy violento. Además, tenía problemas con los furrieles. Cada noche, en el estadillo de retreta, siempre nos dejábamos a alguien. Uno de permiso, un ingresado en el hospital de Valladolid, un arres­tado en prevención... Y en el último momento había que rehacer el estadillo deprisa y corriendo. Eso sí, cuando Raúl bajaba, siem­pre el último, a dar novedades al oficial de semana, el esta­di­llo de la Plana del Segundo era el más fresco del Re­gi­miento. Estaba recién hecho.
Agobiado por las obligaciones del cargo y sus propias limi­taciones, su ascenso había supuesto para él un suplicio añadido a lo que ya era la mili para cada uno de nosotros. Así que el Fitti se lo dijo un día claramante:
- Esto no es vida, tío. Mira, vete al capitán y se lo di­ces, mire, oiga, que yo no controlo, que no quiero ser cabo pri­mero, degrádeme, y él te degrada y ya está.
Pero Raúl aguantó hasta el final. Mientras duró su mi­li, su nombre sufrió una misteriosa transformación, a manos del Fitti. Empezó siendo Raúl, de Raúl pasó a Rauli, luego a Raulio y fi­nalmente se convirtió en Braulio. Cuando se licenció, toda la batería lo llamaba así. Algunos guris ignoraban que el cabo pri­mero Braulio en realidad se llamaba Raúl.
Cuando estaba de semana un sargento no se producían sali­das testiculares como la del Fitti. Entonces, gustaran o no gus­taran los servicios, no quedaba otra alterna­tiva que callarse.
Las retretas con Urco eran rápidas. Era un hombre efi­ciente que iba a por trabajo. No leía la orden, la bisbiseaba. Y de vez en cuando se permitía confraternizar con la tropa, para joderla. Como cuando se tenía que licenciar el reemplazo 3º del 80 -nues­tros padres, para entendernos-. El 1º del 80 se había licenciado en febrero del 82. Y una noche del mes de marzo, en que por al­gún oscuro motivo se encontraba de buenas, comentó:
- Este... ¿quieren que les diga la última macutada? Se ru­morea que los del tercero se van a licenciar para la feria.
- ¿En abril? -preguntó Andújar, que era sevillano.
- No, para la feria de Segovia.
- ¿¿¿En junio??? -bramó Felipe, que era de Rivas-Vacia­ma­drid.
La feria de Segovia se celebraba a finales de junio, efectivamente. Y no, no se licenciaron en junio, pero poco les faltó.
Las retretas con el sargento Beguín eran aún más rápidas que las de Urco. Normalmente solía llegar a la batería bastante cocido. Ni siquiera leía la or­den, delegaba en el furriel. Una vez cumplido el rito, abando­naba la batería con paso trémulo, al encuentro del oficial de semana, al que daría novedades. Luego se irían ambos a tomar unas cuantas copas para acabar el día. Ya se sabe, la dureza de la vida militar es legendaria.
El mejor de los suboficiales era el sargento Eustaquio. Lle­gaba, oía las novedades, leía la orden, se leían los servi­cios, preguntaba si alguien tenía algo que preguntar y se iba. Era el mando más apreciado por la tropa. O mejor, era el único mando apreciado por la tropa. Sólo tenía un defecto: era mili­tar.
A medida que pasaba el tiempo y estaba próxima la fecha de licenciamiento de un reemplazo, la gente se quemaba cada vez más y las retretas costaban de pasar. El reemplazo que mayor número de incidentes acumuló hasta su marcha fue justa­mente el tercero del 80. El Jula y el Tío Vueltas pasaban la hora de paseo en los lavabos, dándole a los porros y bebiendo ginebra barata junto a Millán y alguno más. Más de una vez estuvieron en formación aguan­tados por detrás por un compañe­ro. Una noche, el Jula salió de formación y fue a estrellarse contra los armarios donde se guardaban los equipos de topogra­fia, tal pedal llevaba. Otra noche, ya rota la formación, el Tio Vueltas se puso a gritar como un loco.
- ¡Montón de mierda! ¡Montón de mierda! ¡Montón de mier­da!
Así hasta que se cansó. Otro día, el Tío Vueltas era jus­tamente el cabo cuartel. A las diez y cuarto la batería estaba hecha un asco. Y esa semana no estaba de semana un primero sino un sargento. Si a las diez y media la batería estaba así, le podía caer un buen puro al Tío Vueltas. Por iniciativa de Mi­guel, entre cuatro o cinco cabos organi­zamos la limpieza de la batería: vaciar ceniceros y papele­ras, barrer... Y buscar al Tío Vuel­tas, que se encontraba de­rrumbado en el lavabo. No sé como lo hizo Miguel, pero a las diez y media, cuando entró el sargen­to, el cabo cuartel titular se encontraba de pie ante la ba­tería formada.
Otro zapatiesto se produjo entre el Jula y Cabo. El nombre completo de Cabo era Manuel Fernández Cabo. El Jula era calvo, bastante calvo. Era calvorota, vamos. Y nunca había existido excesiva simpatía mutua entrambos.
En las retretas, cuando el furriel pronunciaba:
- Manuel Fernández...
Éste, en lugar de decir Cabo, decía:
- Calvorota.
A lo que el Jula respondía:
- Tu puta madre.
Ante lo cual Cabo se revolvía indignado y se lanzaba con­tra el Jula, dispuesto a rahal.lo (pronúnciese la h aspirada). Afor­tunadamente, varias hi­leras de artilleros los separaban. Ellos mismos ya se situaban así, separados, para evi­tar males mayores. Con el tiempo, la situación se calmó. Y Cabo buscó nuevos ali­cientes para pasar la retreta:
- Manuel Fernández...
- Sargento.
- Manuel Fernández...
- Brigada.
- Manuel Fernández...
- Capitán.
Cada noche se ascendía un grado. Esta meteórica carrera militar quedó truncada por la licencia. Lástima.
Pasara lo que pasara, las retretas terminaban siempre con una frase ritual:
- Batería, rompan filas.
- ¡UNA MENOS!
Excepto una noche, en la que un grupo de elegidos, sólo un grupo de elegidos, ya bastante quemados, gritaban otra co­sa:
- Batería, rompan filas.

- ¡LA ÚLTIMA!

jueves, 5 de enero de 2017

Malvinas

A principios de mayo se empezó a rumorear que una parte del Regimiento marcharía a hacer guardia a distintos lugares estratégicos como repetidores de radio y televisión, para garantizar el éxito de las retransmisiones de los partidos de fútbol del Mundial 82, que se había de celebrar en España y que empezaría en junio.
El rumor se convirtió en realidad a mediados de mes. Un lunes por la mañana el sargento Eustaquio ordenó a unos cuantos artilleros y a tres cabos de la batería -Fermín, De la Cruz y yo- formar y subir al campo de deportes.
La cosa parecía importante, ya que había gente de todas las baterías. La movida la dirigía el capitán de la Cuarta Batería, que hablaba con varios subo­ficia­les. Por fin, el sargento Eustaquio vino hacia donde formábamos los de la Plana del Segundo. Se dirigió a De la Cruz y a mí y nos ordenó que seleccionáramos a ocho arti­lleros de nuestra batería. De forma absolutamen­te sectaria, los cabos escogimos ocho amiguetes, o cuando menos ocho personas normales, no conflictivas y con sentido del humor. Una vez selecciona­dos, el sargento Eladio habló con nosotros.
- Mirad, me imagino que habíais oído rumores de que nos tocaría hacer guardia en algunos destacamentos fuera del Re­gi­miento. Bueno, pues nos ha tocado. Nos vamos a un repetidor de televisión que hay en las afueras de Palencia. Dos cabos, ocho artilleros y yo, que estaré al mando. No sabemos aún cuando mar­charemos, pero será durante esta semana. Cuando hagáis el petate, poned la muda de recambio y la ropa de gim­nasia, y le pedís al armero un par de balones, ya que tendre­mos tiempo de jugar al fútbol. ¿Alguna pregunta? Pues hala, ya podéis volver a la bate­ría.
Aquello representaba una buena perspectiva. Ale­jarse del cuartel (de Urco, de Gilito, de La Tulipe...) durante un tiempo -tal vez uno o dos meses, pues el Mundial había de finalizar en julio-, a hacer guardias en medio del campo y sólo con el sargento Eustaquio como mando, con De la Cruz de compañero y con la gente más legal de la bate­ría, venía a ser una especie de vacaciones. La posibilidad de un atentado terrorista contra un puto repetidor de Palencia parecía bajísima. Todos los del des­tacamento estábamos la mar de contentos de marchar a Las Mal­vinas, así llamamos a la misión, pues en la misma época se desarrollaba la guerra anglo-argentina en las islas del Atlántico Sur antes mencionadas. 
A Fermín le había tocado ir a otro destacamento con otro cabo de otra batería y artilleros tutti frutti, los que no habían sido seleccionados en una primera ronda por los cabos de sus respectivas baterías.  
Después de comer nos ordenaron a todos los cabos selec­cio­nados para los destacamentos bajar a la plaza del Lagarto. Una vez allí, el sargento Eustaquio nos dijo que era posible que no fuéramos. Al cabo de un rato llegó el capitán de la Cuarta Bate­ría, que nos comunicó la suspensión de los destacamentos. Terminó su parlamento con una bonita reflexión.
- A pesar de que la misión ha sido anulada, hemos demos­trado que estamos preparados para organizarnos rápidamente y salir a la calle en cualquier momento. Rompan filas. Ar.
A poco más de un año del 23-F, hay cosas que no se pue­den decir en público. Porque ya sabíamos cómo pensaba ese señor en privado. Ar.
Lagarto, lagarto.


martes, 18 de octubre de 2016

Paseo 3

No siempre era fácil salir de paseo. El primer sábado que pasamos en el Regimiento, un grupo de guris de la Plana del Segundo quisimos salir más tarde de las seis. Nadie nos había advertido de la odisea que podía representar tal empresa. Vestidos de romano, avanzamos decididos hacia la puerta de salida, hasta que el cabo de guardia, con suficiencia y veteranía, nos barró el paso.
    - Guris, para salir tenéis que pedir permiso al oficial de guardia.
Aquel sábado el oficial de guardia era un brigada del Primer Grupo, que no teníamos aún el gusto de conocer, pero que con el tiempo comprobaríamos que siempre estaba de mala leche y aquella tarde no fue una excepción. Uno a uno, los cuatro o cinco guris fuimos llamando a la puerta del despacho del oficial, pidiendo permiso para salir y recibiendo la misma respuesta, clara y marcial:
- ¡A la mierda!
- A sus órdenes, mi brigada. ¿Ordena alguna cosa más?
- ¡A la mierda, coño!
El que llamó a la puerta no se quitó la boina, el que se quitó la boina entró al despacho sin llamar, el que llamó y se quitó la boina no saludó correctamente, el que lo hizo todo bien hasta ese momento luego se hizo la picha un lío y le pidió veinte duros al brigada para tomar una cerveza... Todos los putos guris hicimos mal alguna cosa dentro de la consabida liturgia militar de solicitar permiso a un superior para hacer algo, en este caso salir de paseo. Así que nos tocó volver a la batería, cambiarnos de nuevo y renunciar a nuestro paseo sabatino. Al día siguiente, domingo, ya nos sabíamos la lección: salir a las seis con todo el personal, pero no pudimos ponerla en práctica porque nos tocaba servicio.
Otras veces los paseos podían llevar una propina aparejada. En el Regimiento se organizaban algunas salidas culturales encuadradas dentro del programa RES (Recreo Educativo del Soldado). Un oficial se hacía cargo de un grupo de soldados y cabos y se los llevaba de paseo a hacer una salida cultural por la ciudad. Una tarde de invierno, De la Cruz y yo fuimos de los afortunados que nos tocó realizar una visita a la catedral de Segovia, guiados por un teniente de la Quinta Batería, bastante amable en el trato diario con nosotros. Estuvimos dando vueltas por el interior de las naves, construidas en gótico tardío, en el siglo XV, o en el XVI. El hombre no tenía mucha idea, pero como era segoviano nos contó unas cuantas anécdotas de cuando era pequeño, en un siglo indeterminado, y así pasamos la tarde. Acabamos la visita y la disertación a las cinco y media.
- Bueno, la visita ya está hecha. Espero que os haya gustado. A ver, son las cinco y media, no hace falta que volvamos al Regimiento, así que os quedáis por aquí y ya podéis comenzar el paseo. Vigilad que no os pillen los de la PM, que hasta las seis no tenéis autorización para estar fuera del cuartel. Hasta luego. 
- ¡A la orden, mi teniente!
De la Cruz y yo entramos en una cafetería de la Calle Real, grande y acogedora, donde nunca habíamos estado. Estábamos en 1982, pero allí se podía haber rodado una película ambientada en los años 60 y no habría hecho falta gastar ni un duro en ambientación. Era parte del encanto del lugar. Nunca más volvimos.
A veces los paseos no eran tan plácidos. Nuestros bisabuelos nos contaron que la tarde del golpe del 23-F (ellos lo vivieron allí, eran guris), un poco más tarde de las seis se prohibió el paseo de la tropa. Los de la PM fueron enviados rápidamente a las calles a buscar a los soldados y cabos que habían salido a la hora reglamentaria, con órdenes tajantes de regresar al Regimiento, si era necesario encañonados por los subfusiles que habían dado a los calimeros. Todo para proteger el sistema democrático, por supuesto.


viernes, 14 de octubre de 2016

Paseo 2

Volviendo a nuestros paseos, en la cafetería pedíamos un botellín -de cerveza- y pasá­bamos la tarde. A veces hablábamos y reíamos. A veces leíamos el diario. Muchas veces De la Cruz escribía sus guiones y sus re­latos, un tanto extraños. Otros días íbamos a la biblioteca pública a leer diarios y revistas. 
En otoño De la Cruz descubrió los bajos de un café que ha­bía en la Plaza de Franco -aún se llamaba así-. Era un local tranquilo y acogedor. El pro­blema es que iba mucha gente, incluso capitanes del Regimien­to.
Más tarde descubrimos el Poetas. Estaba en una pequeña calle que unía la Plaza de Franco con el Alcázar. Era un pub que tam­bién disponía de sótano, que casi siempre estaba vacío a las horas que íbamos. Supongo que por las noches debía ir alguien más, si no no sé de qué vivía aquella gente. En el Poetas -deco­rado con fotos y poemas de Machado, Lorca, Alber­ti- sobre todo hablábamos y reíamos. Reíamos mucho. De la Cruz tenía una agudeza excepcional. Todo lo pillaba, lo transforma­ba y le daba la vuel­ta. A mitad del invierno se nos incorpora­ron Duque y Tomás, del reemplazo posterior al nuestro.
Duque era hijo de un comandante, pero no había nadie más descreído hacia el estamento militar que él. Era sevilla­no. Y era el contrapunto perfecto de De la Cruz. Tomás era de un pueblo de Albacete. Hizo carrera, llegó a cabo primero. Cuando estaba de permiso era la máxima autoridad militar de su pue­blo. El cabo de la Guardia Civil se cuadraba ante él y le daba novedades.
Durante la primavera dejamos de frecuentar el Poe­tas y descubrimos el jardín del hotel Los Linajes. Estaba en una zona apartada de Segovia, y tenía un bonito jardín con cafetería in­corporada. Muchas tardes de mayo y junio nos íba­mos allí, pedía­mos un chocolate con churros y seguíamos rien­do. Dado que aquí tomábamos chocolate, venía hasta Velasco.
Luego, a eso de las nueve, íbamos hacia la zona de tascas que rodeaba la Plaza del Ese y cenábamos a base de bocadillos o de tapas. Quedaba la vuelta al cuartel, que inten­tábamos fuera lo más lenta posible, para llegar justo cinco minutos antes del toque de retreta, a las diez y media. A ve­ces yo debía volver más deprisa, pues estaba por hacer el es­tadillo de retreta. Un día De la Cruz me aconsejó que diera un golpe de estadillo y tomara el poder.
Pero no todo el mundo se dedicaba a ir soltando carcaja­das por los pubs y hoteles de Segovia. La mayoría de la gente tenía ropa de paisano en varias pensiones, se cambiaban allí y se iban a discotecas, Ladreda la más prestigiosa. En aquella época estaba prohibido ir de paisano por la calle, pero cualquier soldado era fácilmente identificable por el corte de pelo.
Uno de los que tenían ropa en una pensión era Tomás. Allí se cambiaba y se iba a Ladreda a ligar. A veces tenía algún disgusto, como la noche en que le robaron los zapatos reglamentarios y tuvo que regresar al cuartel con sus mocasines civiles. De noche todos los gatos son pardos, así que nadie se aper­cibió del cambiazo, pero Tomás estuvo varios días sin poder sa­lir, hasta que consiguió -no sé cómo- un nuevo par de zapatos reglamentarios. Otro día llevó a la pensión a Fermín. El navarro era buena persona, pero si no se le conocía generaba un cierto respeto por su aspecto. Así le pareció a la patrona, impresio­nada por la mirada penetran­te del cabo Fermín y el humo de su ciga­rrillo. La mujer rogó a Tomás que no volviera a llevar a su ami­go a la pensión. 
Para velar por el orden castrense, los Calimeros deambu­laban toda la tarde por la calle Real, arriba y abajo. Los Ca­limeros eran los de la PM -Policía Militar- y se les llamaba así por el casco blanco que llevaban, que les asemejaba al perso­naje de los dibujos animados. Pero a diferencia del po­llito, los Calimeros no lloraban sino que tenían muy mala le­che.
Tenían su cuartel en un pabellón del Regi­miento, por lo que nos los encontrábamos continuamente, inclu­so comíamos en el mismo comedor, aunque en mesas separadas, ya que la relación no era muy fluida. Cuesta hacerte amigo de un tío que cuando te vea por la calle hará todo lo posi­ble por meterte un parte. A De la Cruz le hicieron uno por llevar desabrochado el botón del bolsillo posterior del pantalón. Cuando el parte llegó a la furrielería, Urco lo llamó a gri­tos:
- ¿Se puede saber que hacía usted medio desnudo en Ciudad Real?
- ¿Donde?
- En Ciudad Real.
- Pero si yo en mi vida he estado en Ciudad Real.
- Pues aquí en el parte lo pone. Mire -lo releyó-. Ah, no, en la Calle Real. ¿Qué pasó?
- Que llevaba un botón desabrochado.
- Pues que no se repita. Este... retírese.
- A la orden.
Los partes de la PM se le pasaban al capitán, que normal­mente solía romperlos.



jueves, 13 de octubre de 2016

Paseo 1

A las seis se tocaba paseo. Quien quisiera salir debía ves­tirse de bonito (también se decía "de romano") y formar en la batería. Allí pasaba revista el suboficial de semana. Si se superaba esta revista, se baja­ba al patio de lagarto y se volvía a formar. Y pasaba revista el ofi­cial de semana. En formación se nos llevaba hasta la puerta del Regimiento. Y, a veces, el oficial de guardia vol­vía a pasar revis­ta de nuevo.
Una vez superadas todas las revistas, nos dejaban salir del cuartel. Pero todo el mundo debía salir a la misma hora. Si al­guien quería salir a las siete, o a las ocho, debía pe­dir permiso al oficial de guardia. Dependiendo del humor de éste se salía o no. Pero conociendo el especial sentido del humor de los mandos, poca gente se arriesgaba a salir más tarde de la hora oficial de inicio del paseo.
A no ser que tuviera servicio, De la Cruz siempre salía. Siem­pre. No se quedaba en el cuartel ni loco. Yo, por mi cargo -furriel- no siempre podía salir. Siempre debía quedarse un fu­rriel en la oficina, por si llamaban los de la ONU, imagino. Así que entre los furrieles nos lo combinábamos. Por supuesto, las sali­das funcionaban igual que todo lo de allí dentro: se que­daba el más nuevo, y los otros tenían prioridad para salir. Pero nunca hubo problemas. Beasaín, Miguel, Gasset, Dodotis, Lager, yo... siempre nos lo combinábamos. E incluso había días en que los tres furrieles nos quedábamos en la batería.
Hay que decir que Segovia es una ciudad bonita. Esa es la palabra, bonita. Para pasar un fin de semana sobre todo. Pero para estar un año, tal vez sea algo pequeña. Los dos primeros días que salimos ya conocíamos toda la ciudad. Y bueno, no era apasionante, así que debíamos buscar algún aliciente. A veces íbamos al cine. Había uno, viejo, desvencijado, a mitad de la calle Real. Una vez entramos a ver una película sobre el sui­cidio colectivo de la Guayana -era la única película que ha­cían en quince leguas a la redonda, justifico-. Debíamos ser unos diez o doce, y todos nos dormimos, ya que entre imagina­rias y guardias todos llevábamos sueño atrasado.
De la Cruz empezó a controlar lugares donde estar tranqui­los. Empezamos a ir a una cafetería que estaba también en la calle Real, frente al Cine Cutre. El local tenía en la parte trasera un bonito mirador desde donde se veía la parte de la ciudad que quedaba por debajo de la cafetería. Al fondo se divisaba la Mujer Muerta. La Mujer Muerta eran dos o tres mon­tañas de la sierra de Guadarrama que vistas desde Segovia se­mejaban el perfil de eso, de una mujer muerta. O tumbada, que no sé ver la diferencia entre muerta o tumbada, sobre todo hablando de montañas. El caso es que yo jamás vi ninguna mujer muerta. Yo veía tres montañas seguidas, con su silueta recor­tándose en el cielo, pero no veía ninguna señora difunta, cosa que me hacía aparecer un tanto extraño de­lante de los otros. Incluso El Titulcia veía a la muerta.
- ¿Pero es que no la ves? ¿Estás tonto, coño?
Tal comentario, venido del Titulcia, hizo mucho daño a mi espíritu observador. El militar ya había muerto hacía tiempo. Como la mujer.
Y no es que el Titulcia saliera mucho. De hecho, salió un par de días y decidió que aquello ya estaba visto y que no valía la pena dilapidar su valioso tiempo en el mundo exterior. Se compró un cubo de Rubik y pasaba las horas muertas dale que dale dándole vueltas a todas las caras, que cada vez eran más multicolores. Con el tiempo creó escuela y enganchó al Abejorro, otro tirador nato, que también le cogió gusto al cubo.