El Hogar del Soldado era
el bar de la tropa, que lo denominaba El Hogar, a secas. Era un
amplio local, muy desangelado, mal iluminado a pesar de sus amplias
ventanas protegidas por mallas metálicas, gélido
en invierno, con una larga barra y una amplia zona llena de mesas
cuadradas, no muy grandes, rodeadas de incómodas sillas de plástico
barato. Las mesas iban y venían, se juntaban y se separaban.
Y las sillas, igual. Detrás de la
barra había una cocina bien equipada, con asador de pollos incluido,
y un par de puertas que daban acceso a los almacenes.
A lo largo del día, el
Hogar tenía dos grandes momentos. El primero se producía entre las
diez y media y las once y media, la hora de almorzar, la hora del
patio, para entendernos. A las diez y media se abrían las puertas
del local y una inmensa masa famélica de guris, padres, abuelos y
bisabuelos invadía la barra y posteriormente las mesas. En la barra,
cuatro o cinco camareros intentaba atender a los hambrientos
artilleros, cabos y cabos primeros, sin distinción de antigüedad.
Allí se atendía al primero que se colaba, así de claro. En los
últimos meses de mili, la Plana del Segundo asumió la gestión del
servicio, con el sargento Eustaquio como jefe del equipo. El manchego Tamargo,
Mariano, el Padre Damián, Garzón y algún artillero más de la
batería pasaron a ser camareros y quedaron rebajados de servicios. A
cambio, se ocupaban de limpiar el Hogar, reponer el género,
descargar camiones, preparar bocadillos, atender la barra, cobrar y
devolver cambios... Y de tanto en tanto, nuestro amigo Urco les
obsequiaba con algún refuerzo o alguna imaginaria. El hecho de que
Mariano, de mi reemplazo y vecino de taquilla, estuviera de camarero
me proporcionaba ciertos privilegios. Cuando me veía tras la barra,
en tercera fila, me preguntaba a gritos qué quería, yo le respondía gritando y al
instante me lo daba. Si alguno de la primera fila se quejaba de que
había llegado primero, Mariano le obsequiaba con uno de sus
convincentes argumentos castrenses:
- Vete a tomar por culo,
gilipollas...
Cuando el
personal ya tenía el bocadillo en la mano se sentaba en una de
las mesas del Hogar o bien volvía a la batería a comérselo
allí. A las once y media se acababa el patio, la tropa
desalojaba el local y el Hogar se cerraba.
El Hogar
abría de nuevo a las seis, inicio de la hora de paseo, hasta
las diez y media, hora de retreta. Las tardes eran más
tranquilas, ya que mucha gente salía al mundo exterior y la
clientela potencial disminuía considerablemente. Por la tarde
no había aglomeraciones, muchas mesas permanecían vacías y en
las ocupadas se sentaban sólo dos o tres personas. Bastantes
mesas estaban ocupadas por un sólo artillero o cabo,
normalmente bisabuelos, gente con mucha mili encima, que ya
habían agotado el dinero y el entusiasmo, y que pasaban la
tarde con un calimocho o un botellín de Mahou. De vez en cuando
se producía un fenómeno remarcable, comparable a ciertos
fenómenos naturales. Igual que en Yellowstone o en Islandia los
géiseres estallan de repente soltando su vigoroso chorro de
agua hirviendo hacia el cielo, como el ciprés de Silos,
rompiendo el silencio, alguno de los abatidos y aburridos
bisabuelos del Hogar se activaba de repente, se levantaba de la
mesa y lanzaba un grito de guerra con un vigor insospechado en
aquel cuerpo que tres segundos antes era una ruina humana:
-
¡¡¡BISABUELERÍA!!!
Al instante, y
movidos por un invisible resorte emocional, seis o siete
individuos se levantaban al unísono y respondían:
- ¡¡¡BIEN!!!
-
¡¡¡BISABUELERÍA!!!
- ¡¡¡BIEN!!!
-
¡¡¡BISABUELERÍA!!!
- ¡¡¡BIEN,
COÑO, BIEN!!! ¡¡¡HA SALIDO BIEN!!!
Una vez
cumplido el rito, los bisabuelos se sentaban de nuevo,
satisfechos de su espíritu de grupo. A veces algún abuelo se
unía a la liturgia, para ir ensayando de cara al futuro.
Desactivado el géiser emocional, podían darse dos
alternativas: que se volvieran a amodorrar cada uno en su mesa y
entrasen en un nuevo período de letargo, hasta nueva
activación, o bien que se juntaran en varias mesas y empezaran
a contarse batallitas, remontándose a la época del Ferral,
opción esta que amenazaba el bienestar colectivo del Hogar, por
la cantidad de decibelios inútiles desperdiciados en emitir
gritos, risotadas y otros signos indicadores de cierta actividad
cerebral periférica.
En los
últimos meses de mili, algunos días unos cuantos de la
batería encargábamos a Tamargo, que era el jefe de los
camareros, pollos a l'ast para la comida. Él mismo o alguno
de sus compañeros los asaba en el asador industrial instalado
en la cocina del Hogar. Se estaba tranquilo en la penumbra de
aquella sala inmensa, sólo cinco o seis colegas, cada uno
devorando medio pollo.
Un
día encargué a Tamargo un par de pollos para comer,
porque nos habíamos juntado cuatro clientes. El manchego me dijo
que no podría ser, que la carnicería estaba cerrada y no
podrían traer los pollos.
-
Pero si la pollería de enfrente está abierta -le comenté.
- Sí,
pero todo lo compramos en la carnicería de Vicente. No
podemos comprar en otro sitio. Y hoy está cerrada. Si
queréis los pollos para mañana no hay problema, pero hoy
no puede ser.
La
carnicería de Vicente no era de Vicente, Vicente era el
dependiente. La carnicería era propiedad de la mujer del
teniente Ciruelo, que proveía de carnes, embutidos y
pollos a las cocinas del Regimiento y del Hogar. Que la carnicería de la esposa del teniente
suministrara en exclusiva al Regimiento sólo era una
casualidad, por supuesto. Pero aquel día nos quedamos sin pollos.
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