sábado, 1 de abril de 2017

El Hogar del Soldado

     El Hogar del Soldado era el bar de la tropa, que lo denominaba El Hogar, a secas. Era un amplio local, muy desangelado, mal iluminado a pesar de sus amplias ventanas protegidas por mallas metálicas, gélido en invierno, con una larga barra y una amplia zona llena de mesas cuadradas, no muy grandes, rodeadas de incómodas sillas de plástico barato. Las mesas iban y venían, se juntaban y se separaban. Y las sillas, igual. Detrás de la barra había una cocina bien equipada, con asador de pollos incluido, y un par de puertas que daban acceso a los almacenes.

     A lo largo del día, el Hogar tenía dos grandes momentos. El primero se producía entre las diez y media y las once y media, la hora de almorzar, la hora del patio, para entendernos. A las diez y media se abrían las puertas del local y una inmensa masa famélica de guris, padres, abuelos y bisabuelos invadía la barra y posteriormente las mesas. En la barra, cuatro o cinco camareros intentaba atender a los hambrientos artilleros, cabos y cabos primeros, sin distinción de antigüedad. Allí se atendía al primero que se colaba, así de claro. En los últimos meses de mili, la Plana del Segundo asumió la gestión del servicio, con el sargento Eustaquio como jefe del equipo. El manchego Tamargo, Mariano, el Padre Damián, Garzón y algún artillero más de la batería pasaron a ser camareros y quedaron rebajados de servicios. A cambio, se ocupaban de limpiar el Hogar, reponer el género, descargar camiones, preparar bocadillos, atender la barra, cobrar y devolver cambios... Y de tanto en tanto, nuestro amigo Urco les obsequiaba con algún refuerzo o alguna imaginaria. El hecho de que Mariano, de mi reemplazo y vecino de taquilla, estuviera de camarero me proporcionaba ciertos privilegios. Cuando me veía tras la barra, en tercera fila, me preguntaba a gritos qué quería, yo le respondía gritando y al instante me lo daba. Si alguno de la primera fila se quejaba de que había llegado primero, Mariano le obsequiaba con uno de sus convincentes argumentos castrenses:

         - Vete a tomar por culo, gilipollas...

      Cuando el personal ya tenía el bocadillo en la mano se sentaba en una de las mesas del Hogar o bien volvía a la batería a comérselo allí. A las once y media se acababa el patio, la tropa desalojaba el local y el Hogar se cerraba. 

       El Hogar abría de nuevo a las seis, inicio de la hora de paseo, hasta las diez y media, hora de retreta. Las tardes eran más tranquilas, ya que mucha gente salía al mundo exterior y la clientela potencial disminuía considerablemente. Por la tarde no había aglomeraciones, muchas mesas permanecían vacías y en las ocupadas se sentaban sólo dos o tres personas. Bastantes mesas estaban ocupadas por un sólo artillero o cabo, normalmente bisabuelos, gente con mucha mili encima, que ya habían agotado el dinero y el entusiasmo, y que pasaban la tarde con un calimocho o un botellín de Mahou. De vez en cuando se producía un fenómeno remarcable, comparable a ciertos fenómenos naturales. Igual que en Yellowstone o en Islandia los géiseres estallan de repente soltando su vigoroso chorro de agua hirviendo hacia el cielo, como el ciprés de Silos, rompiendo el silencio, alguno de los abatidos y aburridos bisabuelos del Hogar se activaba de repente, se levantaba de la mesa y lanzaba un grito de guerra con un vigor insospechado en aquel cuerpo que tres segundos antes era una ruina humana:

     - ¡¡¡BISABUELERÍA!!!

     Al instante, y movidos por un invisible resorte emocional, seis o siete individuos se levantaban al unísono y respondían:

     - ¡¡¡BIEN!!!

     - ¡¡¡BISABUELERÍA!!!

     - ¡¡¡BIEN!!!

     - ¡¡¡BISABUELERÍA!!!

     - ¡¡¡BIEN, COÑO, BIEN!!! ¡¡¡HA SALIDO BIEN!!!

Una vez cumplido el rito, los bisabuelos se sentaban de nuevo, satisfechos de su espíritu de grupo. A veces algún abuelo se unía a la liturgia, para ir ensayando de cara al futuro. Desactivado el géiser emocional, podían darse dos alternativas: que se volvieran a amodorrar cada uno en su mesa y entrasen en un nuevo período de letargo, hasta nueva activación, o bien que se juntaran en varias mesas y empezaran a contarse batallitas, remontándose a la época del Ferral, opción esta que amenazaba el bienestar colectivo del Hogar, por la cantidad de decibelios inútiles desperdiciados en emitir gritos, risotadas y otros signos indicadores de cierta actividad cerebral periférica.

     En los últimos meses de mili, algunos días unos cuantos de la batería encargábamos a Tamargo, que era el jefe de los camareros, pollos a l'ast para la comida. Él mismo o alguno de sus compañeros los asaba en el asador industrial instalado en la cocina del Hogar. Se estaba tranquilo en la penumbra de aquella sala inmensa, sólo cinco o seis colegas, cada uno devorando medio pollo. 

     Un día encargué a Tamargo un par de pollos para comer, porque nos habíamos juntado cuatro clientes. El manchego me dijo que no podría ser, que la carnicería estaba cerrada y no podrían traer los pollos.

     - Pero si la pollería de enfrente está abierta -le comenté.

     - Sí, pero todo lo compramos en la carnicería de Vicente. No podemos comprar en otro sitio. Y hoy está cerrada. Si queréis los pollos para mañana no hay problema, pero hoy no puede ser.

      La carnicería de Vicente no era de Vicente, Vicente era el dependiente. La carnicería era propiedad de la mujer del teniente Ciruelo, que proveía de carnes, embutidos y pollos a las cocinas del Regimiento y del Hogar. Que la carnicería de la esposa del teniente suministrara en exclusiva al Regimiento sólo era una casualidad, por supuesto. Pero aquel día nos quedamos sin pollos.  

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