martes, 18 de octubre de 2016

Paseo 3

No siempre era fácil salir de paseo. El primer sábado que pasamos en el Regimiento, un grupo de guris de la Plana del Segundo quisimos salir más tarde de las seis. Nadie nos había advertido de la odisea que podía representar tal empresa. Vestidos de romano, avanzamos decididos hacia la puerta de salida, hasta que el cabo de guardia, con suficiencia y veteranía, nos barró el paso.
    - Guris, para salir tenéis que pedir permiso al oficial de guardia.
Aquel sábado el oficial de guardia era un brigada del Primer Grupo, que no teníamos aún el gusto de conocer, pero que con el tiempo comprobaríamos que siempre estaba de mala leche y aquella tarde no fue una excepción. Uno a uno, los cuatro o cinco guris fuimos llamando a la puerta del despacho del oficial, pidiendo permiso para salir y recibiendo la misma respuesta, clara y marcial:
- ¡A la mierda!
- A sus órdenes, mi brigada. ¿Ordena alguna cosa más?
- ¡A la mierda, coño!
El que llamó a la puerta no se quitó la boina, el que se quitó la boina entró al despacho sin llamar, el que llamó y se quitó la boina no saludó correctamente, el que lo hizo todo bien hasta ese momento luego se hizo la picha un lío y le pidió veinte duros al brigada para tomar una cerveza... Todos los putos guris hicimos mal alguna cosa dentro de la consabida liturgia militar de solicitar permiso a un superior para hacer algo, en este caso salir de paseo. Así que nos tocó volver a la batería, cambiarnos de nuevo y renunciar a nuestro paseo sabatino. Al día siguiente, domingo, ya nos sabíamos la lección: salir a las seis con todo el personal, pero no pudimos ponerla en práctica porque nos tocaba servicio.
Otras veces los paseos podían llevar una propina aparejada. En el Regimiento se organizaban algunas salidas culturales encuadradas dentro del programa RES (Recreo Educativo del Soldado). Un oficial se hacía cargo de un grupo de soldados y cabos y se los llevaba de paseo a hacer una salida cultural por la ciudad. Una tarde de invierno, De la Cruz y yo fuimos de los afortunados que nos tocó realizar una visita a la catedral de Segovia, guiados por un teniente de la Quinta Batería, bastante amable en el trato diario con nosotros. Estuvimos dando vueltas por el interior de las naves, construidas en gótico tardío, en el siglo XV, o en el XVI. El hombre no tenía mucha idea, pero como era segoviano nos contó unas cuantas anécdotas de cuando era pequeño, en un siglo indeterminado, y así pasamos la tarde. Acabamos la visita y la disertación a las cinco y media.
- Bueno, la visita ya está hecha. Espero que os haya gustado. A ver, son las cinco y media, no hace falta que volvamos al Regimiento, así que os quedáis por aquí y ya podéis comenzar el paseo. Vigilad que no os pillen los de la PM, que hasta las seis no tenéis autorización para estar fuera del cuartel. Hasta luego. 
- ¡A la orden, mi teniente!
De la Cruz y yo entramos en una cafetería de la Calle Real, grande y acogedora, donde nunca habíamos estado. Estábamos en 1982, pero allí se podía haber rodado una película ambientada en los años 60 y no habría hecho falta gastar ni un duro en ambientación. Era parte del encanto del lugar. Nunca más volvimos.
A veces los paseos no eran tan plácidos. Nuestros bisabuelos nos contaron que la tarde del golpe del 23-F (ellos lo vivieron allí, eran guris), un poco más tarde de las seis se prohibió el paseo de la tropa. Los de la PM fueron enviados rápidamente a las calles a buscar a los soldados y cabos que habían salido a la hora reglamentaria, con órdenes tajantes de regresar al Regimiento, si era necesario encañonados por los subfusiles que habían dado a los calimeros. Todo para proteger el sistema democrático, por supuesto.


viernes, 14 de octubre de 2016

Paseo 2

Volviendo a nuestros paseos, en la cafetería pedíamos un botellín -de cerveza- y pasá­bamos la tarde. A veces hablábamos y reíamos. A veces leíamos el diario. Muchas veces De la Cruz escribía sus guiones y sus re­latos, un tanto extraños. Otros días íbamos a la biblioteca pública a leer diarios y revistas. 
En otoño De la Cruz descubrió los bajos de un café que ha­bía en la Plaza de Franco -aún se llamaba así-. Era un local tranquilo y acogedor. El pro­blema es que iba mucha gente, incluso capitanes del Regimien­to.
Más tarde descubrimos el Poetas. Estaba en una pequeña calle que unía la Plaza de Franco con el Alcázar. Era un pub que tam­bién disponía de sótano, que casi siempre estaba vacío a las horas que íbamos. Supongo que por las noches debía ir alguien más, si no no sé de qué vivía aquella gente. En el Poetas -deco­rado con fotos y poemas de Machado, Lorca, Alber­ti- sobre todo hablábamos y reíamos. Reíamos mucho. De la Cruz tenía una agudeza excepcional. Todo lo pillaba, lo transforma­ba y le daba la vuel­ta. A mitad del invierno se nos incorpora­ron Duque y Tomás, del reemplazo posterior al nuestro.
Duque era hijo de un comandante, pero no había nadie más descreído hacia el estamento militar que él. Era sevilla­no. Y era el contrapunto perfecto de De la Cruz. Tomás era de un pueblo de Albacete. Hizo carrera, llegó a cabo primero. Cuando estaba de permiso era la máxima autoridad militar de su pue­blo. El cabo de la Guardia Civil se cuadraba ante él y le daba novedades.
Durante la primavera dejamos de frecuentar el Poe­tas y descubrimos el jardín del hotel Los Linajes. Estaba en una zona apartada de Segovia, y tenía un bonito jardín con cafetería in­corporada. Muchas tardes de mayo y junio nos íba­mos allí, pedía­mos un chocolate con churros y seguíamos rien­do. Dado que aquí tomábamos chocolate, venía hasta Velasco.
Luego, a eso de las nueve, íbamos hacia la zona de tascas que rodeaba la Plaza del Ese y cenábamos a base de bocadillos o de tapas. Quedaba la vuelta al cuartel, que inten­tábamos fuera lo más lenta posible, para llegar justo cinco minutos antes del toque de retreta, a las diez y media. A ve­ces yo debía volver más deprisa, pues estaba por hacer el es­tadillo de retreta. Un día De la Cruz me aconsejó que diera un golpe de estadillo y tomara el poder.
Pero no todo el mundo se dedicaba a ir soltando carcaja­das por los pubs y hoteles de Segovia. La mayoría de la gente tenía ropa de paisano en varias pensiones, se cambiaban allí y se iban a discotecas, Ladreda la más prestigiosa. En aquella época estaba prohibido ir de paisano por la calle, pero cualquier soldado era fácilmente identificable por el corte de pelo.
Uno de los que tenían ropa en una pensión era Tomás. Allí se cambiaba y se iba a Ladreda a ligar. A veces tenía algún disgusto, como la noche en que le robaron los zapatos reglamentarios y tuvo que regresar al cuartel con sus mocasines civiles. De noche todos los gatos son pardos, así que nadie se aper­cibió del cambiazo, pero Tomás estuvo varios días sin poder sa­lir, hasta que consiguió -no sé cómo- un nuevo par de zapatos reglamentarios. Otro día llevó a la pensión a Fermín. El navarro era buena persona, pero si no se le conocía generaba un cierto respeto por su aspecto. Así le pareció a la patrona, impresio­nada por la mirada penetran­te del cabo Fermín y el humo de su ciga­rrillo. La mujer rogó a Tomás que no volviera a llevar a su ami­go a la pensión. 
Para velar por el orden castrense, los Calimeros deambu­laban toda la tarde por la calle Real, arriba y abajo. Los Ca­limeros eran los de la PM -Policía Militar- y se les llamaba así por el casco blanco que llevaban, que les asemejaba al perso­naje de los dibujos animados. Pero a diferencia del po­llito, los Calimeros no lloraban sino que tenían muy mala le­che.
Tenían su cuartel en un pabellón del Regi­miento, por lo que nos los encontrábamos continuamente, inclu­so comíamos en el mismo comedor, aunque en mesas separadas, ya que la relación no era muy fluida. Cuesta hacerte amigo de un tío que cuando te vea por la calle hará todo lo posi­ble por meterte un parte. A De la Cruz le hicieron uno por llevar desabrochado el botón del bolsillo posterior del pantalón. Cuando el parte llegó a la furrielería, Urco lo llamó a gri­tos:
- ¿Se puede saber que hacía usted medio desnudo en Ciudad Real?
- ¿Donde?
- En Ciudad Real.
- Pero si yo en mi vida he estado en Ciudad Real.
- Pues aquí en el parte lo pone. Mire -lo releyó-. Ah, no, en la Calle Real. ¿Qué pasó?
- Que llevaba un botón desabrochado.
- Pues que no se repita. Este... retírese.
- A la orden.
Los partes de la PM se le pasaban al capitán, que normal­mente solía romperlos.



jueves, 13 de octubre de 2016

Paseo 1

A las seis se tocaba paseo. Quien quisiera salir debía ves­tirse de bonito (también se decía "de romano") y formar en la batería. Allí pasaba revista el suboficial de semana. Si se superaba esta revista, se baja­ba al patio de lagarto y se volvía a formar. Y pasaba revista el ofi­cial de semana. En formación se nos llevaba hasta la puerta del Regimiento. Y, a veces, el oficial de guardia vol­vía a pasar revis­ta de nuevo.
Una vez superadas todas las revistas, nos dejaban salir del cuartel. Pero todo el mundo debía salir a la misma hora. Si al­guien quería salir a las siete, o a las ocho, debía pe­dir permiso al oficial de guardia. Dependiendo del humor de éste se salía o no. Pero conociendo el especial sentido del humor de los mandos, poca gente se arriesgaba a salir más tarde de la hora oficial de inicio del paseo.
A no ser que tuviera servicio, De la Cruz siempre salía. Siem­pre. No se quedaba en el cuartel ni loco. Yo, por mi cargo -furriel- no siempre podía salir. Siempre debía quedarse un fu­rriel en la oficina, por si llamaban los de la ONU, imagino. Así que entre los furrieles nos lo combinábamos. Por supuesto, las sali­das funcionaban igual que todo lo de allí dentro: se que­daba el más nuevo, y los otros tenían prioridad para salir. Pero nunca hubo problemas. Beasaín, Miguel, Gasset, Dodotis, Lager, yo... siempre nos lo combinábamos. E incluso había días en que los tres furrieles nos quedábamos en la batería.
Hay que decir que Segovia es una ciudad bonita. Esa es la palabra, bonita. Para pasar un fin de semana sobre todo. Pero para estar un año, tal vez sea algo pequeña. Los dos primeros días que salimos ya conocíamos toda la ciudad. Y bueno, no era apasionante, así que debíamos buscar algún aliciente. A veces íbamos al cine. Había uno, viejo, desvencijado, a mitad de la calle Real. Una vez entramos a ver una película sobre el sui­cidio colectivo de la Guayana -era la única película que ha­cían en quince leguas a la redonda, justifico-. Debíamos ser unos diez o doce, y todos nos dormimos, ya que entre imagina­rias y guardias todos llevábamos sueño atrasado.
De la Cruz empezó a controlar lugares donde estar tranqui­los. Empezamos a ir a una cafetería que estaba también en la calle Real, frente al Cine Cutre. El local tenía en la parte trasera un bonito mirador desde donde se veía la parte de la ciudad que quedaba por debajo de la cafetería. Al fondo se divisaba la Mujer Muerta. La Mujer Muerta eran dos o tres mon­tañas de la sierra de Guadarrama que vistas desde Segovia se­mejaban el perfil de eso, de una mujer muerta. O tumbada, que no sé ver la diferencia entre muerta o tumbada, sobre todo hablando de montañas. El caso es que yo jamás vi ninguna mujer muerta. Yo veía tres montañas seguidas, con su silueta recor­tándose en el cielo, pero no veía ninguna señora difunta, cosa que me hacía aparecer un tanto extraño de­lante de los otros. Incluso El Titulcia veía a la muerta.
- ¿Pero es que no la ves? ¿Estás tonto, coño?
Tal comentario, venido del Titulcia, hizo mucho daño a mi espíritu observador. El militar ya había muerto hacía tiempo. Como la mujer.
Y no es que el Titulcia saliera mucho. De hecho, salió un par de días y decidió que aquello ya estaba visto y que no valía la pena dilapidar su valioso tiempo en el mundo exterior. Se compró un cubo de Rubik y pasaba las horas muertas dale que dale dándole vueltas a todas las caras, que cada vez eran más multicolores. Con el tiempo creó escuela y enganchó al Abejorro, otro tirador nato, que también le cogió gusto al cubo.