viernes, 14 de octubre de 2016

Paseo 2

Volviendo a nuestros paseos, en la cafetería pedíamos un botellín -de cerveza- y pasá­bamos la tarde. A veces hablábamos y reíamos. A veces leíamos el diario. Muchas veces De la Cruz escribía sus guiones y sus re­latos, un tanto extraños. Otros días íbamos a la biblioteca pública a leer diarios y revistas. 
En otoño De la Cruz descubrió los bajos de un café que ha­bía en la Plaza de Franco -aún se llamaba así-. Era un local tranquilo y acogedor. El pro­blema es que iba mucha gente, incluso capitanes del Regimien­to.
Más tarde descubrimos el Poetas. Estaba en una pequeña calle que unía la Plaza de Franco con el Alcázar. Era un pub que tam­bién disponía de sótano, que casi siempre estaba vacío a las horas que íbamos. Supongo que por las noches debía ir alguien más, si no no sé de qué vivía aquella gente. En el Poetas -deco­rado con fotos y poemas de Machado, Lorca, Alber­ti- sobre todo hablábamos y reíamos. Reíamos mucho. De la Cruz tenía una agudeza excepcional. Todo lo pillaba, lo transforma­ba y le daba la vuel­ta. A mitad del invierno se nos incorpora­ron Duque y Tomás, del reemplazo posterior al nuestro.
Duque era hijo de un comandante, pero no había nadie más descreído hacia el estamento militar que él. Era sevilla­no. Y era el contrapunto perfecto de De la Cruz. Tomás era de un pueblo de Albacete. Hizo carrera, llegó a cabo primero. Cuando estaba de permiso era la máxima autoridad militar de su pue­blo. El cabo de la Guardia Civil se cuadraba ante él y le daba novedades.
Durante la primavera dejamos de frecuentar el Poe­tas y descubrimos el jardín del hotel Los Linajes. Estaba en una zona apartada de Segovia, y tenía un bonito jardín con cafetería in­corporada. Muchas tardes de mayo y junio nos íba­mos allí, pedía­mos un chocolate con churros y seguíamos rien­do. Dado que aquí tomábamos chocolate, venía hasta Velasco.
Luego, a eso de las nueve, íbamos hacia la zona de tascas que rodeaba la Plaza del Ese y cenábamos a base de bocadillos o de tapas. Quedaba la vuelta al cuartel, que inten­tábamos fuera lo más lenta posible, para llegar justo cinco minutos antes del toque de retreta, a las diez y media. A ve­ces yo debía volver más deprisa, pues estaba por hacer el es­tadillo de retreta. Un día De la Cruz me aconsejó que diera un golpe de estadillo y tomara el poder.
Pero no todo el mundo se dedicaba a ir soltando carcaja­das por los pubs y hoteles de Segovia. La mayoría de la gente tenía ropa de paisano en varias pensiones, se cambiaban allí y se iban a discotecas, Ladreda la más prestigiosa. En aquella época estaba prohibido ir de paisano por la calle, pero cualquier soldado era fácilmente identificable por el corte de pelo.
Uno de los que tenían ropa en una pensión era Tomás. Allí se cambiaba y se iba a Ladreda a ligar. A veces tenía algún disgusto, como la noche en que le robaron los zapatos reglamentarios y tuvo que regresar al cuartel con sus mocasines civiles. De noche todos los gatos son pardos, así que nadie se aper­cibió del cambiazo, pero Tomás estuvo varios días sin poder sa­lir, hasta que consiguió -no sé cómo- un nuevo par de zapatos reglamentarios. Otro día llevó a la pensión a Fermín. El navarro era buena persona, pero si no se le conocía generaba un cierto respeto por su aspecto. Así le pareció a la patrona, impresio­nada por la mirada penetran­te del cabo Fermín y el humo de su ciga­rrillo. La mujer rogó a Tomás que no volviera a llevar a su ami­go a la pensión. 
Para velar por el orden castrense, los Calimeros deambu­laban toda la tarde por la calle Real, arriba y abajo. Los Ca­limeros eran los de la PM -Policía Militar- y se les llamaba así por el casco blanco que llevaban, que les asemejaba al perso­naje de los dibujos animados. Pero a diferencia del po­llito, los Calimeros no lloraban sino que tenían muy mala le­che.
Tenían su cuartel en un pabellón del Regi­miento, por lo que nos los encontrábamos continuamente, inclu­so comíamos en el mismo comedor, aunque en mesas separadas, ya que la relación no era muy fluida. Cuesta hacerte amigo de un tío que cuando te vea por la calle hará todo lo posi­ble por meterte un parte. A De la Cruz le hicieron uno por llevar desabrochado el botón del bolsillo posterior del pantalón. Cuando el parte llegó a la furrielería, Urco lo llamó a gri­tos:
- ¿Se puede saber que hacía usted medio desnudo en Ciudad Real?
- ¿Donde?
- En Ciudad Real.
- Pero si yo en mi vida he estado en Ciudad Real.
- Pues aquí en el parte lo pone. Mire -lo releyó-. Ah, no, en la Calle Real. ¿Qué pasó?
- Que llevaba un botón desabrochado.
- Pues que no se repita. Este... retírese.
- A la orden.
Los partes de la PM se le pasaban al capitán, que normal­mente solía romperlos.



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