Volviendo
a nuestros paseos, en la cafetería pedíamos un botellín -de
cerveza- y pasábamos la tarde. A veces hablábamos y reíamos.
A veces leíamos el diario. Muchas veces De la Cruz escribía sus
guiones y sus relatos, un tanto extraños. Otros días íbamos a la biblioteca pública a leer diarios y revistas.
En
otoño De la Cruz descubrió los bajos de un café que había en la
Plaza de Franco -aún se llamaba así-. Era un local tranquilo y acogedor. El problema es que
iba mucha gente, incluso capitanes del Regimiento.
Más
tarde descubrimos el Poetas. Estaba en una pequeña calle que unía
la Plaza de Franco con el Alcázar. Era un pub que también
disponía de sótano, que casi siempre estaba vacío a las horas que
íbamos. Supongo que por las noches debía ir alguien más, si no no
sé de qué vivía aquella gente. En el Poetas -decorado con
fotos y poemas de Machado, Lorca, Alberti- sobre todo
hablábamos y reíamos. Reíamos mucho. De la Cruz tenía una agudeza
excepcional. Todo lo pillaba, lo transformaba y le daba la
vuelta. A mitad del invierno se nos incorporaron Duque y
Tomás, del reemplazo posterior al nuestro.
Duque era hijo de un comandante, pero no había nadie más descreído hacia
el estamento militar que él. Era sevillano. Y era el
contrapunto perfecto de De la Cruz. Tomás era de un pueblo de Albacete.
Hizo carrera, llegó a cabo primero. Cuando estaba de permiso era la
máxima autoridad militar de su pueblo. El cabo
de la Guardia Civil se cuadraba ante él y le daba novedades.
Durante la primavera dejamos de frecuentar el Poetas y
descubrimos el jardín del hotel Los Linajes. Estaba en una zona
apartada de Segovia, y tenía un bonito jardín con cafetería
incorporada. Muchas tardes de mayo y junio nos íbamos
allí, pedíamos un chocolate con churros y seguíamos riendo.
Dado que aquí tomábamos chocolate, venía hasta Velasco.
Luego,
a eso de las nueve, íbamos hacia la zona de tascas que rodeaba la
Plaza del Ese y cenábamos a base de bocadillos o de tapas. Quedaba la vuelta al cuartel, que intentábamos fuera lo más
lenta posible, para llegar justo cinco minutos antes del toque de
retreta, a las diez y media. A veces yo debía volver más
deprisa, pues estaba por hacer el estadillo de retreta. Un día
De la Cruz me aconsejó que diera un golpe de estadillo y tomara el
poder.
Pero
no todo el mundo se dedicaba a ir soltando carcajadas por los
pubs y hoteles de Segovia. La mayoría de la gente tenía ropa de
paisano en varias pensiones, se cambiaban allí y se iban a
discotecas, Ladreda la más prestigiosa. En aquella época estaba
prohibido ir de paisano por la calle, pero cualquier soldado era fácilmente
identificable por el corte de pelo.
Uno
de los que tenían ropa en una pensión era Tomás. Allí se cambiaba y se iba a Ladreda a ligar. A veces tenía
algún disgusto, como la noche en que le robaron los zapatos
reglamentarios y tuvo que regresar al cuartel con sus mocasines
civiles. De noche todos los gatos son pardos, así que nadie se
apercibió del cambiazo, pero Tomás estuvo varios días sin
poder salir, hasta que consiguió -no sé cómo- un nuevo par de
zapatos reglamentarios. Otro día llevó a la pensión a Fermín. El navarro era buena persona, pero si no se le conocía generaba un cierto respeto por su aspecto. Así le pareció a la patrona,
impresionada por la mirada penetrante del cabo Fermín y el humo
de su cigarrillo. La mujer rogó a Tomás que no volviera a
llevar a su amigo a la pensión.
Para
velar por el orden castrense, los Calimeros deambulaban toda la
tarde por la calle Real, arriba y abajo. Los Calimeros eran los
de la PM -Policía Militar- y se les llamaba así por el casco blanco
que llevaban, que les asemejaba al personaje de los dibujos
animados. Pero a diferencia del pollito, los Calimeros no
lloraban sino que tenían muy mala leche.
Tenían
su cuartel en un pabellón del Regimiento, por lo que nos los
encontrábamos continuamente, incluso comíamos en el mismo
comedor, aunque en mesas separadas, ya que la relación no era muy fluida. Cuesta hacerte amigo
de un tío que cuando te vea por la calle hará todo lo posible
por meterte un parte. A De la Cruz le hicieron uno por llevar
desabrochado el botón del bolsillo posterior del pantalón. Cuando
el parte llegó a la furrielería, Urco lo llamó a gritos:
-
¿Se puede saber que hacía usted medio desnudo en Ciudad Real?
-
¿Donde?
-
En Ciudad Real.
-
Pero si yo en mi vida he estado en Ciudad Real.
-
Pues aquí en el parte lo pone. Mire -lo releyó-. Ah, no, en la Calle
Real. ¿Qué pasó?
-
Que llevaba un botón desabrochado.
-
Pues que no se repita. Este... retírese.
-
A la orden.
Los
partes de la PM se le pasaban al capitán, que normalmente solía
romperlos.
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