Y amaneció el lunes 21,
lluvioso y frío. Después de pasar diana, me fui. Me despedí de los
amigotes –De la Cruz, Miguel- cogí el petate y salí del cuartel.
Seguía cayendo una fina lluvia. Faltaba más de una hora para que
saliera el sol. Decidí coger el autobús para ir hasta Madrid. El
tren tardaba dos horas, y ya había perdido el primero, que salía
justo cuando tocaban diana en el Regimiento. El tren siguiente no
salía hasta las nueve de la mañana. En cambio, a las siete y media
había un autobús de La Sepulvedana hacia Madrid.
Llegué a la estación
de autobuses. Apenas había nadie. Dos personas esperaban ante la
única taquilla abierta. El señor que iba delante mío habló con el
taquillero de la forma en que se habla en las ciudades pequeñas
donde casi todo el mundo se conoce.
- Hola, Basilio. Ida y
vuelta a Madrid, como siempre. ¿Cómo está tu madre? Bueno. Hala,
adiós, Basilio, hasta mañana.
Subí al autocar,
iluminado por unas cuantas bombillas mortecinas. Iba bastante lleno.
Me senté en la parte trasera. Salimos. Apenas se veía nada por las
ventanillas, los cristales empañados por el frío de la mañana.
Pasamos por delante de Baterías y acerté a ver el pobre infeliz que
estaba de guardia en la garita de la carretera. Dentro de pocos minutos lo
relevarían y se podría otro infeliz. Yo también había sido uno de
esos infelices, aunque hacía apenas tres días los galones de cabo
me habían liberado de esa servidumbre. Sólo de ésa, las otras
seguían.
Poco a poco, mientras
cruzábamos la sierra de Guadarrama, fue amaneciendo. Cuando llegamos a Madrid ya era
de día. El autobús de La Sepulvedana tenía su parada en el Paseo
de La Florida, junto a la estación del Norte (¿Por qué el autobús
que hacía la línea de Segovia era de La Sepulvedana y no de La
Segoviana? Nunca lo entendí). Cogí el Metro hasta Colón. Lo que
siempre me sorprendía del Metro de Madrid era la cantidad de
militares que viajaba en él, yo incluído. Militares de baja
graduación, se entiende, jamás vi a un General de Brigada haciendo
transbordo en Sol, por ejemplo. Por todas partes sonaba en aquellos
días una canción de Paloma San Basilio, “Juntos”: en la radio,
en la tele, en los bares... También la oí en el transistor de un
vendedor de cupones de la ONCE sentado en uno de los pasillos de
enlace.
Llegué a Colón. Fui
hacia el párking subterráneo y cogí el autobús que enlazaba
Madrid con el aeropuerto. Eran unos autocares amarillos, muy
acristalados, cómodos... Daba gusto hacer el trayecto
Madrid-Aeropuerto. Quería decir que me iba a casa. El trayecto
inverso ya no era tan agradable.
Llegamos a Barajas.
Terminal del Puente Aéreo. Podría haber ido hasta Barcelona en
tren, pero en aquella época el Talgo tardaba casi nueve horas en
hacer el trayecto. Y el avión apenas cincuenta minutos. Claro que
era más caro. El viaje en Talgo salía por unas 2.500 pesetas y el
viaje en avión por más de 6.000. Pero bueno, no iba a ser más rico
ni más pobre por esas 4.000 de diferencia, que me permitirían estar
siete horas más en casa. El dinero se puede recuperar, pero no el
tiempo.
Había perdido el avión
de las diez por pocos minutos, así que habría que esperar al de las
once. Aproveché para desayunar, ya que no lo había hecho en el
Regimiento. Y luego esperar. Por la sala de espera de la terminal
estaba el periodista Manuel Martín Ferrand, ya bastante gordo. No me
extraña que viajara en primera clase, en los asientos de la clase turista no le habría cabido el culo.
No viajaba mucha gente
en el avión de las once. El dia era bastante claro, había pocas
nubes y el panorama desde el avión era el de siempre. Debajo se veía
más color ocre que verde. Llegamos a Barcelona. Cogí el tren del
aeropuerto hasta Sants. Allí, el metro –línea 5 y luego línea 4-
hasta Barceloneta y allí de nuevo el tren hasta Badalona. Tardé más
del aeropuerto a casa que de Barajas a El Prat.
En fin, transcurrieron
las navidades como cualquier otro año, sólo que con la fecha de
caducidad sobre mí: el día 30 debía estar de nuevo en Segovia.
Llamé a Jorge, pero su madre me dijo que no le habían dado permiso,
confiaba en que le darían el segundo turno, así que no nos vimos.
Cuando yo regresara al cuartel, él seguramente llegaría a su casa.
Y llegó el día 30.
Debía estar en la Batería a retreta, a las diez y media de la
noche. Así que apuré al máximo. Cogería el Puente Aéreo de las
cuatro, a las cinco estaría en Barajas, a las seis menos cuarto en
Madrid y en Recoletos tomaría el tren de las seis y media que me
dejaría en Segovia a las ocho y media. Aún dispondría de dos horas
para cenar en algún bar contaminado de mili y regresar tranquilamente –es un decir- a
la Batería. Esta era la teoría.
La realidad fue
distinta. Nada más llegar al aeropuerto, a las tres y media, ya vi
que el número de gente que había en la terminal del Puente Aéreo
era superior al normal. Me dieron la tarjeta de embarque para el
avión de las cuatro, pero no se sabía a qué hora saldría el avión
de las cuatro. Ni siquiera había salido el de las tres. Por lo
visto, había una tormenta muy fuerte sobre Madrid y Barajas estaba
cerrado. Sólo cabía esperar.
La tarde era muy gris y
fría. Seguía acumulándose gente en la terminal. Llamaron a la
gente del avión de las tres, que embarcaron. Pero a los de las
cuatro –y ya eran casi las cinco-, nada de nada. El problema no era
llegar a Madrid, sino a Segovia. Después del tren de las seis y
media había otro a las ocho, y se acabó. Sólo me faltaría llegar
tarde después del permiso, cuando ya no barruntaba más permisos
hasta muchos meses más tarde.
Finalmente, pasadas las
cinco, nos llamaron. Embarcamos en el Boeing 727, que iba totalmente
lleno. El avión se dirigió hacia la pista, aceleró y despegó.
Todo normal. El vuelo fue bastante tranquilo hasta un cuarto de hora
antes de llegar a Madrid. Ya cerca del aeropuerto, pero aún faltando
bastante tiempo para aterrizar, se nos ordenó que nos abrocháramos
los cinturones. Y empezó el baile. El avión empezó a subir y bajar
de forma más o menos controlada, pero pegando unos bandazos
terribles a uno y otro lado. Y abajo, lejos, muy lejos, se
distinguían las pistas de Barajas.
El avión describió un
amplísimo círculo en torno al aeropuerto mientras iba perdiendo
altura y seguía pegando botes. Lentamente el suelo se nos iba
acercando hasta que tomamos tierra. Teniendo en cuenta el último
cuarto de hora de vuelo, el aterrizaje fue bastante correcto.
Llegamos
a la terminal. Dado que yo sólo llevaba el petate y lo había
llevado conmigo en la cabina como equipaje de mano, no tuve que
esperar la salida de equipajes. Así y todo, ya eran más de las seis
y ni de broma cogería en tren de las seis y media. Tomé el
autobús hacia Madrid, bajé en Colón y me dirigí hacia la estación
de Recoletos, bastante inhóspita. Dispuesto a esperar hasta las
ocho, me sorpendió que al cabo de un rato los altavoces anunciaran
en breves momentos el paso de un tren hacia Segovia. Cierto, era el
tren de las seis y media que venía con un retraso considerable.
Finalmente, lo cogí. Aquella tarde todos los trenes llevaban
retraso. Por lo visto, una monumental borrasca se había aposentado
en el tercio sur peninsular y estaba perjudicando los transportes
ferroviarios y aéreos de una amplia zona de España. Si llegaba
tarde al cuartel, no sería el único.
Llegué a Segovia
pasadas las nueve. Cené en un bar y me dirigí al Regimiento.
Aquello parecía el desalojo del Titanic. Media batería –los que
habían pasado allí la navidad- se había marchado a casa aquella
tarde de permiso. La otra media intentaba llegar a Segovia desde
distintos lugares de la geografía patria. Y Miguel, vestido de
romano, que me esperaba en la furrielería con el petate en una mano
y el estadillo de retreta en la otra.
- ¿Cómo llegas tan
tarde?
- Perdona, pero hay un
cirio monumental. Todos los trenes van con retraso. Imagino que mucha
gente llegará tarde.
- Bueno, yo me voy,
estaba esperando que llegaras tú para no dejar sola la furrielería.
Aquí tienes el estadillo de retreta, ya está hecho.
- ¿Y Beasaín?
- Se ha marchado hoy de permiso, diez días. Yo me voy de rebaje hasta el dia 1. Te quedas tu sólo en la oficina.
- Bueno. ¿Quién está
de semana?
- Urco. Que no te pase
nada. Suerte y feliz año.
- Feliz año, Miguel.
Adiós.
En efecto, Urco era el
suboficial de semana. Y nada más verme me ordenó que le hiciera la
cama... en el buen sentido de la palabra. Una de las funciones del
furriel era hacerle la cama al suboficial de semana si éste dormía
en el cuarto del suboficial de semana, anexo a la Batería. Esta
situación sólo se daba con los sargentos. Y cuando Veguín se vino
a vivir al cuarto del suboficial, tanto en sargento Eustaquio como
Urco se iban a dormir a su casa cuando les tocaba semana.
Aquella noche pasamos
retreta faltando seis o siete personas, que fueron llegando poco a
poco de madrugada. Teniendo en cuenta el cristo meteorológico
montado, se decidió no sancionar a nadie.