miércoles, 20 de enero de 2016

Navidad y otras fechas 5

Y también amaneció el día 31 de diciembre de 1981, uno de los días más deprimentes de mi puta mili. Acababa de volver del permiso de navidad. En menos de mes y medio había disfrutado de treinta días de permiso y el próximo lo veía lejos, lejos, lejos, pero que muy lejos. Todos los amigotes de mi reemplazo se habían ido de permiso. Los del reemplazo 80-7º continuaban siendo unos desconocidos y apenas tenía trato con ellos. También Beasaín y Miguel, los otros furrieles, estaban fuera, de rebaje. En fin, fui todo el día como un alma en pena por la batería. Hasta Urco parecía respetar mi melancolía y no me tocó los cojones en exceso.
Para acabar de subirme la moral, corría por la batería -es un decir- un guri de aspecto completamente deprimente, cara tristísima, andar sosegado... Nada más llegar fue informando a todo el mundo que a su padre acababan de darle la extremaunción y que le quedaban dos telediarios y el Informe Semanal. Que quería hablar con el Capitán para acompañarlo en sus últimos momentos -a su padre, no al Capitán-. El Capitán le dijo que ya veríamos, pero que hasta pasado Añoviejo no contara con ningún permiso. Que su reemplazo acababa de llegar y no estaba previsto que nadie marchara a su casa en esos días. Y allí estaba él, con su cara de joven de posguerra, bebiendo agua de una botella de zumo. Segun me confesó un día, llenaba la botella en el grifo de los lavabos en lugar de beberla directamente de allí con un vaso, y le parecía más buena. Además de triste, raro. Cada vez que lo miraba me deprimía aún más. Total, que el pobre puto guri, una vez pasado Añoviejo, consiguió arrancarle al Capitán tres o cuatro días de permiso y se fue para casa. La botella de zumo con el agua sabrosa la dejó en la taquilla. Por lo visto, una vez pasados los días de permiso, su padre experimentó una milagrosa mejoría, se quitó la extremaunción de encima y se apuntó a correr la maratón de Nueva York.
Aquel día había cena especial, así que todos subimos formados al comedor. Nos sentamos y se oyó un toque de corneta que atronó las paredes. Nos ordenaron ponernos en pie mientras el coronel entraba en el comedor. El jefazo tuvo a bien dirigirse a nosotros antes de la cena. Con muy buenas palabras nos dijo que entendía perfectamente nuestros sentimientos al estar lejos de casa en una noche como aquella pero que no tocaba otra cosa que joderse allí en beneficio de la patria. Y buen provecho. Una vez dicho esto, consideró que ya había trabajado bastante por aquel año y se fue. Él sí que pasó el Añoviejo en su casa.
Cenamos y volvimos a la batería. Se pasó retreta y luego, en lugar de ir a dormir, se nos permitió alargar la velada hasta la madrugada. No había mucho que hacer, la mayoría nos sentamos a ver la televisión. En aquella época sólo existían los dos canales de TVE, la Primera Cadena (La 1 actual) y la Segunda Cadena (La 2), también conocida como el UHF. Así que nos pasamos las primeras horas de 1982 -el año de la licencia- viendo el programa de fin de año de TVE. Lo más gratificante de la noche fue ver a los grandes, inmensos Tip y Coll. Allí estaban, devorando mariscos, mientras iban repitiendo: “Que suerte tienen ustedes, ahí en su casa, mientras nosotros estamos aquí aburridos comiéndonos estos bichos...”. Pasada la una apareció el capitán de la Segunda Batería, que estaba de Capitán de Cuartel, deseándonos feliz año. Fue un detalle.


lunes, 18 de enero de 2016

Navidad y otras fechas 4

Y amaneció el lunes 21, lluvioso y frío. Después de pasar diana, me fui. Me despedí de los amigotes –De la Cruz, Miguel- cogí el petate y salí del cuartel. Seguía cayendo una fina lluvia. Faltaba más de una hora para que saliera el sol. Decidí coger el autobús para ir hasta Madrid. El tren tardaba dos horas, y ya había perdido el primero, que salía justo cuando tocaban diana en el Regimiento. El tren siguiente no salía hasta las nueve de la mañana. En cambio, a las siete y media había un autobús de La Sepulvedana hacia Madrid.
Llegué a la estación de autobuses. Apenas había nadie. Dos personas esperaban ante la única taquilla abierta. El señor que iba delante mío habló con el taquillero de la forma en que se habla en las ciudades pequeñas donde casi todo el mundo se conoce.
- Hola, Basilio. Ida y vuelta a Madrid, como siempre. ¿Cómo está tu madre? Bueno. Hala, adiós, Basilio, hasta mañana.
Subí al autocar, iluminado por unas cuantas bombillas mortecinas. Iba bastante lleno. Me senté en la parte trasera. Salimos. Apenas se veía nada por las ventanillas, los cristales empañados por el frío de la mañana. Pasamos por delante de Baterías y acerté a ver el pobre infeliz que estaba de guardia en la garita de la carretera. Dentro de pocos minutos lo relevarían y se podría otro infeliz. Yo también había sido uno de esos infelices, aunque hacía apenas tres días los galones de cabo me habían liberado de esa servidumbre. Sólo de ésa, las otras seguían.
Poco a poco, mientras cruzábamos la sierra de Guadarrama,  fue amaneciendo. Cuando llegamos a Madrid ya era de día. El autobús de La Sepulvedana tenía su parada en el Paseo de La Florida, junto a la estación del Norte (¿Por qué el autobús que hacía la línea de Segovia era de La Sepulvedana y no de La Segoviana? Nunca lo entendí). Cogí el Metro hasta Colón. Lo que siempre me sorprendía del Metro de Madrid era la cantidad de militares que viajaba en él, yo incluído. Militares de baja graduación, se entiende, jamás vi a un General de Brigada haciendo transbordo en Sol, por ejemplo. Por todas partes sonaba en aquellos días una canción de Paloma San Basilio, “Juntos”: en la radio, en la tele, en los bares... También la oí en el transistor de un vendedor de cupones de la ONCE sentado en uno de los pasillos de enlace.
Llegué a Colón. Fui hacia el párking subterráneo y cogí el autobús que enlazaba Madrid con el aeropuerto. Eran unos autocares amarillos, muy acristalados, cómodos... Daba gusto hacer el trayecto Madrid-Aeropuerto. Quería decir que me iba a casa. El trayecto inverso ya no era tan agradable.
Llegamos a Barajas. Terminal del Puente Aéreo. Podría haber ido hasta Barcelona en tren, pero en aquella época el Talgo tardaba casi nueve horas en hacer el trayecto. Y el avión apenas cincuenta minutos. Claro que era más caro. El viaje en Talgo salía por unas 2.500 pesetas y el viaje en avión por más de 6.000. Pero bueno, no iba a ser más rico ni más pobre por esas 4.000 de diferencia, que me permitirían estar siete horas más en casa. El dinero se puede recuperar, pero no el tiempo.
Había perdido el avión de las diez por pocos minutos, así que habría que esperar al de las once. Aproveché para desayunar, ya que no lo había hecho en el Regimiento. Y luego esperar. Por la sala de espera de la terminal estaba el periodista Manuel Martín Ferrand, ya bastante gordo. No me extraña que viajara en primera clase, en los asientos de la clase turista no le habría cabido el culo.
No viajaba mucha gente en el avión de las once. El dia era bastante claro, había pocas nubes y el panorama desde el avión era el de siempre. Debajo se veía más color ocre que verde. Llegamos a Barcelona. Cogí el tren del aeropuerto hasta Sants. Allí, el metro –línea 5 y luego línea 4- hasta Barceloneta y allí de nuevo el tren hasta Badalona. Tardé más del aeropuerto a casa que de Barajas a El Prat.
En fin, transcurrieron las navidades como cualquier otro año, sólo que con la fecha de caducidad sobre mí: el día 30 debía estar de nuevo en Segovia. Llamé a Jorge, pero su madre me dijo que no le habían dado permiso, confiaba en que le darían el segundo turno, así que no nos vimos. Cuando yo regresara al cuartel, él seguramente llegaría a su casa.

Y llegó el día 30. Debía estar en la Batería a retreta, a las diez y media de la noche. Así que apuré al máximo. Cogería el Puente Aéreo de las cuatro, a las cinco estaría en Barajas, a las seis menos cuarto en Madrid y en Recoletos tomaría el tren de las seis y media que me dejaría en Segovia a las ocho y media. Aún dispondría de dos horas para cenar en algún bar contaminado de mili y regresar tranquilamente –es un decir- a la Batería. Esta era la teoría.
La realidad fue distinta. Nada más llegar al aeropuerto, a las tres y media, ya vi que el número de gente que había en la terminal del Puente Aéreo era superior al normal. Me dieron la tarjeta de embarque para el avión de las cuatro, pero no se sabía a qué hora saldría el avión de las cuatro. Ni siquiera había salido el de las tres. Por lo visto, había una tormenta muy fuerte sobre Madrid y Barajas estaba cerrado. Sólo cabía esperar.
La tarde era muy gris y fría. Seguía acumulándose gente en la terminal. Llamaron a la gente del avión de las tres, que embarcaron. Pero a los de las cuatro –y ya eran casi las cinco-, nada de nada. El problema no era llegar a Madrid, sino a Segovia. Después del tren de las seis y media había otro a las ocho, y se acabó. Sólo me faltaría llegar tarde después del permiso, cuando ya no barruntaba más permisos hasta muchos meses más tarde.
Finalmente, pasadas las cinco, nos llamaron. Embarcamos en el Boeing 727, que iba totalmente lleno. El avión se dirigió hacia la pista, aceleró y despegó. Todo normal. El vuelo fue bastante tranquilo hasta un cuarto de hora antes de llegar a Madrid. Ya cerca del aeropuerto, pero aún faltando bastante tiempo para aterrizar, se nos ordenó que nos abrocháramos los cinturones. Y empezó el baile. El avión empezó a subir y bajar de forma más o menos controlada, pero pegando unos bandazos terribles a uno y otro lado. Y abajo, lejos, muy lejos, se distinguían las pistas de Barajas.
El avión describió un amplísimo círculo en torno al aeropuerto mientras iba perdiendo altura y seguía pegando botes. Lentamente el suelo se nos iba acercando hasta que tomamos tierra. Teniendo en cuenta el último cuarto de hora de vuelo, el aterrizaje fue bastante correcto.
Llegamos a la terminal. Dado que yo sólo llevaba el petate y lo había llevado conmigo en la cabina como equipaje de mano, no tuve que esperar la salida de equipajes. Así y todo, ya eran más de las seis y ni de broma cogería en tren de las seis y media. Tomé el autobús hacia Madrid, bajé en Colón y me dirigí hacia la estación de Recoletos, bastante inhóspita. Dispuesto a esperar hasta las ocho, me sorpendió que al cabo de un rato los altavoces anunciaran en breves momentos el paso de un tren hacia Segovia. Cierto, era el tren de las seis y media que venía con un retraso considerable. Finalmente, lo cogí. Aquella tarde todos los trenes llevaban retraso. Por lo visto, una monumental borrasca se había aposentado en el tercio sur peninsular y estaba perjudicando los transportes ferroviarios y aéreos de una amplia zona de España. Si llegaba tarde al cuartel, no sería el único.
Llegué a Segovia pasadas las nueve. Cené en un bar y me dirigí al Regimiento. Aquello parecía el desalojo del Titanic. Media batería –los que habían pasado allí la navidad- se había marchado a casa aquella tarde de permiso. La otra media intentaba llegar a Segovia desde distintos lugares de la geografía patria. Y Miguel, vestido de romano, que me esperaba en la furrielería con el petate en una mano y el estadillo de retreta en la otra.
- ¿Cómo llegas tan tarde?
- Perdona, pero hay un cirio monumental. Todos los trenes van con retraso. Imagino que mucha gente llegará tarde.
- Bueno, yo me voy, estaba esperando que llegaras tú para no dejar sola la furrielería. Aquí tienes el estadillo de retreta, ya está hecho.
- ¿Y Beasaín?
- Se ha marchado hoy de permiso, diez días. Yo me voy de rebaje hasta el dia 1. Te quedas tu sólo en la oficina.
- Bueno. ¿Quién está de semana?
- Urco. Que no te pase nada. Suerte y feliz año.
- Feliz año, Miguel. Adiós.
En efecto, Urco era el suboficial de semana. Y nada más verme me ordenó que le hiciera la cama... en el buen sentido de la palabra. Una de las funciones del furriel era hacerle la cama al suboficial de semana si éste dormía en el cuarto del suboficial de semana, anexo a la Batería. Esta situación sólo se daba con los sargentos. Y cuando Veguín se vino a vivir al cuarto del suboficial, tanto en sargento Eustaquio como Urco se iban a dormir a su casa cuando les tocaba semana.
Aquella noche pasamos retreta faltando seis o siete personas, que fueron llegando poco a poco de madrugada. Teniendo en cuenta el cristo meteorológico montado, se decidió no sancionar a nadie.

sábado, 16 de enero de 2016

Navidad y otras fechas 3

El domingo 20 de diciembre amaneció lluvioso. Tocaron diana, formamos, nos aseamos, subimos a desayunar, la gente entró de guardia, los de cocina se fueron a cumplir su sacrosanta misión, los guris fregaron la batería –y era un gusto para nosotros los padres ver lo bien que lo hacían... o que, simplemente, lo hacían ellos en lugar de nosotros-. Todo parecía indicar que sería un domingo monótono y tranquilo. La gente de Madrid que había salido de servicio esperarían hasta la hora de paseo, las 12, para salir zumbando de escapada hacia casa. Y los que no éramos de Madrid, esperaríamos simplemente hasta la hora de retreta para pasar un nuevo día. Y todo el mundo debía cambiarse de bonito para pasar la revista. Todo el mundo, incluso los que no pensaban salir del cuartel. Y en esto se oyó el grito que nos amenizaría el día.
 - ¡Mi cartera! ¡Me han robado la cartera!
A uno de los guris que ocupaban una de las taquillas del fondo le habían robado la cartera. O, en todo caso, la cartera no estaba donde él decía que la había dejado, pues es sabido que en el Ejército nadie roba nada. ¿O no es sabido?
Y comenzó la movida. El guri gritando y mirando a todas partes –además era bizco, lo cual daba una dimensión fascinante a su excitada mirada-, la gente mirando por debajo de todas las taquillas y todas las literas, el cabo cuartel llamando al suboficial de semana, que era Urco, y éste trasladándole el mochuelo al oficial de semana, que para eso era oficial y cobraba más que él.
El oficial de semana de aquella semana era el alférez Ikastola. Lo llamaremos así. Era un imeco donostiarra, un universitario que hacía la mili a través del IMEC, el equivalente a las antiguas Milicias Universitarias. Era la primera semana que hacía y le había tocado el gordo de la lotería: una cartera robada con ocho mil pesetas –ocho mil pesetas de 1981-, ningún sospechoso –o setenta sospechosos, toda la batería- y a un día de que media batería se marchara de permiso de Navidad. Una situación explosiva si no se resolvía.
Dado que el alférez Ikastola se encontraba ligeramente desbordado, apareció Gilito. Ordenó que nadie saliera de la batería. Una buena medida, teniendo en cuenta que ya hacía media hora que la cartera había desaparecido y de la batería habían salido los artilleros que entraban de guardia y habían entrado los artilleros que salían de ella: no menos de veinte personas. Y también había salido el ladrón. Al cabo de un rato llegó de abajo alguien alborozado con algo en la mano: ¡La cartera! ¡La cartera! ¡Estaba en una papelera del patio!
Vacía, naturalmente, sin las ocho mil pelas.
Nueva idea de Gilito. Todo el mundo a desnudarse. ¡A desnudarse todos, joder, ya! ¡Ar!
Y setenta tíos desnudándose en la batería. Y Gilito e Ikastola pasando al lado de cada uno, revisando la ropa, mirando en el interior de las botas, para ver si teníamos las ocho mil pelas encima. Afortunadamente no nos metieron el dedo en el culo para ver si las teníamos allí, como en Papillon. Y De la Cruz, a mi lado, murmurándome en voz baja:
- Esto es denigrante, tío. ¿Hasta dónde van a llegar? Esas ocho mil pelas no las encuentra ni dios...
¡A vestirse todos, ar!
Y los de Madrid que veían que la escapada de ese día se difuminaba en la atmósfera lluviosa de la bonita ciudad del acueducto, pues entre unas cosas y otras ya eran casi las dos. Sentado frente a nosotros, el Titulcia –añorando su cubo de Rubik y sus pipas- sólo se quejaba de una cosa:
- Jo, macho, ¿pero es que no vamos a ir a comer?
Y, desde nuestra profunda indignación, De la Cruz seguía murmurándome:
- Me encantaría ser como él, de verdad.
Y apareció el Capitán, recién salido de misa. Y dio el golpe de gracia.
- Como esas ocho mil pesetas no aparezcan, todos los permisos quedarán anulados y quedaréis todos arrestados a batería durante el tiempo que sea preciso.
Los conatos de protesta fueron rápidamente acallados por la disciplina militar, por supuesto. En la furrielería se encerró el gabinete de crisis: el Capitán, Gilito, Ikastola y Urco. Para entretenernos, ordenaron al cabo cuartel –Molina, el Tío Vueltas, justo lo que necesitaba para mejorar su espantoso desequilibrio emocional- que formáramos en la sala de televisión. Pasamos formados más de media hora junto a la bombarda de La Tulipe, mientras en la oficina los mandos trataban de aclarar la situación.
Lo que había dicho el Capitán no se lo creía ni él. Mantener a toda una batería arrestada durante los días de navidad, suprimiendo los permisos, convertiría a la batería en una olla a presión. Mucho más cuando la mayoría de nosotros tenía serias sospechas sobre quien era el ladrón: el bandolero de Sierra Morena, que aquel día tenía servicio de corneta y no estaba en la batería. Pero sí que había merodeado por ella por la mañana, justo antes de que desapareciera la cartera. Pero claro, no lo podíamos demostrar.
De momento, el gabinete de crisis decidió dejarnos ir a comer, con gran alivio del Titulcia. Subimos al comedor pasadas las tres. Uno de los mandos de la batería avisó a Cocina de lo que había y de que prepararan treinta raciones más, pues la gente de Madrid, finalmente, no se había ido de escapada.
Comimos, más bien en silencio. Seguía lloviznando. Regresamos a la batería y formamos de nuevo. El cañón de La Tulipe seguía allí, agraviando el sentido común. Podían haber robado el cañón en lugar de la cartera, pensábamos unos cuantos. En medio de la formación se desataban los nervios.
- A partir de ahora, no tengo yo en esta batería ni un puto amigo. ¿Queda claro? Ni un puto amigo tengo yo aquí.
Era Canito, un guri madurito de Murcia que acababa de llegar y que ya había cogido una quemazón considerable. La cosa no llevaba trazas de resolverse, hasta que un grupo de guris propuso en petit comité juntar el dinero y hacer ver que había aparecido. Paradójicamente, eligieron a Canito –ni un puto amigo- para entregarlo en la furrielería.
Así que para allá se fue el amigo. Llamó a la puerta, entró y salió al cabo de cinco minutos. Al cabo de seis salieron los mandos.
- Ha aparecido el dinero, así que queda levantado el arresto. Quien quiera salir de paseo puede hacerlo.
Había hablado el Capitán. Todo el mundo sabía –y él el primero- que esas ocho mil pelas que se le devolvieron al guri no eran las que estaban en su cartera, pero mira, la cosa quedaba resuelta y nos iríamos de permiso, que era lo que todos queríamos. Pensándolo bien, la cosa la resolvieron los propios guris y los mandos no hicieron gran cosa para solventar el problema -excepto mandarnos desnudar y vestir- con lo cual no dejábamos de preguntarnos: ¿para qué coño sirven los mandos? Pero no nos habíamos dado cuenta de una cosa: lo mucho que se nos había fortalecido nuestro espíritu militar en ese día aciago. Gracias a los mandos y al cabrón de Reina Santa. Espero que se gastara las ocho mil pelas en laxantes.
 En fin, para terminar el día, De la Cruz y yo nos fuimos a comentar la jugada a uno de los bares de la Plaza de Franco –tócate los huevos, aún se llamaba así-. Mientras caminábamos por la calle Real, ya con las luces de los escaparates encendidas y empapados por una fina lluvia, Da Cruz iba imitando al amigo Canito...
- Ni un puto amigo, ni un puto amigo... Anda que no le queda mili ni nada, con amigos o sin ellos...


viernes, 15 de enero de 2016

Navidad y otras fechas 2


Pasó el permiso y regresé a Segovia por el procedimiento habitual durante los primeros meses de mili: puente aéreo Barcelona - Madrid y tren de cercanías. Era domingo por la tarde. Faltaba una semana para Navidad. Y a pesar de la quemazón habitual que todos sentíamos al volver al cuartel tras un permiso o un rebaje, mientras recorría el camino entre la estación y el cuartel no dejaba de repetirme -a ver si al final me lo creía- que la situación era mejor que hacía tres meses, cuando hice ese mismo camino por primera vez, después de disfrutar de aquella semana de permiso recién incorporado al Regimiento. A fin de cuentas, me quedaban tres meses menos de mili. Además, el regreso a la batería presentaba un nuevo aliciente: ya se habrían incorporado los del reemplazo 80-7º, con lo cual, automáticamente, los del 80-5º habíamos ascendido a padres y dejaríamos de barrer y fregar. Por fin podría ver a alguien a quien le quedara más mili que a mí.
Anonadado por la profundidad de mis pensamientos, decidí parar en uno de los bares cercanos al cuartel -bares contaminados de mili, según De la Cruz- y cenar. Un bocata de lomo y una cerveza, cena habitual de muchísimos días de mili. Ya eran más de las nueve, así que decidí entrar ya en el Regimiento.
Nada más abrir la puerta de la batería ya pude percibir tres o cuatro caretos nuevos sentados ante la televisión. Y el saludo del cuartelero:
- ¡Culebra! ¡Otro culebra que vuelve! ¿Qué pásssa?
Culebra era el adjetivo con el que se calificaba a los que disfrutaban de un permiso. De dicho adjetivo se derivaba el verbo culebrear, aplicado a todo aquel que obtenía un permiso. ¿Por qué culebrear? Porque metafóricamente se suponía que el susodicho se había arrastrado por el suelo ante los mandos para obtenerlo. También se utilizaba la locución "dar un pechazo" como sinónimo del mencionado verbo.
En fin, fui a la taquilla y empecé a vaciar el petate. Al margen de los nuevos, no había cambiado nada, excepto mi estatus. Así me lo recordó Sánchez.
- Coño, te vas de guri y vuelves de padre...
- Y tu eras padre y ya eres abuelo...
Entré en la furrielería, donde Miguel preparaba el estadillo de retreta. 
 - ¡Hombre, culebra, ya estás aquí! ¿Cómo ha ido?
- Bien, pero vuelvo muy quemado.
- Y cada vez que regreses de un permiso lo estarás más. Oye, por cierto, llegaron un par de cartas para ti, estaban en la mesa del cuartelero y algún cabrón las ha abierto. Te las he guardado aquí, toma.
Miguel sacó del cajón de la mesa un par de sobres abiertos. Eran dos cartas que yo esperaba y comprobé que las cartas sí estaban en el interior. Al margen de eso, no debía haber nada más allí adentro, por lo que el ladrón debió quedar frustrado.
A la salida de la furrielería me crucé con Reina Santa, el corneta, que además de decirme "Culebra, ya estás aquí" me informó de que alguien me había abierto las cartas.
- Ya me lo ha dicho Miguel. Algún hijo de puta, pero se ha jodido porque no había dinero en los sobres. Que le den por culo.
- Eso, eso, que le den.
Reina Santa era lo más parecido a un bandolero de Sierra Morena: moreno, mal afeitado, mal encarado... y las semejanzas no acababan en el aspecto.
El Cabo Blanco, de guardia, apareció por la batería y nada más verme me obsequió con uno de sus comentarios mordaces.
- Hombre, culebra, ¿por qué vuelves si te has de volver a ir de aquí a dos días?
- ¿Qué dices?
- Han salido los turnos del permiso de Navidad. Te vas en el primer turno, la semana que viene. Pasarás la Navidad en casa.
- ¿Y tu?
- Tu amigo Urco me ha colocado en el segundo turno. Al menos podré ir a tomar las uvas a la Puerta del Sol.
Era cierto, en el tablón de anuncios de la batería estaba la lista de los permisos de Navidad. Media batería se iba al lunes siguiente, día 21. La otra media se iba el día 30, cuando volviéramos los otros.
Fue llegando la gente de mi reemplazo que había marchado de rebaje o de escapada, entre ellos De la Cruz.
- ¿Cómo ha ido el permiso, culebra?
- Bien, bien. ¿Y tú por aquí?
- Controlando un huevo y haciendo más guardias que un gilipollas, tío. Pero el jueves nos hacen cabos.
- ¿El jueves? ¿A mí también? Si no he hecho el examen.
- También. Fermín, Martínez, Paniagua, Martín, Velasco, tú y yo.
Cierto, a mí también me hicieron cabo, sin haber hecho el examen. No sólo eso, fui el número uno de la promoción, debido a un examen parcial que hizo La Tulipe al poco de empezar el curso de cabos. Por lo visto el teniente quedó hondamente impresionado por el uso que hice del teorema de Pitágoras para resolver un problema de balística que nos puso. En fin, parece ser que yo estaba prodigiosamente dotado para la Artillería. Lástima no haberlo sabido antes.
Y sí, el jueves de aquella semana nos hicieron cabos, a los siete elegidos del reemplazo: Fermín, De la Cruz, Velasco, Paniagua, Martín, Martínez el facha y yo. Para celebrarlo, Urco cogió el cuadrante y el día antes nos mandó a todos de guardia a Prevención y a Polvorines. Nuestras últimas guardias de artilleros. Y en esa guardia en Polvorines, a mediados de diciembre, de madrugada, hice el puesto de guardia más glacial que recuerdo.
Al día siguiente, retornados de la guardia, nos faltó tiempo para ponernos los tres galones rojos que indicaban que éramos cabos tomateros. Más exactamente, cabos guris. Quedábamos libres de imaginarias, de puestos de guardia, de cocinas y comedores... y poca cosa más, en lo demás seguíamos igual de puteados que los artºs.
Y la bonita Navidad se acercaba y todo el mundo quedaba imbuido de su espíritu de paz y fraternidad. Pues nada, a ver si con un poco de suerte nos mandaban a todos a casa para siempre, ya que la paz no necesita ejércitos. Pero no, la cosa iba por otro lado. La Tulipe tuvo una idea genial: construir un cañón de yeso y en su interior instalar un belén. Atronante. Durante varios días, los servicios fueron ocupados por una tropa de artilleros que en su vida civil trabajaban en la construcción, dirigidos por Cabo, que con penas y fatigas construyeron un cilindro apoyado en dos piezas al cual llamaron cañón. Para que trabajaran en paz, La Tulipe ordenó que fueran rebajados de servicios durante una semana, ante el disgusto de Urco. Fatigosamente se trasladó la patética bombarda desde los servicios hasta la sala de televisión, cruzando toda la batería. Para ello hubo que apartar literas, taquillas y bancos. Aquello parecía el paso de la Macarena entrando en la catedral de Sevilla en la madrugá. Finalmente, ya instalado, se pintó y barnizó, se realizó una instalación eléctrica y en el interior del cilindro se puso un belén con todos sus elementos reglamentarios. Los artilleros participantes emplearon un entusiasmo digno de mejor causa, tal vez con la esperanza de obtener algún permiso, pero La Tulipe les vino a decir que deberían sentirse satisfechos de estar allí y haber contribuido al embellecimiento de la batería. ¿O acaso no se sentían satisfechos?
        - Sí, sí, mi teniente, mucho. Usted dirá.
Durante los días del ciclo navideño todos los mandos del Regimiento pasaron por la batería para ver el cañón de marras. No sólo eso, los padres y la novia de La Tulipe también hicieron acto de presencia para contemplar la obra de su retoño y novio respectivo. E incluso se presentó a verlo la familia del Tío Tirantes, un guri inclasificable que acababa de llegar en el último reemplazo y que había cometido la crueldad de llevar a sus padres y a su novia hasta la batería donde hacía la mili.
En fin, aquel cañón y lo que representaba era tan contradictorio como un plato de sandía con mortadela, y durante todo el tiempo que estuvo allí fue el tema de conversación preferido del sector crítico -Viñas, el Cabo Blanco, Beasaín, De la Cruz, Velasco...-. Además, nos robaba espacio a la hora de las formaciones y no nos podíamos cubrir reglamentariamente.

jueves, 14 de enero de 2016

Navidad y otras fechas 1

A mediados de noviembre el capitán tuvo a bien concedernos a unos cuantos putos guris de la batería veinte días de permiso. Veinte. Seguidos.
La cosa fue la mar de rápida. Un miércoles a media mañana, Beasaín fue llamado al despacho del capitán. De allí regresó con varias propuestas de permiso en la mano.
- Te vas de permiso veinte días -me dijo nada más entrar en la furrielería-.
Allí estaban los papeles. Cinco o seis guris. Y algún padre. En esa época yo estaba haciendo el curso de cabo. Y comprobé que el día del examen caía justo en medio del permiso. Y teniendo en cuenta que el profe era La Tulipe, consideré bastante sensato ir a consultarle sobre el asunto.
¿Y dónde se puede localizar a un oficial cuando no está en la batería? Justo, en el bar de oficiales.
- Mi teniente, que el capitán me ha dado veinte días de permiso, y coincide con el examen de cabo.
- Bueno... -quedó pensativo un rato- . Bueno, vete y a la vuelta ya decidiremos qué pasa con el examen, no te preocupes.
- A la orden.
Total, que me fui después de comer. Tren de cercanías hasta Madrid y expreso nocturno hasta Barcelona, en compañía de un cabo de la Guardia Real. Tuvimos todo el departamento de segunda para nosotros, así que dormimos más o menos cómodamente estirados en los asientos de skai azul. El hombre tenía tablas, ya que a punto de salir el tren de Chamartín se nos presentó en el departamento otro colega con petate, dispuesto a aposentarse. El cabo lo miró -el recién llegado era aún más guri que yo- y le dijo con voz bien modulada:
- Oye, que el tren va casi vacío. Mira a ver si pillas un departamento desocupado y así iremos todos más cómodos.
- A la orden - y colega y petate desaparecieron-.

Cuando hacía el petate en la batería, Martí me pidió que le diera recuerdos de su parte al Mediterráneo. Él era de Valencia y en la mesetaria Segovia echaba de menos el mar. Así que cumplí su petición y uno de los días del permiso fui a ver el mar de Badalona. Y me di cuenta de que yo también lo echaba de menos, aunque hasta entonces no lo había advertido. En uno de los primeros paseos por Segovia, junto con otro guri fuimos a visitar el Alcázar, estratégicamente situado sobre una gran peña bajo la cual se juntan los ríos Eresma y Clamores. Subimos hasta la torre que domina la fortaleza por una escalera infame y una vez arriba contemplamos el paisaje. A un lado, la ciudad de Segovia. Al otro, un inmenso páramo de color ocre sin un sólo árbol en  varios kilómetros a la redonda. ¡Que desolación! Allí faltaba agua. Esa zona ganaría mucho con un buen mar a sus pies. Así que en cada permiso o rebaje se repitió la liturgia, la visita al Mediterráneo, normalmente a través de un paseo por la Rambla de Badalona.
Otro de los paseos habituales de los permisos fue recorrer las calles que rodean la Plaça Vella de Badalona. Un día de finales de octubre, a media mañana, en la furrielería, sufrí un ataque de nostalgia y lo primero que me vino a la cabeza fueron las calles estrechas que rodean el viejo mercado, llenas de gente a esa hora, recorriendo y observando las paradas de frutas y verduras situadas en el exterior del mercado. Total, que ésa se convirtió en otra visita habitual. Y también las Galerías Maldà, situadas entre la Portaferrissa y la Plaça del Pi. De pequeño, cuando iba a Barcelona con mi madre, pasábamos por allí y recuerdo que me fascinaban aquellas tiendas situadas en aquellos corredores cubiertos. Hacía años que yo no iba a las Galerías Maldà. Pero durante ese largo permiso pasé por allí varias veces.
Uno de los días de permiso, escuchando en casa un programa de Àngel Casas en Ràdio 4, el locutor introdujo una canción de un grupo argentino que se llamaba Les Luthiers. La voz de Marcos Munstock describía el viaje de Johann Sebastian Mastropiero a América, donde se encontraría con su mafioso hermano gemelo Harold. Y luego sóno la pieza Laizy Daisy. Fue la primera vez que supe de Les Luthiers, el inicio de una larga serie de momentos gratos y agradables oyendo y disfrutando del grupo argentino. Dos años más tarde, acabada la mili, compré el doble LP Mastropìero que nunca. Y en 1984 fui a verlos con mi hermano, por primera vez, al teatro Tívoli de Barcelona.

martes, 12 de enero de 2016

Aspariegos 10

Terminé el puesto a las cuatro, volví al TOA-puesto de guar­dia e intenté dormir un rato. A las siete ya estábamos de nuevo en pie, todos a la puta carrera para ir a ningún sitio. Después de tanto correr, nos pasamos un par de horas parados esperando la orden de partida. Como siempre.
Total, que al final salimos. Nos pasamos todo el día dan­do tumbos de nuevo, parando, arrancando, parando, arrancando. Al atarceder llegamos a otro prado -o tal vez fuera el mismo de la noche anterior, vete a saber- y montamos de nuevo el campamento y la tienda. Cada vez nos sobraban menos cosas al terminar de mon­tarla. Como habíamos llegado muy pronto al cam­pamento, nos sobró tiempo para hablar tranquilamente. Los man­dos estaban la mar de contentos -ignoro el motivo- y nos deja­ron en paz un rato.
- Mira, Simón del Desierto.
Exacto, tal como había dicho De la Cruz, allí estaba el ere­mita. Velasco, sentado sobre la hierba, barba de tres días, nariz aguileña, mirada perdida mientras comía chocolate -su chocolate-... Ya no se hablaba con nadie. Sólo Pretel le daba conver­sación, pero era porque solía estar borracho y no le re­conocía.
También apareció de repente la Rata de Cloaca. Todavía no lo llamábamos así, pero era él. En Aspariegos había desapare­cido. Resulta que como estaba asignado a transmisiones, lo habían meti­do en un helicóptero y se había pasado todas las maniobras volan­do y transmitiendo órdenes. La Rata era un in­dividuo con ciertas dificultades de expresión, por tanto era absolutamente lógico que los militares lo destinaran a trans­mi­siones.
Otro que se pasó unas maniobras de miedo fue Martí. En la vida civil era fotógrafo, así que no hizo ni una guardia y no paró de hacer fotos castrenses. De la Cruz no sólo sabía hacer fo­tos, hasta dirigía videos vanguardistas, pero cla­ro, era un guri. Y después del topetazo con Gilito, quedaba claro que no sería llamado a altos destinos audiovisuales.
Después de otra noche sin historia -y sin guardia, afor­tunadamente- nos pasamos toda la mañana para hacer diez kiló­me­tros. Llegamos a una estación de tren muy bonita, con ár­bo­les y flores. Allí embarcamos de nuevo los vehículos y tuvimos la tarde libre para no hacer nada. Por lo visto ya volvíamos. Por la noche nos au­torizaron a subir al tren. Urco vol­vió a transmutarse en jefe del PC y a Paniagua lo volvieron a pi­llar. Finalmente, el tren arrancó. Pero duró poco el viaje, de madru­ga­da nos aparca­ron en una vía muerta de la estación de Zamora y allí pasamos varias horas. Al amanecer el tren arran­có de nue­vo. Todo el mundo pudo dormir ya que, por una vez, no hubo guardias.
Llegamos a Segovia a las nueve. Descargamos los vehículos y llegamos al cuartel. Nunca pensé que me alegraría al entrar en un cuartel. Pero fue así, todos estábamos contentísimos de volver a dormir bajo techo y de comer sopa sin tierra sentados a una mesa.
Se organizaron los turnos para ducharse en la única ducha de la batería. Empezaron los bisabuelos, por supuesto. A las diez entraba en la ducha el primero. Yo -puto guri- pude ducharme a las seis de la tarde. Y no fui el último. Para entretener la espera, nos dedicamos a descargar los camiones, maniobra que, por supues­to, super­visó Urco con su habitual aplomo.
Habíamos sobrevivido a nuestras primeras maniobras. ¡Qué bien!

lunes, 11 de enero de 2016

Aspariegos 9

Conquistamos unas cuantas colinas más y nos paramos en un prado a comer. La operación que debíamos hacer cada vez que interrumpíamos la marcha era considerable: los vehículos se estacionaban por bate­rías, formá­bamos para comprobar que nadie hubiese deserta­do, y finalmente se nos daba permiso para coger la bandeja e ir a hacer cola frente a la monísima cocina de campaña.
Después de comer levantamos de nuevo el campo y nos pasa­mos la tarde dando tumbos de un lado a otro. Por lo visto, el coman­dante me había retirado la inmensa confianza que había depositado en mí y ya no tenía sitio en su Land Rover. A par­tir de entonces me tocó ir en la caja de un camión, que no era tan cómoda como el Land Rover. Los cuatro infelices que allí íbamos nos pasamos la tarde sorteando las diversas cajas y bultos que cumplían fielmen­te la ley de la gravedad y nos caían encima. Íbamos por caminos polvorientos, y el polvo se filtraba por todas partes. Finalmen­te, llegamos a un bonito prado -más grande que el del mediodía- y allí acampamos. Tuvi­mos la suerte de poder montar las tiendas de día, pero el re­sultado no fue mejor que el de la noche anterior.
Me tocó guardia aquella noche. ¡Qué ilusión, mi primera guar­dia! Después de cenar me dirigí pletórico de anhelos, con mi instru­mento bélico entre las manos -el Cetme-, al cuerpo de guar­dia, que resultó ser un TOA de transporte. Los bisabuelos eligie­ron los primeros -de 10 a 12- y últimos relevos -de 6 a diana- , y a los putos guris nos reservaron los relevos inter­medios -de 12 a 2, de 2 a 4, de 4 a 6-. Me tocó puesto de 2 a 4 de la ma­druga­da, por supuesto. ¡Qué bien! Total, que nos fuimos a dor­mir, mientras los prime­ros centinelas partían rau­dos hacia sus puestos de guar­dia.
A la hora convenida, las dos menos cuarto serían, nos des­pertó el cabo de guardia. Hacía fresco. Los cuatro desventurados que en­trábamos de puesto cogimos el Cetme y en ordenada fila segui­mos al cabo, que iluminaba el camino con una linter­na, como un vulgar aco­modador. No había luna y no se veía na­da. Pero nada de nada. Ante la situa­ción, la lógica civil res­plandecía ante la rutina mili­tar: ¿para qué coño había que hacer guardia si el enemigo jamás, pero es que jamás, nos iba a encontrar? Y no sólo eso, es que ni si­quiera había enemigo. Lo habíamos ani­quilado por la maña­na, con la tenaza.
El cabo me dejó en mi puesto. Por lo visto, yo debía ve­lar por la seguridad del vértice norte del campamento. Mirara donde mirara, siem­pre veía lo mismo: la oscuridad. Qué bonito, pensé, pasar así dos horas de mi vida.
Al cabo de un rato se empezaron a oír unos lejanos soni­dos incoherentes. No decían nada de corrección tres o cuatro, sino que  parecían campanillas. Dado que estábamos relativa­mente cerca de Galicia, igual aparecía por allí la Santa Compaña. Mira, al menos hubiese estado entretenido un rato.
Después de un rato de oír campanillas y no saber por dón­de, el ruido lejano de un motor alteró la tranquila oscuridad de la noche. Luego apa­recieron unos faros que se iban acercan­do y no precisamente en línea recta. El Land Rover pasó a unos cinco metros de mí, y me vi obligado a darle el alto y pedir el santo y seña, más que nada por hacer algo. Me acer­qué. Conducía un capi­tán del regimiento de tan­ques que estaba acampado unos metros más allà del nuestro. El hombre iba bas­tante coci­do. Sus acompañantes no podían ni abrir los ojos.
- A la orden de usted, mi capitán.
- Hola. Que somos del Regimiento Farnesio, que volvemos al campamen­to. ¿Éste qué campamento es?
- El del Regimiento de Artillería, mi capitán.
- Ah, vale, vale. Buenas noches.
- A sus órdenes, mi capitán.
Y el Land Rover surcó de nuevo la oscuridad de las tres de la madrugada en busca del campamento del Regimiento Farne­sio. Qué dura es la vida del militar profesional, pensé.
Y en eso que los intestinos dieron el último aviso. Desde que empezaron las maniobras, sólo había ido de vientre una vez. Uno es de ciudad, ya lo dije antes, y está acostumbrado a cagar sentado y con ciertas comodidades. Y las letrinas habi­litadas en Aspa­riegos no invitaban a visitarlas muy a menudo. Hasta que después de cinco días de abstinencia, me decidí y me llegué hasta allí, provisto de medio kilo de papel higiéni­co. Mientras estaba en la faena llegó el Cabo Blanco, que iba a lo mismo, y que se situó a una distancia prudencial. Mien­tras hacíamos lo que hici­mos mantu­vimos un constructivo inter­cambio de opiniones. En fin, fue una expe­riencia.
Pero habían pasado otros cinco días, y tocaba evacuar de nue­vo. La ne­cesidad era apremiante. Así que no lo dudé. Me alejé unos me­tros del vértice norte del campamento, desprendí­me del Cet­me, me bajé los pantalones y calzoncillos y dejé actuar a la natu­raleza. Fue una experiencia interesante, va­ciarse en medio de la nada y oyendo campanillas. Por otra par­te, me inundaba una gran angus­tia, ya que en aquel momento el flanco norte del campa­mento se encon­traba desprotegido, y si atacaba el enemigo me encontra­ría en una postura muy comprome­tida y no muy mar­cial. Toda la se­guri­dad nacional se encontra­ba comprometida en aquel momento por mi cagalera. Pero ¡qué alivio!
Después de diez minutos, todo había terminado. Me alejé unos metros del lugar y recuperé mi posición en el vértice norte. Occidente podía estar tranquilo. Espero que allí, a lo largo de estos años, haya crecido un bello y hermoso roble. Por abono no quedó.

domingo, 10 de enero de 2016

Aspariegos 8

Al despertar, a la mañana siguiente, el cielo había caído sobre nuestras cabezas. De la Cruz y yo teníamos la tienda enci­ma. Menos mal que Gilito no estaba por allí. Desayunamos a la puta carrera, recogimos el campamento a la puta carrera y lue­go estu­vimos una hora parados, esperando iniciar la mar­cha.
Aquella mañana estaban previstas prácticas de tiro con las piezas ATP. Des­pués de un rato de marcha por una carretera comarcal desierta, paramos en una zona despejada. Las pie­zas ATP abandonaron la columna y tomaron posiciones en un cam­po cercano. Uno es de ciudad, pero es capaz de distinguir en­tre un terreno yermo y un campo sembrado. Y aquel campo estaba sem­brado. In­cluso diría que estaba muy bien sembrado. Bien, pues allí se apo­senta­ron las piezas, abriendo amplios surcos con sus metálicas cadenas. Levantaron los cañones y apun­taron. Por detrás estaban los del FDC. Yo pensaba en el pobre De la Cruz. Le to­caría reco­ger las mesas a él solo, pues yo seguía en el Land Rover del comandante, que se convirtió en el centro de mando, porque teníamos al tío de la radio.
El Comandante Cabezón y el Tecol se coloca­ron junto a la parte tra­sera del Land Rover. Los de FDC trans­mi­tían las coordenadas a las piezas, pero el Tecol debía darles el visto bueno, por lo que tenía­mos la radio conectada para oír las transmisiones. Pasó un heli­cóptero en vuelo rasante. Por lo visto era el general de la bri­gada, que inspeccionaba la Ope­ración Tenaza.
- Esto de dar una pasada con el licóstero debe ser una goza­da.
Tal fue el profundo comentario del Tecol.
Llegaban las coordenadas a la radio. El comandante las escu­chaba, consultaba sus papeles e intervenía:
- Corrección cuatro.
Y la pieza disparaba. Yo no sé si la corrección del cabe­zón se había tenido en cuenta, porque el cañón no se ha­bía movido ni un milímetro. Pero como uno no era militar profesional, no en­ten­día estas cosas tan complicadas. Pero el Tecol parece que tam­poco se enteraba mucho:
- Corrección cuatro -ordenaba el comandante-.
- Que no, que es corrección tres -exclamó el Tecol-.
- No, cuatro -insistía el cabezón-.
- ¡A ver, trae el libro!
Y allí estaban las máximas autoridades del Segundo Grupo  consultando en el libro si la corrección era tres o cuatro. Eso es profesio­nalidad.
En fin, las piezas disparaban -y el cañón seguía sin va­riar su ángulo de tiro, fuese la corrección tres o cuatro- y unos segundos después, a lo lejos, se veía surgir una columna de humo. Habíamos aniquilado a los rojos.
Luego nos enteramos de que las piezas no habían disparado obuses, sino simples salvas de pólvora. A unos centenares de metros, los zapadores, pasados unos segundos del estampido, desta­paban unos cuantos botes de humo donde se suponía que debía caer el proyectil, en el caso de que hubiese sido dispa­rado, claro. Ésas fueron las prácticas de tiro, el objetivo de las maniobras, que no se hi­cieron con fuego real porque resul­taban carísi­mas. Pero al ge­ne­ral le gustaron mucho y felicitó al coro­nel del regi­miento por lo bien que lo había­mos hecho. Y el coro­nel nos felicitó a noso­tros. La farsa seguía.
No nos enteramos de lo que dijo el payés zamorano al que las pie­zas ATP le habían destrozado el campo. Todo por la patria.


sábado, 9 de enero de 2016

Aspariegos 7

Y en eso que llegó el sábado. Por lo visto, ese día el enemigo tampoco pensaba atacarnos. Así que no había nada pre­vis­to. Era fiesta, como en la guerra de Gila. Fue un día apa­sionan­te. Parecía mentira, pero las bobadas del FDC, las char­las de La Tulipe y los arre­batos de Gilito llenaban el tiempo y no había ocasión de pen­sar en otras tonterías. Pero aquella tarde de sába­do no había nada que ha­cer, excepto sentarse en una de las mesas del bar a ver una bonita televi­sión de 14 pulgadas en blanco y negro. O be­ber. Pero el bar de la batería no pre­tendía hacer­nos la vida más agradable, sino sa­carnos los cuar­tos. Menudo era Urco para eso.
Nada para leer. Tontos de noso­tros, no ha­bíamos co­gido li­bros pensando que ocuparíamos Zamo­ra en algo más de una hora y es­taríamos muy ocupados ha­ciendo la tenaza al enemigo -los ro­jos, recordemos-. Fermín fumaba y tosía con­tinuamente. Al me­nos él estaba ocupado en algo de provecho. También Pretel estaba entre­te­nido comparando los bouquets de las cer­vezas El Águila y Mahou. El resto -De la Cruz, Velasco, Martínez el facha, yo...- nos as­queábamos en las tiendas. Ni siquiera podía­mos ir a dar una vuel­ta fuera del campamento. No había nada que ver, por su­puesto, pero un par de horas de ca­minata nos habrían bastado para cansar­nos un poco y llenar la tarde. Na­da, ni eso nos permitían. A lo mejor nos raptaba el enemigo, nos torturaba y revelábamos lo de la tenaza...
Bisabuelos, abuelos y padres resistían mejor la situa­ción. Estaban acostumbrados a la rutina militar. Pero nosotros no lle­vábamos ni un mes en el cuartel. En fin, alguno del re­emplazo no lo pasaba mal del todo. El Titulcia se aposentaba delante del televisor y comía pipas. Pipas, pipas, pipas... Miles, millones de pipas. Si fallaba la táctica de la tenaza, siem­pre po­dríamos lanzar al enemigo las cáscaras de las pipas del Ti­tulcia. Los rojos mori­rían aplastados.
Y también llegó el domingo. Después de desayunar empezamos a le­van­tar el campamento. Recogimos el bar, desmontamos las tien­das... La comida resultó de lo más nutritiva: sopa de tierra. Y llegó el gran momento. Nos íbamos de As­pa­riegos. Dejábamos Aspariegos. La columna, perezosamente, fue abandonando la gran explanada y enfi­ló el camino hacia lo des­conocido. Parece ser que final­mente íbamos a hacer la tenaza.

Me volvió a tocar ir en el coche del comandante ­cabezón. Eran las primeras horas de la tarde. Hacía sol. Nos movíamos por carreteras comarcales mal asfalta­das. Eso nos obliga­ba a ir muy lentos. Las cadenas de los TOAS y las pie­zas ATP irían la mar de bien para el as­fal­to. Pasábamos por pueblos peque­ños, semivacíos o va­cíos del todo. Y apenas se veían árboles.
El comandante se giró y se dirigió al de la radio, que la llevaba con la antena telescópica desplegada hacia el exterior del vehículo. Parecíamos un autochoque.
- Oye, baja la antena, que como pasemos por debajo de un cable eléctrico, nos vamos a tomar por culo.
La tarde prometía.
Después de dos o tres horas de trayecto, en las que no creo que hiciéramos más de 25 kilómetros, llegamos a otro pue­blo más o menos perdido. Allí debíamos acampar esa noche. Ocu­pamos una gran explanada a la salida del pueblo. Los luga­reños aparecieron en masa y rodearon el cam­pamento. Durante varias horas se entretuvieron en ver cómo lo mon­tábamos. Había lle­gado el circo.
Empezaba a anochecer. Primero montamos las tiendas de los mandos, con sus camitas y sus colchonci­tos Flex y Pikolín. No había peligro, el general ya debía es­tar lejos, tocando gene­rala. Cuando ya no había luz, se nos permitió montar nues­tras tiendas. Aquello fue patético. No se veía nada. Fer­mín no es­taba, le toca­ba guardia aquella noche. Y De la Cruz y yo en la vida había­mos montado una tienda. Y no había luz. No se veía nada, repi­to. Alguien tuvo la genial idea de encender los fa­ros de los vehícu­los. Algo se veía. Pero la tienda no subía del todo. Faltaban palos, sobraban vientos, recogíamos tem­pes­tades. Y en medio de tal maremágnum, apareció la luz de una linterna. El capitán de nuestra batería venía a ver cómo iba la cosa. E iba preguntando tienda por tienda si necesitábamos ayuda. Todo el mundo, henchido de orgullo militar, le dijo que no, naturalmente. Pero fue el único oficial que se dignó pasar por allí. El resto estaban muy ocupados ha­ciendo subir las ac­cio­nes de Mahou.