lunes, 3 de abril de 2017

El Careta

El día que llegamos al Regimiento, a finales de agosto, me llamó la atención un artillero con un marcado acento andaluz. Sentado en una de las banquetas de la batería a la hora de la siesta, departía amablemente con dos o tres guris, informándoles de aspectos varios de la vida del cuartel. Sólo vestía unos pequeños calzoncillos. El resto era todo músculo. Aquel hombre no tenía un solo gramo de grasa en su cuerpo.

El Careta, tal era el sobrenombre de nuestro hombre, pertenecía al reemplazo 80-3º, el reemplazo anterior al mío. Por tanto, era padre nuestro. El apodo de Careta se lo puso uno de sus compañeros de reemplazo, la Rata de Cloaca. Tal vez fuera uno de los sobrenombres más afortunados que vi en la mili, ya que cuando le veías la cara enseguida te venía a la memoria aquel chiste del tío que se fue a comprar una careta de carnaval y le dieron la goma.

En la vida civil, el Careta se ganaba la vida trabajando con una máquina retroexcavadora, la Retro para los amigos. Abría zanjas, hacía excavaciones, cosas así. De noche soñaba con la Retro, porque en medio del silencio de la batería, ya entrada la madrugada, los imaginarias se sobresaltaban cuando oían una potente voz andaluza susurrar “la joía máquina que no arranca, cohone...”. Enseguida se oía la voz del corneta Conesa, que dormía en la litera superior: “Que te calles, coño, joder con la puta máquina”.

Cuando llegamos al cuartel, el Careta era todavía artillero. Al poco de marchar el reemplazo 79-7º, nuestros bisabuelos, ascendió a cabo. Era un líder nato. Transmitía una confianza que no sabía comunicar ninguno de los oficiales de la batería. Jamás le vi enfadado ni de mala leche, en un lugar donde era fácil caer en estos estados de ánimo. Cuando daba una orden, solía empezar siempre con la frase “Oye, me hase el favó de...” y siempre conseguía lo que quería.

Tres meses después ascendió a cabo primero, junto con Manrique. La diferencia entre ambos era evidente. Manrique era el preferido de Gilito. Era buen chico, amable, simpático, guapetón, pero muy inseguro. Nunca se sintió a gusto con el galón amarillo en el hombro. En cambio, el Careta estaba la mar de contento y tranquilo en su nuevo cometido. Cuando no estaba de servicio, o aunque estuviera, solía pasar las horas hablando con el sargento Beguín en el repuesto de automóviles, una dependencia de la batería donde se guardaban piezas de recambio de los Land Rover y los Jeeps asignados. Algunos contaban que se tuteaba con el sargento, y que incluso una vez se le escapó una frase explosiva:

- A vé zi le hablas al Urco de lo de mi rebahe. Uy, perdón, al sargento primero...

Parece que al Beguín no le importó mucho la frase del Careta. Se llevaba mejor con él que con su inmediato superior.

En todo caso, el Careta tenía mucho más aguante que el Beguin ante el alcohol. Durante gran parte del tiempo que estuvimos en el Regimiento, la Plana del Segundo era la batería que se encargaba de llevar el Hogar del Soldado. Los cabos primeros tenían barra libre, y el Careta se encargó de apurar al máximo tal privilegio. En una tarde de primavera en que estaba de suboficial de semana, se tomó él solito veinticuatro cubatas. Veinticuatro. 24. Aquel día además era un día raro, un lunes de Pascua que en principio había de ser un día hábil pero luego se declaró festivo. Por tanto, había muy poca gente en el cuartel, y aparte de las guardias, no había servicios. No había nada que hacer. El Careta pasó la tarde en el Hogar, haciendo compañía a los camareros, todos de nuestra batería, mirando la película “Curriro de la Cruz” que hacían por la tele y trasegando cubatas.

Cuando subió a pasar retreta, a las diez y media, caminaba con cierto cansancio, pero su trayectoria era rectilínea. Se colocó entre el cabo cuartel y el furriel -un servidor-, frente a la tropa, para cumplir la liturgia de cada noche. Si yo hubiese bebido 24 cubatas en una tarde, estaría ingresado en la UCI aquejado de coma etílico. Pero allí estaba el Careta, resoplando y bufando, con la cara congestionada, pero de pie frente a la tropa que tanto le apreciaba. El cabo cuartel le dio novedades y yo le pasé la orden del día y la hoja con los servicios del día siguiente, para que los leyera.

Lo intentó, pero no lo consiguió. Dio el orden del día por sabido y me pasó la hoja de servicios:

- Hazme el favó, hombre, lee tu lo zervizio, que yo hoy no estoy mu fino.

- A la orden.

Y allí estuve yo leyendo los servicios como si fuera el suboficial de semana. Al día siguiente, cuando ya se le había pasado la trompa, iba explicando a todo el que le comentaba su hazaña:

- Tu zabe la película Currito de la Crú que hisieron ayé por la tele? Pué cuando aún no era famozo yo ya llevaba ocho cubata...

Hacia el final de la mili del reemplazo del Careta, llegó una orden del coronel en el que se ordenaba que la tropa debía tratar a los cabos primeros de usted, ya que se había observado excesivas complicidades entre artilleros y primeros. Algunos de ellos, cuando les tocaba hacer de suboficiales de semana, les costaba imponerse a la tropa. La reacción de la Rata de Cloaca cuando llegó la orden mencionada fue explosiva:

- ¿Que yo al Careta le he de llamar de usted? ¿Al Careta? ¿De usted?

Si algún cabo primero no necesitaba para nada esa orden, era el Careta.




sábado, 1 de abril de 2017

El Hogar del Soldado

     El Hogar del Soldado era el bar de la tropa, que lo denominaba El Hogar, a secas. Era un amplio local, muy desangelado, mal iluminado a pesar de sus amplias ventanas protegidas por mallas metálicas, gélido en invierno, con una larga barra y una amplia zona llena de mesas cuadradas, no muy grandes, rodeadas de incómodas sillas de plástico barato. Las mesas iban y venían, se juntaban y se separaban. Y las sillas, igual. Detrás de la barra había una cocina bien equipada, con asador de pollos incluido, y un par de puertas que daban acceso a los almacenes.

     A lo largo del día, el Hogar tenía dos grandes momentos. El primero se producía entre las diez y media y las once y media, la hora de almorzar, la hora del patio, para entendernos. A las diez y media se abrían las puertas del local y una inmensa masa famélica de guris, padres, abuelos y bisabuelos invadía la barra y posteriormente las mesas. En la barra, cuatro o cinco camareros intentaba atender a los hambrientos artilleros, cabos y cabos primeros, sin distinción de antigüedad. Allí se atendía al primero que se colaba, así de claro. En los últimos meses de mili, la Plana del Segundo asumió la gestión del servicio, con el sargento Eustaquio como jefe del equipo. El manchego Tamargo, Mariano, el Padre Damián, Garzón y algún artillero más de la batería pasaron a ser camareros y quedaron rebajados de servicios. A cambio, se ocupaban de limpiar el Hogar, reponer el género, descargar camiones, preparar bocadillos, atender la barra, cobrar y devolver cambios... Y de tanto en tanto, nuestro amigo Urco les obsequiaba con algún refuerzo o alguna imaginaria. El hecho de que Mariano, de mi reemplazo y vecino de taquilla, estuviera de camarero me proporcionaba ciertos privilegios. Cuando me veía tras la barra, en tercera fila, me preguntaba a gritos qué quería, yo le respondía gritando y al instante me lo daba. Si alguno de la primera fila se quejaba de que había llegado primero, Mariano le obsequiaba con uno de sus convincentes argumentos castrenses:

         - Vete a tomar por culo, gilipollas...

      Cuando el personal ya tenía el bocadillo en la mano se sentaba en una de las mesas del Hogar o bien volvía a la batería a comérselo allí. A las once y media se acababa el patio, la tropa desalojaba el local y el Hogar se cerraba. 

       El Hogar abría de nuevo a las seis, inicio de la hora de paseo, hasta las diez y media, hora de retreta. Las tardes eran más tranquilas, ya que mucha gente salía al mundo exterior y la clientela potencial disminuía considerablemente. Por la tarde no había aglomeraciones, muchas mesas permanecían vacías y en las ocupadas se sentaban sólo dos o tres personas. Bastantes mesas estaban ocupadas por un sólo artillero o cabo, normalmente bisabuelos, gente con mucha mili encima, que ya habían agotado el dinero y el entusiasmo, y que pasaban la tarde con un calimocho o un botellín de Mahou. De vez en cuando se producía un fenómeno remarcable, comparable a ciertos fenómenos naturales. Igual que en Yellowstone o en Islandia los géiseres estallan de repente soltando su vigoroso chorro de agua hirviendo hacia el cielo, como el ciprés de Silos, rompiendo el silencio, alguno de los abatidos y aburridos bisabuelos del Hogar se activaba de repente, se levantaba de la mesa y lanzaba un grito de guerra con un vigor insospechado en aquel cuerpo que tres segundos antes era una ruina humana:

     - ¡¡¡BISABUELERÍA!!!

     Al instante, y movidos por un invisible resorte emocional, seis o siete individuos se levantaban al unísono y respondían:

     - ¡¡¡BIEN!!!

     - ¡¡¡BISABUELERÍA!!!

     - ¡¡¡BIEN!!!

     - ¡¡¡BISABUELERÍA!!!

     - ¡¡¡BIEN, COÑO, BIEN!!! ¡¡¡HA SALIDO BIEN!!!

Una vez cumplido el rito, los bisabuelos se sentaban de nuevo, satisfechos de su espíritu de grupo. A veces algún abuelo se unía a la liturgia, para ir ensayando de cara al futuro. Desactivado el géiser emocional, podían darse dos alternativas: que se volvieran a amodorrar cada uno en su mesa y entrasen en un nuevo período de letargo, hasta nueva activación, o bien que se juntaran en varias mesas y empezaran a contarse batallitas, remontándose a la época del Ferral, opción esta que amenazaba el bienestar colectivo del Hogar, por la cantidad de decibelios inútiles desperdiciados en emitir gritos, risotadas y otros signos indicadores de cierta actividad cerebral periférica.

     En los últimos meses de mili, algunos días unos cuantos de la batería encargábamos a Tamargo, que era el jefe de los camareros, pollos a l'ast para la comida. Él mismo o alguno de sus compañeros los asaba en el asador industrial instalado en la cocina del Hogar. Se estaba tranquilo en la penumbra de aquella sala inmensa, sólo cinco o seis colegas, cada uno devorando medio pollo. 

     Un día encargué a Tamargo un par de pollos para comer, porque nos habíamos juntado cuatro clientes. El manchego me dijo que no podría ser, que la carnicería estaba cerrada y no podrían traer los pollos.

     - Pero si la pollería de enfrente está abierta -le comenté.

     - Sí, pero todo lo compramos en la carnicería de Vicente. No podemos comprar en otro sitio. Y hoy está cerrada. Si queréis los pollos para mañana no hay problema, pero hoy no puede ser.

      La carnicería de Vicente no era de Vicente, Vicente era el dependiente. La carnicería era propiedad de la mujer del teniente Ciruelo, que proveía de carnes, embutidos y pollos a las cocinas del Regimiento y del Hogar. Que la carnicería de la esposa del teniente suministrara en exclusiva al Regimiento sólo era una casualidad, por supuesto. Pero aquel día nos quedamos sin pollos.