viernes, 10 de marzo de 2017

Retretas

Se tocaba retreta a las diez y media. Si no había proble­mas, se pasaba en cinco minutos. Pre­viamente el cabo cuartel había formado la batería, había con­tado al personal y había dado nove­dades al suboficial de sema­na.
Frente a la batería formada se situaban el suboficial de semana (un cabo primero, un sargento o un sargento primero), el cabo cuartel y el furriel. El semana leía la orden del día siguiente, en donde se especificaba quien sería Jefe de Día, quién Capitán de Cuartel y a qué batería le co­rrespondía el Fu­rriel de Día y el Coche de Servicio. A conti­nuación el furriel más antiguo o el menos borracho leía los servicios del día si­guiente.
Era otro rito militar. El furriel mencionaba el servi­cio -guardia de prevención, de polvorines, de baterías, coci­na, imagi­naria, refuerzo- y el nombre y primer apellido del agraciado. Éste decía su segundo apellido y el servicio asig­nado. Con esta sencilla liturgia el artillero aceptaba el ser­vicio asignado, aunque a veces podía haber variaciones.
- Refuerzo de prevención, Juan Jiménez...
- León y me tocas un cojón.
- ¡Imaginaria arrestada!
- Y un cojón, tío, que he salido hoy de guardia y me co­rres­ponden dos días sin entrar.
El protestante era León, el Fitti, uno de los tiradores preferidos de Urco. El semana era Raúl, el pobre Raúl, al que los militares hicieron la mayor de las faenas ascendiéndole a cabo primero. Cada retreta con él era una aventura. Empezábamos a las diez y media, pero nunca sabíamos cuándo acabaríamos.
Raúl te­nía la costumbre de balancearse de un lado a otro mien­tras leía la orden. Una noche levantó la vista del papel y vio a toda la batería balanceándose a su mismo ritmo. Nervio­so, hizo lo que todo militar hubiera hecho.
- ¡Firmes! ¡Izquierda! ¡A cubrirse! ¡Derecha! ¡Descanso!
Y siguió leyendo la orden, pero violento, muy violento. Además, tenía problemas con los furrieles. Cada noche, en el estadillo de retreta, siempre nos dejábamos a alguien. Uno de permiso, un ingresado en el hospital de Valladolid, un arres­tado en prevención... Y en el último momento había que rehacer el estadillo deprisa y corriendo. Eso sí, cuando Raúl bajaba, siem­pre el último, a dar novedades al oficial de semana, el esta­di­llo de la Plana del Segundo era el más fresco del Re­gi­miento. Estaba recién hecho.
Agobiado por las obligaciones del cargo y sus propias limi­taciones, su ascenso había supuesto para él un suplicio añadido a lo que ya era la mili para cada uno de nosotros. Así que el Fitti se lo dijo un día claramante:
- Esto no es vida, tío. Mira, vete al capitán y se lo di­ces, mire, oiga, que yo no controlo, que no quiero ser cabo pri­mero, degrádeme, y él te degrada y ya está.
Pero Raúl aguantó hasta el final. Mientras duró su mi­li, su nombre sufrió una misteriosa transformación, a manos del Fitti. Empezó siendo Raúl, de Raúl pasó a Rauli, luego a Raulio y fi­nalmente se convirtió en Braulio. Cuando se licenció, toda la batería lo llamaba así. Algunos guris ignoraban que el cabo pri­mero Braulio en realidad se llamaba Raúl.
Cuando estaba de semana un sargento no se producían sali­das testiculares como la del Fitti. Entonces, gustaran o no gus­taran los servicios, no quedaba otra alterna­tiva que callarse.
Las retretas con Urco eran rápidas. Era un hombre efi­ciente que iba a por trabajo. No leía la orden, la bisbiseaba. Y de vez en cuando se permitía confraternizar con la tropa, para joderla. Como cuando se tenía que licenciar el reemplazo 3º del 80 -nues­tros padres, para entendernos-. El 1º del 80 se había licenciado en febrero del 82. Y una noche del mes de marzo, en que por al­gún oscuro motivo se encontraba de buenas, comentó:
- Este... ¿quieren que les diga la última macutada? Se ru­morea que los del tercero se van a licenciar para la feria.
- ¿En abril? -preguntó Andújar, que era sevillano.
- No, para la feria de Segovia.
- ¿¿¿En junio??? -bramó Felipe, que era de Rivas-Vacia­ma­drid.
La feria de Segovia se celebraba a finales de junio, efectivamente. Y no, no se licenciaron en junio, pero poco les faltó.
Las retretas con el sargento Beguín eran aún más rápidas que las de Urco. Normalmente solía llegar a la batería bastante cocido. Ni siquiera leía la or­den, delegaba en el furriel. Una vez cumplido el rito, abando­naba la batería con paso trémulo, al encuentro del oficial de semana, al que daría novedades. Luego se irían ambos a tomar unas cuantas copas para acabar el día. Ya se sabe, la dureza de la vida militar es legendaria.
El mejor de los suboficiales era el sargento Eustaquio. Lle­gaba, oía las novedades, leía la orden, se leían los servi­cios, preguntaba si alguien tenía algo que preguntar y se iba. Era el mando más apreciado por la tropa. O mejor, era el único mando apreciado por la tropa. Sólo tenía un defecto: era mili­tar.
A medida que pasaba el tiempo y estaba próxima la fecha de licenciamiento de un reemplazo, la gente se quemaba cada vez más y las retretas costaban de pasar. El reemplazo que mayor número de incidentes acumuló hasta su marcha fue justa­mente el tercero del 80. El Jula y el Tío Vueltas pasaban la hora de paseo en los lavabos, dándole a los porros y bebiendo ginebra barata junto a Millán y alguno más. Más de una vez estuvieron en formación aguan­tados por detrás por un compañe­ro. Una noche, el Jula salió de formación y fue a estrellarse contra los armarios donde se guardaban los equipos de topogra­fia, tal pedal llevaba. Otra noche, ya rota la formación, el Tio Vueltas se puso a gritar como un loco.
- ¡Montón de mierda! ¡Montón de mierda! ¡Montón de mier­da!
Así hasta que se cansó. Otro día, el Tío Vueltas era jus­tamente el cabo cuartel. A las diez y cuarto la batería estaba hecha un asco. Y esa semana no estaba de semana un primero sino un sargento. Si a las diez y media la batería estaba así, le podía caer un buen puro al Tío Vueltas. Por iniciativa de Mi­guel, entre cuatro o cinco cabos organi­zamos la limpieza de la batería: vaciar ceniceros y papele­ras, barrer... Y buscar al Tío Vuel­tas, que se encontraba de­rrumbado en el lavabo. No sé como lo hizo Miguel, pero a las diez y media, cuando entró el sargen­to, el cabo cuartel titular se encontraba de pie ante la ba­tería formada.
Otro zapatiesto se produjo entre el Jula y Cabo. El nombre completo de Cabo era Manuel Fernández Cabo. El Jula era calvo, bastante calvo. Era calvorota, vamos. Y nunca había existido excesiva simpatía mutua entrambos.
En las retretas, cuando el furriel pronunciaba:
- Manuel Fernández...
Éste, en lugar de decir Cabo, decía:
- Calvorota.
A lo que el Jula respondía:
- Tu puta madre.
Ante lo cual Cabo se revolvía indignado y se lanzaba con­tra el Jula, dispuesto a rahal.lo (pronúnciese la h aspirada). Afor­tunadamente, varias hi­leras de artilleros los separaban. Ellos mismos ya se situaban así, separados, para evi­tar males mayores. Con el tiempo, la situación se calmó. Y Cabo buscó nuevos ali­cientes para pasar la retreta:
- Manuel Fernández...
- Sargento.
- Manuel Fernández...
- Brigada.
- Manuel Fernández...
- Capitán.
Cada noche se ascendía un grado. Esta meteórica carrera militar quedó truncada por la licencia. Lástima.
Pasara lo que pasara, las retretas terminaban siempre con una frase ritual:
- Batería, rompan filas.
- ¡UNA MENOS!
Excepto una noche, en la que un grupo de elegidos, sólo un grupo de elegidos, ya bastante quemados, gritaban otra co­sa:
- Batería, rompan filas.

- ¡LA ÚLTIMA!

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