miércoles, 16 de diciembre de 2015

Ráfaga 28

Los comedores de tropa eran dos inmensas naves que po­dían albergar todos los reclutas del CIR. Decenas de mesas de ocho plazas se alineaban en ocho o nueve filas. Se entraba a comer por compa­ñías. Cuando todos los reclutas estábamos sentados, se empezaba a repartir la comida. Los de servicio de comedores avanzaban por los pasillos arrastrando varios carros donde se amon­tonaban decenas de fuentes con la comida del día. En cada mesa dejaban una. El pri­mero se servía, la pasaba al de al lado y así hasta el último. A veces, éste apenas encontraba nada en la fuente, lo que ha­cía que el extremo no fuera uno de los lugares más codiciados. Como contrapartida, el que había recibido la fuente y se ha­bía servido el primero debía ir a devolverla a la cocina a la puta carrera. Por la mañana, a la hora del desayuno, el mismo del extremo debía coger la jarra que había en la mesa e iba a la cocina. Allí había cua­tro in­mensas cubas de las que manaba café con leche con algo de bromuro diluido, seguramente. Una vez llena la jarra, volvía triunfante a la mesa y todos se servían. A veces, al último tampoco le tocaba nada. Lo mejor de las co­midas: el agua. Muy buena y muy fresca. Lo demás, des­testable. Cada tar­de, duran­te la hora de paseo, los polacos de la 34 íbamos a una espe­cie de economa­to, com­prába­mos de todo -pan, chorizo pam­ploni­ca, con­servas, le­che, bati­dos, vino- y meren­dábamos como dios manda, ya que la cena so­lía ser patéticamen­te esca­sa: sopa de sobre, un par de sal­chi­chas y una pieza -menor- de fruta. Pronto, ir a ver al se­ñor Oscar Mayer fue sinónimo de ir a cenar.

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