Los
comedores de tropa eran dos inmensas naves que podían albergar
todos los reclutas del CIR. Decenas de mesas de ocho plazas se
alineaban en ocho o nueve filas. Se entraba a comer por compañías.
Cuando todos los reclutas estábamos sentados, se empezaba a repartir
la comida. Los de servicio de comedores avanzaban por los pasillos
arrastrando varios carros donde se amontonaban decenas de
fuentes con la comida del día. En cada mesa dejaban una. El
primero se servía, la pasaba al de al lado y así hasta el último. A veces, éste
apenas encontraba nada en la fuente, lo que hacía que el extremo no fuera
uno de los lugares más codiciados. Como contrapartida, el que había
recibido la fuente y se había servido el primero debía ir a
devolverla a la cocina a la puta carrera. Por la mañana, a la hora del desayuno, el mismo del extremo debía coger la jarra que había en la mesa e iba a la cocina. Allí había cuatro inmensas cubas de las que manaba café
con leche con algo de bromuro diluido, seguramente. Una vez llena la jarra, volvía triunfante a la mesa y todos se servían. A veces, al último tampoco le tocaba nada. Lo mejor de las
comidas: el agua. Muy buena y muy fresca. Lo demás,
destestable. Cada tarde, durante la hora de paseo, los polacos de la 34 íbamos a una especie de economato, comprábamos
de todo -pan, chorizo pamplonica, conservas, leche,
batidos, vino- y merendábamos como dios manda, ya que la
cena solía ser patéticamente escasa: sopa de sobre,
un par de salchichas y una pieza -menor- de fruta. Pronto,
ir a ver al señor Oscar Mayer fue sinónimo de ir a cenar.
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