martes, 29 de diciembre de 2015

Regimiento 3

Y terminó el permiso. Y regresamos a Segovia, esta vez cada uno por sus propios medios, se habían acabado las excur­siones con los autocares del CIR.
Llegué a Segovia en tren, desde Madrid. Fui tranquila­men­te hacia el cuartel. Era un domingo de principios de sep­tiem­bre. Ano­checía, la gente paseaba, y dos­cientos putos guris se diri­gían, ahora sí definitivamente, hacia el bonito Regimiento de Artillería.
Entré en él y me dirigí a la batería. Había poca gente, lo normal un domingo por la noche hasta diez mi­nutos antes de retreta. Dejé el pe­tate en mi taquilla. Al poco llegó mi com­pañero de taquilla, Mariano. Era un chico de San Fernando de Henares, un pueblo cercano a Madrid. Comentamos lo tí­pico, qué tal el permiso, bien, ya ves, qué chungo, no? sí, mira, qué le vas a hacer... Fue una per­sona con quien no tuve ningún pro­blema a lo largo de la mili. Y eso que un día tuvo que pedir un permiso para asistir a un juicio en calidad de acusado. De robo. Debía ro­bar en la vida civil, porque en la militar, com­partí taquilla con él durante seis meses y nunca me faltó na­da. Nadie del reemplazo dio nunca la menor queja de Mariano. No sólo eso, durante el tiempo que estuvo de camarero en el Hogar del Soldado, siempre que veía a alguien de nuestro reemplazo en la cola lo atendía antes que a los otros, saltándose el turno. Si alguien se que­jaba, la respuesta de Mariano era con­tundente:
- Vete a tomar por culo.
Con lo que el quejoso tenía dos alternativas, callarse o ha­cerle caso a Mariano.
Si Mariano no creaba problemas, empezaban a acercarse al­gunos bisabuelos que sí podían crearlos. Apareció el armero bisabuelo, un individuo de gafas de culo de vaso y ha­blar apretujado.
- Oye, guri, ves a la Segunda Batería y pídeles la cinta de la ametralladora, que nos hace falta para mañana.
Que el armero me ordenara ir a buscar la cinta de la ame­tralladora tenía cierta lógica,en el caso de que allí se usaran cintas de ametralladora. Que detrás de él hubiera dos bisabuelos emitiendo risitas ahogadas hacía presuponer que aquello era la novatada reglamentaria. Pero bueno, había que se­guir la corriente, como nos había aconsejado el Alférez Ma­ture en el CIR. Así que salí del dormitorio rumbo a la Segunda Bate­ría a bus­car la cinta de la ametralladora. Detrás mío, los bisa­bue­los bobos de la Plana del Segundo venían a certificar que yo cumplía la gilipollez urdida por Culo de Vaso. Llegué a la Segunda Batería. Afortunadamente había poca gente. Le dije al cuartelero lo de la cinta de la ametralladora. Se volvió para reírse mejor y me dijo que esperara un momento, que lla­maba al suboficial de sema­na. Apa­reció éste, que resultó ser un cabo primero, y le repetí lo de la cinta de la ametralladora. El primero de semana era una perso­na sensa­ta:
- Chico, me parece que te están tomando el pelo.
- Ya me lo imagino, pero es que me están siguiendo un par de individuos y hasta que no me vean que he venido aquí no van a dejar de seguirme.
- Ya, ya. Bueno, pues aquí no tenemos cintas de ametra­lladoras.
- A sus órdenes.
Bajé la escalera y abajo me esperaban los dos bisasbobos.
- Oye, que no tienen cintas de ametralladora.
Ambos se reían y me felicitaron por haber cumplido tan bien la genialidad de Culo de Vaso. En su reducido cerebro existía la certeza de que yo, dentro de nueve meses, enviaría a algún puto guri recién llegado a la cocina a pedir la máquina de pelar ajos.
De regreso a la batería, Culo de Vaso también me hizo saber que había superado la prueba y era digno de permanecer allí. Lástima, ojalá me hubieran echado entonces.
Fue llegando la gente. Aparecieron Fermín y De la Cruz, y también el resto del reemplazo. Pasamos retreta, la primera allí. Lo que más nos sorprendió a los guris era la poca gente que había allí, unos sesenta tíos, compara­do con las enormes com­pañías del CIR. La retreta se pasaba en el vestíbulo, y fue rápida. Rotas las filas, los guris debía­mos buscar­nos una li­tera. Había unas sesenta literas y unos seten­ta ar­tilleros y cabos en la batería. Eso hacía que falta­ran diez literas, pero como siempre había quince o veinte miembros de la batería de guardia pasando la noche fuera, en la práctica sobraban lite­ras. El único problema era que los guris debíamos ir cada no­che de litera en litera, buscando las de aquellos que estaban de guardia. Era una forma de cono­cer la batería, dormir cada noche en una litera distinta. No fue hasta media­dos de octu­bre, cuan­do se marcharon los bisabuelos, que goza­mos de litera fija.
Dormimos más o menos. Todos esperábamos que hubiera más puteo por parte de los bisa­buelos hacia nosotros, pero las palabras de Buil y Félix habían funcionado. La primera noche nos dejaron dormir. Y las otras también, una vez los bisas cumplían el ritual de tirarnos picharri­ba. La litur­gia era sencilla: llegaban seis o siete bisabuelos ante la litera de un guri, lo desaloja­ban de ella y lo tiraban al sue­lo. Bueno, no era gran cosa. A mí sólo me lo hicieron una vez, y he de reconocer que hasta Montoya me ayudó a hacer la cama de nuevo. El que no aprendía era El Pestiño. Cada noche lo tira­ban. En­tonces él se cagaba en la puta madre que parió a los bisabue­los, con lo que a los dos minutos volvía a es­tar en el suelo. Y así noche tras noche, hasta que los bisa­buelos se cansaron del juego.
Y tocaron diana. Y empezamos la rutina que seguiríamos durante un año: formar a la puta carrera en el vestíbulo, recuento, rompan filas, lavarnos con agua fría -incluso en pleno invier­no-, mear, vestirnos, subir a desayunar formados, desayunar, volver a la batería, barrer y fregar -los guris-, nueva forma­ción para ver qué se hacía para llenar la mañana, etc...

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