La
instrucción sólo se interrumpía media hora a las once, para
comer un bocadillo. Hacía un calor sofocante y había
un sólo botijo para una compañía de 170 tíos. El menú era algo monótono, un bocadillo de fuagrá (Zopa díxit) i un trago de agua. Y a veces, ni trago de agua. Tras la pausa,
a veces hacíamos teórica en el garigolo. El garigolo era una
barraca cutre con cutres bancos de madera y un techo cutre a base de
placas de uralita, algunas translúcidas, que dejaban
pasar todo el calor del sol y hacía que nos cociéramos vivos allí
dentro. Casi era preferible pegar tumbos por el campo. De
regreso a la compañía, teníamos apenas media hora para
ducharnos y formar para ir a comer. Las duchas estaban
en la planta baja del edificio. Sin duda, era el lugar más agradable
del CIR en verano: dos paredes paralelas,
situadas a una distancia de un metro y medio, por las que asomaban
muchos caños, situados arriba y abajo. El agua fría salía a
presión. Daba gusto demorarse y dejar resbalar el
agua un largo rato por la piel, después de haber estado
toda la mañana saltando y haciendo el gilipollas. Uno de los
placeres mayores del CIR era plantarse ante uno de los caños
superiores, abrir la boca y beber, beber, beber... Era
recomendable, eso sí, vigilar los caños situados en la parte
inferior, ya que si un chorro a presión impactaba en los
huevos, la sensación no era tan placentera. Dos metros más
allà, los maricones latentes se daban el lote pasando entre
los mojados cuerpos desnudos. Otro placer consistía
en salir de la ducha y descubrir que no te habían robado
la toalla, la camiseta, las zapatillas...
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