domingo, 27 de diciembre de 2015

Regimiento 1

Después de la jura de bandera vino la semana de permiso. Fue el momento de reencontrarse con los amigotes, sobre todo con los que también habían marchado en el mismo reemplazo pero a distinto CIR. Jorge, por ejemplo. Había estado en Cerro Muriano, y no contaba cosas demasiado distintas de las que contaba yo. Ahora él iría destinado a Alcalá de Guadaira, cer­ca de Sevilla, a un regimiento de Infantería. A mí me mandaron a Segovia.
Nada menos que al Regimiento de Artillería de Campaña 41, casi nada. Cierto es que me respetaron el destino que pedí. Segovia era la provincia de la región militar que quedaba más cerca de Madrid, lo cual facilitaba las cosas para eventuales rebajes cogiendo el puente aéreo.
El domingo siguiente a la jura se repitió el rito: vestido de romano, ir a Barcelona para coger el autocar de vuelta a la mili. Pero ahora ya no íbamos a León, sino a Valladolid. Allí convergerían todos los autocares que salían de distintos puntos de la Península y nos reorganiza­ríamos según los destinos.
Era la última vez que la polaquería permanecería junta. A la mayoría, en función de sus carreras, les habían caído destinos apetecibles. Los médicos sabían ya seguro que iban a botiqui­nes o al Hospital Militar de Valladolid, lo que implicaba no volver a co­ger un Cetme en toda la mili. Chinarro se había colocado en fe­rrocarriles, gracias a distintas influencias. Él tampoco tocaría mucho el chopo. Pero no todo el mundo tuvo suerte. Jordi, a pesar de su título de ingeniero, pasó toda la mili cepillando caballos en Salaman­ca. Y no sólo cepi­llándo­los, el trato incluía también recoger la mierda, claro.
Llegamos a Valladolid a las cuatro de la madrugada. En una gran explanada de un desierto polígono industrial, bajo la luz ama­rillenta de las farolas, había unos veinte autocares y unos mil individuos todos vestidos igual. Al fondo, se veían unos bloques de pisos con todas sus luces apagadas. Los ci­viles seguían con su vida normal y dormían a aquellas horas. Ahora tocaba a cada uno coger los autoca­res a su destino: Salamanca, León, Astorga, Segovia... Los de Valladolid se quedaron allí, claro.
Me encontré con Koldo, el de Móstoles. Nos dimos un abra­zo efusivo y nos deseamos suerte. Él iba destinado a Astorga. No volví a verle más. Como a casi toda la polaquería. Allí nos despedimos y nos separa­mos.
El trayecto hasta Segovia en un vie­jo autocar duró casi dos horas. Aprovechamos para dor­mir. En un cruce de carrete­ras, en el duermevela, vi una indicación: SEGOVIA 52. Lo que repre­sentaba casi una hora para llegar, casi una hora más de sueño, casi una hora de libertad (vigilada), aún. Tiempo más tarde, en otro cruce, apareció otra señal: SEGOVIA 2. Lo que quería de­cir que la jodimos y que ya estábamos allí. De todas formas, yo no tenía un sentimiento excesivamente fatalista. Los ca­bro­nes de la 34 nos habían tratado tan mal, nos habían humi­llado e insultado tanto, que por fuer­za lo que encontrara en el cuartel sería mejor.
El autocar nos dejó en la plaza del Azoguejo, justo deba­jo del Acueducto. Aún estaba oscuro, aunque ya debían ser las seis de la mañana. Dejamos los petates en el suelo. El chófer nos indicó el camino para llegar a los cuarteles. Todos debía­mos ir hacia el mismo sitio, ya que los tres cuarteles de Se­govia -la Academia de Artillería, el Regimiento y el Parque Móvil- se encontraban prácticamente en línea.
Hubo gente que se dispersó en busca de algún bar. Unos cuantos destinados al Regimien­to decidimos ya ir para allá. Después de unos diez minutos, llegamos ante el cuartel. Ya había ama­necido. El cabo de guardia nos indicó que hiciéramos una fila ante la puerta. Fuimos entran­do de uno en uno. Atra­vesamos la puerta -por donde luego saldríamos tantas veces de paseo... y también por donde volveríamos otras tantas veces de paseo- y nos llevaron hacia la oficina del oficial de guardia. Después de saludar tal como se nos había enseñado en el campamento­, un cabo primero nos decía el destino definitivo, aunque todos lo sabíamos ya desde el CIR. En mi caso, me destinaron a la Plana Mayor de Segundo Grupo, la Plana del Segundo para abreviar.
- Precisamente aquí hay un artillero de esa batería que te acompañará. Montoya, acompaña a este guri a la Plana del Segundo.
De esta manera conocí a Monyoya, que estaba de guardia, por supuesto. Y comencé a ver como era el cuartel. La puerta de entrada se prolongaba en una calle que subía hasta otra puerta lejana, la puerta falsa. A la izquierda se abría un gran arco que daba paso a una gran pla­za, la Plaza del Lagar­to. Era una plaza no del todo cuadrada, muy grande, de unos cuarenta o cincuenta metros de lado, donde había varios vehículos milita­res y civiles aparcados, y que tenía en el medio una fuente con un lagarto. De ahí el nombre. De la boca del lagarto bro­taba un cho­rrito de agua que se desparramaba por el cuerpo del reptil de una forma muy poco marcial. Una de las primeras in­formaciones de Montoya fue que en invierno se helaba el cho­rrito. La segunda información era que ese mismo día, nuestro reemplazo se marchaba de permiso. Ya empezába­mos con las nova­tadas, pensé.


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