Después
de la jura de bandera vino la semana de permiso. Fue el momento de
reencontrarse con los amigotes, sobre todo con los que también
habían marchado en el mismo reemplazo pero a distinto CIR. Jorge, por ejemplo. Había estado en Cerro Muriano, y no contaba cosas
demasiado distintas de las que contaba yo. Ahora él iría destinado
a Alcalá de Guadaira, cerca de Sevilla, a un regimiento de
Infantería. A mí me mandaron a Segovia.
Nada
menos que al Regimiento de Artillería de Campaña 41, casi
nada. Cierto es que me respetaron el destino que pedí. Segovia era
la provincia de la región militar que quedaba más cerca de Madrid,
lo cual facilitaba las cosas para eventuales rebajes cogiendo el
puente aéreo.
El
domingo siguiente a la jura se repitió el rito: vestido de romano, ir a Barcelona para coger el autocar de vuelta a la mili. Pero ahora ya no íbamos a León, sino a
Valladolid. Allí convergerían todos los autocares que salían de
distintos puntos de la Península y nos reorganizaríamos según
los destinos.
Era
la última vez que la polaquería permanecería junta. A la mayoría,
en función de sus carreras, les habían caído destinos apetecibles.
Los médicos sabían ya seguro que iban a botiquines o al
Hospital Militar de Valladolid, lo que implicaba no volver a coger
un Cetme en toda la mili. Chinarro se había colocado en
ferrocarriles, gracias a distintas influencias. Él tampoco tocaría mucho el chopo. Pero no todo el
mundo tuvo suerte. Jordi, a pesar de su título de ingeniero, pasó
toda la mili cepillando caballos en Salamanca. Y no sólo
cepillándolos, el trato incluía también recoger la
mierda, claro.
Llegamos
a Valladolid a las cuatro de la madrugada. En una gran explanada de
un desierto polígono industrial, bajo la luz amarillenta de las
farolas, había unos veinte autocares y unos mil individuos todos
vestidos igual. Al fondo, se veían unos bloques de pisos con todas
sus luces apagadas. Los civiles seguían con su vida normal y dormían a aquellas horas. Ahora
tocaba a cada uno coger los autocares a su destino: Salamanca,
León, Astorga, Segovia... Los de Valladolid se quedaron allí,
claro.
Me
encontré con Koldo, el de Móstoles. Nos dimos un abrazo
efusivo y nos deseamos suerte. Él iba destinado a Astorga. No volví a verle más. Como a casi toda la polaquería. Allí nos
despedimos y nos separamos.
El
trayecto hasta Segovia en un viejo autocar duró casi dos horas.
Aprovechamos para dormir. En un cruce de carreteras, en el
duermevela, vi una indicación: SEGOVIA 52. Lo que representaba
casi una hora para llegar, casi una hora más de sueño, casi una
hora de libertad (vigilada), aún. Tiempo más tarde, en otro cruce, apareció
otra señal: SEGOVIA 2. Lo que quería decir que la jodimos y
que ya estábamos allí. De todas formas, yo no tenía un sentimiento
excesivamente fatalista. Los cabrones de la 34 nos habían
tratado tan mal, nos habían humillado e insultado tanto, que por fuerza
lo que encontrara en el cuartel sería mejor.
El
autocar nos dejó en la plaza del Azoguejo, justo debajo del
Acueducto. Aún estaba oscuro, aunque ya debían ser las seis de la
mañana. Dejamos los petates en el suelo. El chófer nos indicó el
camino para llegar a los cuarteles. Todos debíamos ir hacia el
mismo sitio, ya que los tres cuarteles de Segovia -la Academia
de Artillería, el Regimiento y el Parque Móvil- se encontraban
prácticamente en línea.
Hubo
gente que se dispersó en busca de algún bar. Unos cuantos
destinados al Regimiento decidimos ya ir para allá. Después de
unos diez minutos, llegamos ante el cuartel. Ya había amanecido.
El cabo de guardia nos indicó que hiciéramos una fila ante la
puerta. Fuimos entrando de uno en uno. Atravesamos la
puerta -por donde luego saldríamos tantas veces de paseo... y
también por donde volveríamos otras tantas veces de paseo- y nos
llevaron hacia la oficina del oficial de guardia. Después de saludar
tal como se nos había enseñado en el campamento, un cabo
primero
nos decía el destino definitivo, aunque todos lo sabíamos ya desde
el CIR. En mi caso, me destinaron a la Plana Mayor de Segundo Grupo,
la Plana del Segundo para abreviar.
-
Precisamente aquí hay un artillero de esa batería que te
acompañará. Montoya, acompaña a este guri a la Plana del Segundo.
De
esta manera conocí a Monyoya, que estaba de guardia, por supuesto. Y
comencé a ver como era el cuartel. La puerta de entrada se
prolongaba en una calle que subía hasta otra puerta lejana, la
puerta falsa. A la izquierda se abría un gran arco que daba paso a
una gran plaza, la Plaza del Lagarto. Era una plaza no del
todo cuadrada, muy grande, de unos cuarenta o cincuenta metros de
lado, donde había varios vehículos militares y civiles
aparcados, y que tenía en el medio una fuente con un lagarto. De ahí
el nombre. De la boca del lagarto brotaba un chorrito de
agua que se desparramaba por el cuerpo del reptil de una forma muy
poco marcial. Una de las primeras informaciones de Montoya fue
que en invierno se helaba el chorrito. La segunda información
era que ese mismo día, nuestro reemplazo se marchaba de permiso. Ya
empezábamos con las novatadas, pensé.
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