miércoles, 30 de diciembre de 2015

Regimiento 4

Pero los guris teníamos marcada una bonita actividad que iba a llenar tres semanas de nues­tra vida. Por si no habíamos tenido bastante en El Ferral, íbamos a hacer instrucción du­rante tres semanas más, mañana y tarde. Todos los guris -unos doscientos- estábamos formados a las nueve de la mañana en la plaza del Lagarto. Como siempre, a mí me pusieron delante. Era una de las ventajas de ser alto, siempre le veía el careto al teniente. Y él veía el mío, claro. Y el teniente que teníamos delan­te, el que nos iba a dirigir la instrucción, era La Tuli­pe.
La Tulipe tenía pinta de ario selecto, aunque usara ga­fas. Nadie es perfecto. Era un chico recién salido de la Aca­de­mia General Militar de Zaragoza, de los primeros de su pro­moción, por lo visto. Cuando apareció por la puerta del Regimiento, una sema­na antes de que nosotros llegára­mos, se folló a media guardia: uno por no levantarse a tiempo, otro por no saludar, otro por faltarle un botón en la camisa... Y no se folló al ofi­cial de guardia por­que se reprimió. Total, un encanto de hom­bre.
La Tulipe se encargaba de la sección del Segundo Grupo de Artillería ATP. No se trataba de la clasificación de tenistas profesionales, ATP significaba autopropulsada, es decir, que los cañones se movían solos. El Segundo Gru­po incluía la Plana del Segundo y la Cuarta y Quinta Baterías. Si existía un Segundo Grupo, debía haber un Primer Grupo, ló­gi­camen­te. Lo formaban la Plana del Primero y la Primera y Se­gunda Baterías. Completaban el Regimiento la Plana Mayor de Mando y la Batería de Servicios. Ade­más, había dos baterías fantasmas, la Tercera y la Sexta, que en caso de necesidad se podían crear y pasarían a engrosar el Primer y Segundo Grupo, respectivamente. Pero allí había más fantasmas que la Tercera y la Sexta.
Del Primer Grupo se encargaba El Camulo, un teniente jo­ven que iba como una moto, el te­rror de todo, de las guardias, de las imaginarias... de todo. De la PMM y Servicios no me acuer­do quien dirigia la instrucción.
Controlando todo esto, un capitán, el Nazi, como lo lla­maban sus propios compañero oficiales.
Fueron tres semanas mortales. No parábamos de dar tumbos. El día se iniciaba con una iro­nía. Cada mañana, después de diana, alguien ponía la radio en la batería. Y cada mañana nos martilleaban los chicos de Mecano con su "Hoy no me puedo levantar", de moda en aquella época. A nosotros nos pasaba lo mismo, pero no precisamente por habernos sentado fatal el fin de semana. Una vez formados, la jornada castrense se iniciaba con instrucción de orden cerrado. Es decir, desfilar, izquier­da, izquierda, izquierda, derecha, izquier­da... Dado que el trabajo era muy duro, la instrucción era dirigida por dos sar­gentos y por el primero Félix, mientras el Nazi y los tenien­tes se sacrificaban bebiendo cerveza en la Sala de Oficiales. Después de eso, nos lleva­ban a hacer gimna­sia al campo de de­portes. Una hora más pegando saltos. La maña­na podía aca­bar con una hora de teórica impartida por La Tuli­pe o por más instruc­ción de orden cerrado.
La tarde dependía de cómo había ido la mañana. Pero so­líamos hacer más teórica. La Tulipe nos llevaba a algún bonito rincón del cuartel y nos instruía en las bellas virtudes de las Reales Ordenanzas Militares. Nos hacía apren­der determina­dos artículos, que lue­go debíamos recitar como loritos amaes­trados. Pero no todos tenían suficiente habilidad para memori­zar los textos. Era el caso del Titulcia. Era un buen chico, gordo, cua­drado, pero con muy poca sal en la molle­ra, con per­miso de Cervantes. Total, que siempre que le pre­guntaba La Tulipe, y La Tulipe siem­pre le preguntó cuando descubrió que el Ti­tul­cia era un chivo expiatorio magnífico, nunca sabía qué res­pon­der, con lo que La Tulipe le ordenaba copiar no sé cuan­tas veces no sé cuántos boni­tos artículos de las bellas Reales Ordenanzas Militares. El Titulcia se pasó las tres semanas de la instrucción copiando en la batería durante las horas de paseo. La Tulipe, con su gran sentido del humor, llamaba a eso el Curso de Amanuen­ses. No sólo copió el Titulcia, había va­rios ama­nuenses más en el Segundo Grupo. Pero una cosa hay que reconocer: por mucho que le hicieran copiar, el Titulcia ja­más, pero es que jamás fue capaz de decir una respuesta co­rrecta. Él tenía su orgullo, faltaría más. 
De vez en cuando, en plena exposición patriótica y castrense, a La Tulipe le daba una especie de yuyu y nos gritaba: 
- ¡¡¡En pie!!! 
Entonces todos nos poníamos en pie, mientras pasaba por allí un yayo a marcha lenta, que resultó ser el coronel del Regimiento, poca broma. La Tulipe se le cuadraba y le daba novedades.
- Sin novedad, mi coronel. ¡A la orden de usía!
A lo que el coronel hacía un gesto con la mano como queriendo decir que se la sudaba mucho lo de las novedades y que se iba a casa, que ya había trabajado bastante por aquel día. Recobrada la cordura, La Tulipe nos ordenaba sentarnos y proseguía su amena charla, mientras el Titulcia preguntaba al de al lado: 
-¿Y ese tío quién es?
Una tarde nos metieron en camiones y nos llevaron a Bate­rías. Baterías era un gran campo militar situado a las afueras de Sego­via. Allí se hacían prácticas de tiro con Cetme, con piezas ATP -autopropulsadas, recordemos- o ejercicios tácti­cos. Nosotros hicimos esa calurosa tarde de septiembre una bonita tanda de ejercicios tácticos. Arriba y abajo, nos pasa­mos dos horas con­quistando colinas a la puta carrera, arriba y abajo, cuerpo a tierra, al ataque, arriba, abajo, a sus órde­nes, vamos, co­ño, que parecéis mariconas, ostia, que no esta­mos aquí de va­caciones -eso era cierto, lo podía jurar-, que se joda el ene­migo, hoy no me puedo levantar, vamos, que somos los mejores -no, otra vez no, había vuelto Zopa...-. Como tra­ca final, simulamos un ata­que aé­reo. Nos echa­mos cuerpo a tie­rra en unas oquedades del te­rreno. Se trataba de aprender a pasar desapercibidos en un ataque aéreo. Con todos los guris del Segundo Grupo pegados a tierra, La Tulipe, con voz profun­da, iba desgranando un psico­drama en el que nos hacía imagi­narnos el rumor de los motores de los aviones acer­cándose cada vez más. Se trataba de que cuando los aviones estuvieran enci­ma nuestro, nadie debía mo­verse. Con el tute que nos habían dado, hu­biese tenido mucho mérito que alguien se hubiera movi­do, con aviones o sin ellos. Cuer­po a tierra, oyendo los lati­dos del corazón a mil por ho­ra, con la cara completa­mente con­gestiona­da, la ropa empapada de sudor, el Cetme deba­jo de mi cuerpo, pensaba yo a ver si había suerte y me caía en­ci­ma una bomba y aquello se acababa. Final­mente acabó la pantomima. Nos mandaron levantar, formamos y, como pudimos, subimos a los camiones. Regresamos a la bate­ría, donde no pu­dimos ni duchar­nos. En una mesa, Montero, un bisa­buelo que conducía uno de los camio­nes, comentaba con Mon­toya la caña que nos estaban dando.
- ¿Pero a vosotros no os hicieron hacer también toda esta instrucción? -les pregunté-.
- Qué va, nada. No hicimos ningún período de instrucción ni nada -dijo Montoya-. Eso sí, el segundo día de estar aquí yo ya entré de guardia.
Era la única ventaja que teníamos, mientras durara el período de instrucción no haríamos guardias. Pero no sé qué podía ser peor.
Otro día, en Baterías, hicimos prácticas de tiro. Diez balas a cada uno. Ni apunté. Ante la diana, comprobando los resultados, el Nazi se dirigió a mí:
- Contigo el enemigo puede estar tranquilo.
- A sus órdenes.
Fue el acto castrense del que me siento más orgulloso.
También hacíamos marchas. Hicimos una diurna y otra noc­turna. La marcha diurna nos llevó hasta San Ildefonso. Fuimos por Baterías, a campo través. A veces pasábamos al lado del esque­leto de una vaca que había sido alcanzada de lleno por algún obús de las piezas ATP -autopro­pulsadas, como ya sabe­mos-. Para no per­der las costumbres de la vida civil, me caí andando. Pero la cosa fue relajada, el Nazi, que encabezaba la marcha, no estaba para muchos trotes, así que en el fondo la marcha resultó ser un agradable paseo cam­pestre.
La marcha nocturna fue más divertida. Salimos a eso de las once. Atravesamos en columna una ciudad completamente de­sierta y nos dirigimos hacia el campo. La Tulipe y los sar­gentos abrían la marcha del Segundo Grupo. Saliendo de la zona urbana, a un lado del camino, junto a un descampado, había un R-7 sospecho­so. La Tulipe or­denó parar la columna, se adelantó y con una linterna enfocó el interior del coche. Rápidamente se cuadró y dió las buenas no­ches. Ordenó seguir. Toda la columna, dos­cientos putos guris calientes, más quemados que las pistolas del Coyote, pasó al lado del R-7 sospechoso, profiriendo toda suerte de comentarios procaces.La pareja que estaba dentro aún se debe acordar de las famílias de todos nosotros.
Rodeamos Segovia por carreteras y caminos en columna de a tres. Caminábamos por el lado izquierdo de la carretera, y ló­gicamente ocupábamos medio carril de los coches. La columna del Primer Grupo encabezaba la marcha, y los tres guías llevaban sobre el pecho tres grandes placas reflec­tantes, para ser vis­tos por los coches. El efecto que debíamos producir en los automovilistas no sería muy tranquilizador: a seis meses del 23-F, cruzarse de noche por la carretera con 200 indi­viduos uniformados y armados... que iban andando y no muy deprisa, eso sí. En el fondo la marcha nocturna también resultó agradable, un bonito pa­seo nocturno conversando con el personal. Regresamos al cuar­tel a la una y media. Al menos aquella noche no nos tocó ima­ginaria. Porque los primeros servicios que hicimos fueron imagina­rias. Desde la primera noche de estar allí.
A las once el corneta de guardia tocaba silencio. Según quién estuviera de guardia, se intuía el toque por la hora más que por las notas musicales. Todas las luces de todas las ba­terías se apa­gaban y se en­cendían los pilotos rojos. En la Plana del Segundo había tres: uno en la sala de la televi­sión, otro junto a la furrielería y el terce­ro en el otro ex­tremo de la batería, junto al pasi­llo de los lavabos. Las tres bombi­llitas rojas daban a la batería la apariencia de una discoteca de macarras o de un laboratorio fotográfico, a elegir. La gente pululaba de un lado a otro hasta pasadas las doce. Los bisabuelos tiraban a los guris picharriba, los que estaban de guardia de prevención subían a buscar algo para co­mer, y nadie hacía caso al pobre imaginaria -Fermín, De la Cruz, el facha Martínez, Velasco, yo mismo- que pululábamos también por la batería aferrados a nuestro terrorífico mache­te. Rápida­mente comprendimos de qué iba la historia, y si a uno le tocaba la primera imaginaria, lo más cómodo era sentar­se en alguna de las literas a hablar con los colegas. El ofi­cial de guardia esta­ba muy cómodo en su despacho viendo la tele y trasegando Mahou Cinco Estrellas y no se iba a molestar en hacer una ronda por las bate­rías para pillar a imaginarias somnolientos. Excepto si de guardia estaba El Ca­mulo. Enton­ces, pocas bromas.
Según las ordenanzas, a las once todo el mundo debía es­tar en la camita y dormidito. Pero esto era pura entelequia, ya hemos comentado el ambiente verbenero que había en la bate­ría las noches de septiembre. El problema era que si subía algún mándo y se encontraba con la verbena montada, el que recibía era el imaginaria, pues él y sólo él era el máximo responsable del orden público de la batería durante las horas nocturnas. Tanta resposabilidad abrumaba. Quedaba el recurso de pedir a los bisabuelos que callaran, pero hasta en la China saben que a un bisabuelo no lo hace callar un guri -un puto guri- que esté de imaginaria.

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