lunes, 28 de diciembre de 2015

Regimiento 2

Unas escaleras interiores daban acceso desde la plaza del Lagarto a la Plana del Segundo y a la Cuarta Batería. Montoya me abrió la puerta de la Plana. Entramos en una sala grande, con un montón de sillas de bar amontonadas contra una pared. Frente a la puerta, una mesa y el cuar­telero que la ocupaba.
- ¡Batería, un guri! ¡Hola, guri!
- ¡Anda que no te queda mili ni ná!
Había poca gente en la batería. Ya se había tocado diana y el personal estaría en los come­dores desayunando, pues apenas quedaban dos o tres soldados en el dormitorio, situado a continua­ción de la sala de entrada. El dormitorio estaba formado por dos naves no muy amplias, separadas por una hilera de columnas con arcadas. ­Cuatro filas de camas y taquillas se agru­pa­ban en torno a las paredes y las columnas. Quedaba un pasillo central en cada nave, tampoco excesivamente amplio. Me dio la impresión de que había ido a parar a una batería con poca gen­te, pues no se veían más de setenta u ochenta camas, aunque había algunas literas de tres pisos.
El cabo cuartel se dirigió a mí:
- Busca tu taquilla, todas tienen el nombre. Deja el pe­tate dentro y pasa por la oficina. Por cierto, no hace falta que te cambies, os volvéis a marchar hoy de permiso.
- ¿Seguro?
- Sí, no es ninguna novatada.
- ¿Y cómo es eso?
- Y yo qué sé, tío...
Recorrí la batería buscando mi taquilla hasta que la en­contré. Gris, vieja, cutre. Con una etiqueta en la puerta con mi nom­bre y la abreviatura "Artº" antepuesta. Deduje que que­ría decir "artillero", y acerté. La abreviatura se pres­taba al chiste fácil, todos éramos Artºs y estába­mos har­tos de mili.
Apareció de un cuartito otro artº que me preguntó el nom­bre. Cuando se lo dije, me respon­dió airado.
- ¡No! ¡Tú te llamas guri! ¡Guri!
- Bueno, bueno.Pues guri...
Por lo que seguí deduciendo, allí llamaban guris a los re­cién llegados, aquellos a quienes quedaba -nos quedaba- un montón de mili. En El Ferral se nos llamaba chivos, aquí gu­ris. Todo un trabajo de preparación psicológica durante la semana del permiso de jura asimilando mi nuevo status de chivo, y ahora resulta que era un guri. Un puto guri. Y además artº. Estába­mos bue­nos.
Me presenté en la oficina, un recinto pequeño, de no más de cinco metros cuadrados, donde se amontonaban cuatro mesas, cuatro sillas, varios armarios y un furriel con los galones de cabo en las hombreras y una gorra con el galón de cabo prime­ro en la cabeza. Bueno, si todas las novatadas eran como ésa, íbamos bien.
El furriel, Ruiz, me tomó los datos y me informó, por si no lo sabía, que ese mismo día nos íbamos de permiso.
- Espérate por ahí fuera hasta que te llamen los tenien­tes.
Así que me senté en una de las banquetas que había junto a las literas. Mientras tanto, iban llegando con cuentagotas los otros miembros de mi reemplazo. Y también la gente de la bate­ría. Algunos gritaban alborozados al vernos, o bien nos preguntaban el nombre y a continuación ve­nía lo de:
- ¡No! ¡Tú te llamas guri! ¡Guri!
- Vale, vale... Guri.
Acostumbrado a los animales de la 34, me dio la impresión de que allí estaría mejor.
Me llamaron los tenientes. ¿Da usted su permiso? Descu­brirme. A la orden. Se presenta el artillero...
Los tenientes -luego los identificaría como el Tedientes y el Chusquero- repasaron los datos que había dado al furriel y me preguntaron si tenía alguna habilidad de tipo manual. Ante mis dudas, aclararon: albañil, electricista, mecánico...
- No, mi teniente. 
Me mandaron descansar y que ya me po­día ir. Luego pusieron una cruz sobre mi ficha
No había muchas cosas que hacer allí, o eso parecía. Tan sólo debíamos esperar a que dieran las seis de la tarde para irnos de nuevo a casa y regresar el domingo siguiente. Aquello era de­mencial. Pe­ro era el ejército. En fin, descubrí donde estaban los lavabos de la batería, las bonitas vistas del patio del Lagarto y poco más.
A media mañana emperazon a llegar los de Madrid. Prácti­camente la mitad del reempla­zo eran madrileños. Y luego, con el tiem­po, descubriría que más de la mitad de la batería venía de Madrid o de zonas cercanas. Era lógico, apenas hay 100 ki­lómetros entre Madrid y Segovia, y habían elegido el destino más cercano a su casa.
Los de Madrid lo tenían bien, habían cogido el tren de cercanías y en dos horas se habían plan­tado en Segovia. Entre las diez y las doce llegó todo el reemplazo. Y apareció De la Cruz. Yo no lo conocía, por supuesto. Llegó con su petate al hombro, su cara de no gustarle la mili y su bigote. Le había tocado la taqui­lla situada enfrente de la mía. Estaba guardan­do el peta­te cuando pasó un artillero y le hizo la pregunta consabida, recibiendo la misma réplica que yo:
- ¡No! ¡Tú te llamas guri! ¡Guri! ¡Y ese bigote te lo afeitas!
Cuando el interfecto se fue, me pareció oír murmurar a De la Cruz no sé qué de afeitar el bigote a la puta madre de al­guien, pero no estoy se­guro del todo.
Bien, era fácil distinguir a los del reemplazo 80-5º, mi reemplazo, en­tre la gente de la Plana del Segun­do. Todos vestidos de boni­to y sentados en los bancos esperando que pasara algo. Sin duda para que no nos aburriéramos, el cabo cuartel nos enseñó dónde se guardaban las escobas, los cubos y los mochos y nos dijo que después de comer nos tocaría fregar la batería. Y no sólo eso, esta liturgia de fregar la batería la haríamos tres veces al día, después de desayunar, después de co­mer y antes de re­tre­ta, durante tres meses, justo hasta que llegara el reempla­zo 80-7º. Con razón los más contentos de vernos eran los del re­emplazo anterior al nuestro, los del 80-3º. Quedaban libera­dos de la obligación de fregar, y además habían ascendido de putos guris a padres.
A la hora indicada subimos a comer. De entrada, allí no se iba a comer en formación, sino que el horario de comedor era de una a dos y media, y cada cual iba cuando quería. Esa varia­ción ya era una ventaja respecto de las normas estrictas del CIR. Atra­vesamos la plaza del La­garto, pasamos por un pe­queño túnel, aparecimos en un pequeño patio, seguimos subien­do, lle­gamos a otro patio algo más grande, lo superamos tam­bién y finalmente lle­gamos al último pa­tio, en donde estaba la puerta del comedor.
Era un local amplio, alargado, con dos filas de mesas de a ocho y un amplio pasillo central. La pared lateral estaba adornada con una bonita serie de escudos guerreros, presidida por uno mayor, bajo el cual se encontraba escrita la divisa "Santiago y cierra España", la del Capitán Trueno. A pesar de que estaba bas­tante lleno, no se oía excesivo rui­do. Se hacía co­la, se cogía una bandeja de autoservicio y se iba pa­sando por el mos­trador don­de la gente del servicio de comedores iba colo­cando la co­mida sobre las bandejas. Luego nos sentamos a co­mer.
Las miradas de los veteranos y los comentarios eran ine­vitables. Pero al margen de los comentarios sobre el montón de mili que nos quedaba, más que a Franco cuando era cabo, el ambiente era mucho más relajado que en el CIR. Aquel mismo día conocimos a los dos prime­ros de nuestra batería, Félix y Buil. Ambos nos trataron con respeto y educación, o mejor, con com­pañerismo, muy lejos de la fanfa­rronería, la prepotencia y la ignorancia de Zopa, el fascis­mo del Fascista o la violencia del Media Mier­da.
Félix y Buil eran ya bisabuelos, y apenas les quedaban dos meses de mili. Sabían tratar a la gente y ordenar las co­sas. No sólo eso, cuando ordenaban algo solían añadir "por favor". Una de las primeras cosas que dijo Buil aprovechando una formación en que estábamos veteranos y gu­ris fue que no pensaba tolerar no­vatadas en la batería, ni una, y que si te­níamos algún problema se lo dijéramos a él. Félix corroboró a su compañero. En fin, no habíamos ido al RACA 41 de vacacio­nes, pero los días locos de la 34 pertenecían ya al pasado. De todas formas, no todo el mundo lo había pasado mal en el CIR. Meses más tarde, en una de nues­tras conversaciones, De la Cruz me dijo que él había estado en la Compañía 12 -la mejor, por supuesto- y que el trato que les habían dado los veteranos había sido correcto.
Después de comer volvimos a la batería. Los veteranos se tum­baron en sus literas, ya que hasta las cinco tocaba siesta. Pero nosotros no teníamos literas asignadas, así que no pudi­mos tumbarnos, seguimos sentados en los banquitos hablando con veteranos insomnes que nos expli­caban pormenores del funciona­miento de la batería y el cuartel. En conjunto, las normas pare­cían más lógicas que las del CIR. Y convenía adaptarse a ellas, pues aún nos quedaba un año, ¡UN AÑO! de mili.
En seguida nos dimos cuenta que el que más tosía de nues­tro reemplazo era Fermín. Era navarro, claro. Había pedido tres mil prórrogas y allí estaba, con 24 años. De la Cruz lo bau­tizó como El Viejo. Desde que llegó por la mañana ya se había fumado un pa­quete de Ducados. El primero de los centenares que se fumó entre aquellas paredes.
Y llegaron las seis. Cogimos los petates, los pases de permiso, bajamos al patio, forma­mos, y ale, para casa. Dos­cientos guris reexpedidos a casa tras hacer un montón de kiló­metros. Demencial. Y agradable, claro, mejor ir a casa que quedarse allí.
Llegamos a la estación de Segovia y cogimos el primer tren para Madrid. Fui con Jordi y otros dos colegas de Barce­lona que había conocido en el autocar de Valladolid. A ellos los ha­bían des­tinado a la Plana del Primero. Y Jor­di debía tener un enchufe considerable, porque llegó a ser ordenanza del comandante. En el andén había cuatro tíos de la PM, la Policía Militar. Jordi conocía a uno de ellos. Era de nuestro reemplazo. Se había metido voluntario en la PM porque decían que tenían más permi­sos. Y ahora él se quedaba allí y nosotros nos íbamos. De per­miso.
Que se joda el PM.

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