Unas
escaleras interiores daban acceso desde la plaza del Lagarto a la
Plana del Segundo y a la Cuarta Batería. Montoya me abrió la puerta
de la Plana. Entramos en una sala grande, con un montón de sillas de
bar amontonadas contra una pared. Frente a la puerta, una mesa y el
cuartelero que la ocupaba.
- ¡Batería,
un guri! ¡Hola,
guri!
- ¡Anda
que no te queda mili ni ná!
Había
poca gente en la batería. Ya se había tocado diana y el personal
estaría en los comedores desayunando, pues apenas quedaban dos
o tres soldados en el dormitorio, situado a continuación de la
sala de entrada. El dormitorio estaba formado por dos naves no muy
amplias, separadas por una hilera de columnas con arcadas. Cuatro
filas de camas y taquillas se agrupaban en torno a las
paredes y las columnas. Quedaba un pasillo central en cada nave,
tampoco excesivamente amplio. Me dio la impresión de que había ido
a parar a una batería con poca gente, pues no se veían más de
setenta u ochenta camas, aunque había algunas literas de tres pisos.
El
cabo cuartel se dirigió a mí:
-
Busca tu taquilla, todas tienen el nombre. Deja el petate dentro
y pasa por la oficina. Por cierto, no hace falta que te cambies, os
volvéis a marchar hoy de permiso.
- ¿Seguro?
- Sí,
no es ninguna novatada.
- ¿Y
cómo es eso?
- Y
yo qué sé, tío...
Recorrí
la batería buscando mi taquilla hasta que la encontré. Gris,
vieja, cutre. Con una etiqueta en la puerta con mi nombre y la
abreviatura "Artº"
antepuesta. Deduje que quería decir "artillero", y
acerté. La abreviatura se prestaba al chiste fácil,
todos éramos Artºs
y estábamos hartos de mili.
Apareció
de un cuartito otro artº
que me preguntó el nombre. Cuando se lo dije, me respondió
airado.
- ¡No! ¡Tú
te llamas guri! ¡Guri!
-
Bueno, bueno.Pues guri...
Por
lo que seguí deduciendo, allí llamaban guris a los recién
llegados,
aquellos a quienes quedaba -nos quedaba- un montón de mili. En El
Ferral se nos llamaba chivos, aquí guris. Todo un trabajo de
preparación psicológica durante la semana del permiso de
jura
asimilando mi nuevo status de chivo, y ahora resulta que era un
guri.
Un puto guri. Y
además artº.
Estábamos buenos.
Me
presenté en la oficina, un recinto pequeño, de no más de cinco
metros cuadrados, donde se amontonaban cuatro mesas, cuatro sillas,
varios armarios y un furriel con los galones de cabo en las
hombreras y una gorra con el galón de cabo primero en la
cabeza. Bueno, si todas las novatadas eran como ésa, íbamos bien.
El
furriel, Ruiz, me tomó los datos y me informó, por si no lo sabía,
que ese mismo día nos íbamos de permiso.
-
Espérate por ahí fuera hasta que te llamen los tenientes.
Así
que me senté en una de las banquetas que había junto a las
literas. Mientras tanto, iban llegando con cuentagotas los otros
miembros de mi reemplazo. Y también la gente de la batería.
Algunos gritaban alborozados al vernos, o bien nos preguntaban el
nombre y a continuación venía lo de:
- ¡No! ¡Tú
te llamas guri! ¡Guri!
-
Vale, vale... Guri.
Acostumbrado
a los animales de la 34, me dio la impresión de que allí estaría
mejor.
Me
llamaron los tenientes. ¿Da
usted su permiso? Descubrirme. A la orden. Se presenta el
artillero...
Los
tenientes -luego los identificaría como el Tedientes y el
Chusquero- repasaron los datos que había dado al furriel y me
preguntaron si tenía alguna habilidad de tipo manual. Ante mis
dudas, aclararon: albañil, electricista, mecánico...
-
No, mi teniente.
Me mandaron descansar y que ya me podía ir.
Luego pusieron una cruz sobre mi ficha
No
había muchas cosas que hacer allí, o eso parecía. Tan sólo
debíamos esperar a que dieran las seis de la tarde para irnos de
nuevo a casa y regresar el domingo siguiente. Aquello era demencial.
Pero era el ejército. En fin, descubrí donde estaban los
lavabos de la batería, las bonitas vistas del patio del Lagarto y
poco más.
A
media mañana emperazon a llegar los de Madrid. Prácticamente
la mitad del reemplazo eran madrileños. Y luego, con el
tiempo, descubriría que más de la mitad de la batería venía
de Madrid o de zonas cercanas. Era lógico, apenas hay 100
kilómetros entre Madrid y Segovia, y habían elegido el
destino más cercano a su casa.
Los
de Madrid lo tenían bien, habían cogido el tren de cercanías y en
dos horas se habían plantado en Segovia. Entre las diez y las
doce llegó todo el reemplazo. Y apareció De la Cruz. Yo no lo
conocía, por supuesto. Llegó con su petate al hombro, su cara de
no gustarle la mili y su bigote. Le había tocado la taquilla
situada enfrente de la mía. Estaba guardando el petate
cuando pasó un artillero y le hizo la pregunta consabida,
recibiendo la misma réplica que yo:
- ¡No! ¡Tú
te llamas guri! ¡Guri! ¡Y
ese bigote te lo afeitas!
Cuando
el interfecto se fue, me pareció oír murmurar a De la Cruz no sé qué
de afeitar el bigote a la puta madre de alguien, pero no estoy
seguro del todo.
Bien,
era fácil distinguir a los del reemplazo 80-5º, mi reemplazo,
entre la gente de la Plana del Segundo. Todos vestidos de
bonito y sentados en los bancos esperando que pasara algo. Sin
duda para que no nos aburriéramos, el cabo cuartel nos enseñó
dónde se guardaban las escobas, los cubos y los mochos y nos dijo
que después de comer nos tocaría fregar la batería. Y no sólo
eso, esta liturgia de fregar la batería la haríamos tres veces al
día, después de desayunar, después de comer y antes de
retreta, durante tres meses, justo hasta que llegara el
reemplazo 80-7º.
Con razón los más contentos de vernos eran los del reemplazo
anterior al nuestro, los del 80-3º.
Quedaban liberados de la obligación de fregar, y además
habían ascendido de putos guris a padres.
A
la hora indicada subimos a comer. De entrada, allí no se iba a
comer en formación, sino que el horario de comedor era de una a dos
y media, y cada cual iba cuando quería. Esa variación ya era
una ventaja respecto de las normas estrictas del CIR. Atravesamos
la plaza del Lagarto, pasamos por un pequeño túnel,
aparecimos en un pequeño patio, seguimos subiendo, llegamos
a otro patio algo más grande, lo superamos también y
finalmente llegamos al último patio, en donde estaba la
puerta del comedor.
Era
un local amplio, alargado, con dos filas de mesas de a ocho y un
amplio pasillo central. La pared lateral estaba adornada con una
bonita serie de escudos guerreros, presidida por uno mayor, bajo el
cual se encontraba escrita la divisa "Santiago y cierra
España", la del Capitán Trueno. A pesar de que estaba
bastante lleno, no se oía excesivo ruido. Se hacía
cola, se cogía una bandeja de autoservicio y se iba pasando
por el mostrador donde la gente del servicio de comedores iba
colocando la comida sobre las bandejas. Luego nos sentamos
a comer.
Las
miradas de los veteranos y los comentarios eran inevitables.
Pero al margen de los comentarios sobre el montón de mili que nos
quedaba, más que a Franco cuando era cabo, el ambiente era mucho
más relajado que en el CIR. Aquel mismo día conocimos a los dos
primeros de nuestra batería, Félix y Buil. Ambos nos trataron
con respeto y educación, o mejor, con compañerismo, muy lejos
de la fanfarronería, la prepotencia y la ignorancia de Zopa,
el fascismo del Fascista o la violencia del Media Mierda.
Félix
y Buil eran ya bisabuelos, y apenas les quedaban dos meses de mili.
Sabían tratar a la gente y ordenar las cosas. No sólo eso,
cuando ordenaban algo solían añadir "por favor". Una de
las primeras cosas que dijo Buil aprovechando una formación en que
estábamos veteranos y guris fue que no pensaba tolerar
novatadas en la batería, ni una, y que si teníamos algún
problema se lo dijéramos a él. Félix corroboró a su compañero.
En fin, no habíamos ido al RACA 41 de vacaciones, pero los
días locos de la 34 pertenecían ya al pasado. De todas formas, no
todo el mundo lo había pasado mal en el CIR. Meses más tarde, en
una de nuestras conversaciones, De la Cruz me dijo que él había
estado en la Compañía 12 -la mejor, por supuesto- y que el trato
que les habían dado los veteranos había sido correcto.
Después
de comer volvimos a la batería. Los veteranos se tumbaron en
sus literas, ya que hasta las cinco tocaba siesta. Pero nosotros no
teníamos literas asignadas, así que no pudimos tumbarnos,
seguimos sentados en los banquitos hablando con veteranos insomnes
que nos explicaban pormenores del funcionamiento de la
batería y el cuartel. En conjunto, las normas parecían más
lógicas que las del CIR. Y convenía adaptarse a ellas, pues aún
nos quedaba un año, ¡UN AÑO! de mili.
En
seguida nos dimos cuenta que el que más tosía de nuestro
reemplazo era Fermín. Era navarro, claro. Había pedido tres mil
prórrogas y allí estaba, con 24 años. De la Cruz lo bautizó
como El Viejo. Desde que llegó por la mañana ya se había fumado
un paquete de Ducados. El primero de los centenares que se fumó
entre aquellas paredes.
Y
llegaron las seis. Cogimos los petates, los pases de permiso,
bajamos al patio, formamos, y ale, para casa. Doscientos
guris reexpedidos a casa tras hacer un montón de kilómetros.
Demencial. Y agradable, claro, mejor ir a casa que quedarse allí.
Llegamos a la estación de Segovia y cogimos el primer tren para Madrid.
Fui con Jordi y otros dos colegas de Barcelona que había
conocido en el autocar de Valladolid. A ellos los habían
destinado a la Plana del Primero. Y Jordi debía tener un
enchufe considerable, porque llegó a ser ordenanza del comandante.
En el andén había cuatro tíos de la PM, la Policía Militar. Jordi conocía a uno de
ellos. Era de nuestro reemplazo. Se había metido voluntario en la PM
porque decían que tenían más permisos. Y ahora él se quedaba
allí y nosotros nos íbamos. De permiso.
Que
se joda el PM.
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