martes, 12 de enero de 2016

Aspariegos 10

Terminé el puesto a las cuatro, volví al TOA-puesto de guar­dia e intenté dormir un rato. A las siete ya estábamos de nuevo en pie, todos a la puta carrera para ir a ningún sitio. Después de tanto correr, nos pasamos un par de horas parados esperando la orden de partida. Como siempre.
Total, que al final salimos. Nos pasamos todo el día dan­do tumbos de nuevo, parando, arrancando, parando, arrancando. Al atarceder llegamos a otro prado -o tal vez fuera el mismo de la noche anterior, vete a saber- y montamos de nuevo el campamento y la tienda. Cada vez nos sobraban menos cosas al terminar de mon­tarla. Como habíamos llegado muy pronto al cam­pamento, nos sobró tiempo para hablar tranquilamente. Los man­dos estaban la mar de contentos -ignoro el motivo- y nos deja­ron en paz un rato.
- Mira, Simón del Desierto.
Exacto, tal como había dicho De la Cruz, allí estaba el ere­mita. Velasco, sentado sobre la hierba, barba de tres días, nariz aguileña, mirada perdida mientras comía chocolate -su chocolate-... Ya no se hablaba con nadie. Sólo Pretel le daba conver­sación, pero era porque solía estar borracho y no le re­conocía.
También apareció de repente la Rata de Cloaca. Todavía no lo llamábamos así, pero era él. En Aspariegos había desapare­cido. Resulta que como estaba asignado a transmisiones, lo habían meti­do en un helicóptero y se había pasado todas las maniobras volan­do y transmitiendo órdenes. La Rata era un in­dividuo con ciertas dificultades de expresión, por tanto era absolutamente lógico que los militares lo destinaran a trans­mi­siones.
Otro que se pasó unas maniobras de miedo fue Martí. En la vida civil era fotógrafo, así que no hizo ni una guardia y no paró de hacer fotos castrenses. De la Cruz no sólo sabía hacer fo­tos, hasta dirigía videos vanguardistas, pero cla­ro, era un guri. Y después del topetazo con Gilito, quedaba claro que no sería llamado a altos destinos audiovisuales.
Después de otra noche sin historia -y sin guardia, afor­tunadamente- nos pasamos toda la mañana para hacer diez kiló­me­tros. Llegamos a una estación de tren muy bonita, con ár­bo­les y flores. Allí embarcamos de nuevo los vehículos y tuvimos la tarde libre para no hacer nada. Por lo visto ya volvíamos. Por la noche nos au­torizaron a subir al tren. Urco vol­vió a transmutarse en jefe del PC y a Paniagua lo volvieron a pi­llar. Finalmente, el tren arrancó. Pero duró poco el viaje, de madru­ga­da nos aparca­ron en una vía muerta de la estación de Zamora y allí pasamos varias horas. Al amanecer el tren arran­có de nue­vo. Todo el mundo pudo dormir ya que, por una vez, no hubo guardias.
Llegamos a Segovia a las nueve. Descargamos los vehículos y llegamos al cuartel. Nunca pensé que me alegraría al entrar en un cuartel. Pero fue así, todos estábamos contentísimos de volver a dormir bajo techo y de comer sopa sin tierra sentados a una mesa.
Se organizaron los turnos para ducharse en la única ducha de la batería. Empezaron los bisabuelos, por supuesto. A las diez entraba en la ducha el primero. Yo -puto guri- pude ducharme a las seis de la tarde. Y no fui el último. Para entretener la espera, nos dedicamos a descargar los camiones, maniobra que, por supues­to, super­visó Urco con su habitual aplomo.
Habíamos sobrevivido a nuestras primeras maniobras. ¡Qué bien!

No hay comentarios:

Publicar un comentario