sábado, 16 de enero de 2016

Navidad y otras fechas 3

El domingo 20 de diciembre amaneció lluvioso. Tocaron diana, formamos, nos aseamos, subimos a desayunar, la gente entró de guardia, los de cocina se fueron a cumplir su sacrosanta misión, los guris fregaron la batería –y era un gusto para nosotros los padres ver lo bien que lo hacían... o que, simplemente, lo hacían ellos en lugar de nosotros-. Todo parecía indicar que sería un domingo monótono y tranquilo. La gente de Madrid que había salido de servicio esperarían hasta la hora de paseo, las 12, para salir zumbando de escapada hacia casa. Y los que no éramos de Madrid, esperaríamos simplemente hasta la hora de retreta para pasar un nuevo día. Y todo el mundo debía cambiarse de bonito para pasar la revista. Todo el mundo, incluso los que no pensaban salir del cuartel. Y en esto se oyó el grito que nos amenizaría el día.
 - ¡Mi cartera! ¡Me han robado la cartera!
A uno de los guris que ocupaban una de las taquillas del fondo le habían robado la cartera. O, en todo caso, la cartera no estaba donde él decía que la había dejado, pues es sabido que en el Ejército nadie roba nada. ¿O no es sabido?
Y comenzó la movida. El guri gritando y mirando a todas partes –además era bizco, lo cual daba una dimensión fascinante a su excitada mirada-, la gente mirando por debajo de todas las taquillas y todas las literas, el cabo cuartel llamando al suboficial de semana, que era Urco, y éste trasladándole el mochuelo al oficial de semana, que para eso era oficial y cobraba más que él.
El oficial de semana de aquella semana era el alférez Ikastola. Lo llamaremos así. Era un imeco donostiarra, un universitario que hacía la mili a través del IMEC, el equivalente a las antiguas Milicias Universitarias. Era la primera semana que hacía y le había tocado el gordo de la lotería: una cartera robada con ocho mil pesetas –ocho mil pesetas de 1981-, ningún sospechoso –o setenta sospechosos, toda la batería- y a un día de que media batería se marchara de permiso de Navidad. Una situación explosiva si no se resolvía.
Dado que el alférez Ikastola se encontraba ligeramente desbordado, apareció Gilito. Ordenó que nadie saliera de la batería. Una buena medida, teniendo en cuenta que ya hacía media hora que la cartera había desaparecido y de la batería habían salido los artilleros que entraban de guardia y habían entrado los artilleros que salían de ella: no menos de veinte personas. Y también había salido el ladrón. Al cabo de un rato llegó de abajo alguien alborozado con algo en la mano: ¡La cartera! ¡La cartera! ¡Estaba en una papelera del patio!
Vacía, naturalmente, sin las ocho mil pelas.
Nueva idea de Gilito. Todo el mundo a desnudarse. ¡A desnudarse todos, joder, ya! ¡Ar!
Y setenta tíos desnudándose en la batería. Y Gilito e Ikastola pasando al lado de cada uno, revisando la ropa, mirando en el interior de las botas, para ver si teníamos las ocho mil pelas encima. Afortunadamente no nos metieron el dedo en el culo para ver si las teníamos allí, como en Papillon. Y De la Cruz, a mi lado, murmurándome en voz baja:
- Esto es denigrante, tío. ¿Hasta dónde van a llegar? Esas ocho mil pelas no las encuentra ni dios...
¡A vestirse todos, ar!
Y los de Madrid que veían que la escapada de ese día se difuminaba en la atmósfera lluviosa de la bonita ciudad del acueducto, pues entre unas cosas y otras ya eran casi las dos. Sentado frente a nosotros, el Titulcia –añorando su cubo de Rubik y sus pipas- sólo se quejaba de una cosa:
- Jo, macho, ¿pero es que no vamos a ir a comer?
Y, desde nuestra profunda indignación, De la Cruz seguía murmurándome:
- Me encantaría ser como él, de verdad.
Y apareció el Capitán, recién salido de misa. Y dio el golpe de gracia.
- Como esas ocho mil pesetas no aparezcan, todos los permisos quedarán anulados y quedaréis todos arrestados a batería durante el tiempo que sea preciso.
Los conatos de protesta fueron rápidamente acallados por la disciplina militar, por supuesto. En la furrielería se encerró el gabinete de crisis: el Capitán, Gilito, Ikastola y Urco. Para entretenernos, ordenaron al cabo cuartel –Molina, el Tío Vueltas, justo lo que necesitaba para mejorar su espantoso desequilibrio emocional- que formáramos en la sala de televisión. Pasamos formados más de media hora junto a la bombarda de La Tulipe, mientras en la oficina los mandos trataban de aclarar la situación.
Lo que había dicho el Capitán no se lo creía ni él. Mantener a toda una batería arrestada durante los días de navidad, suprimiendo los permisos, convertiría a la batería en una olla a presión. Mucho más cuando la mayoría de nosotros tenía serias sospechas sobre quien era el ladrón: el bandolero de Sierra Morena, que aquel día tenía servicio de corneta y no estaba en la batería. Pero sí que había merodeado por ella por la mañana, justo antes de que desapareciera la cartera. Pero claro, no lo podíamos demostrar.
De momento, el gabinete de crisis decidió dejarnos ir a comer, con gran alivio del Titulcia. Subimos al comedor pasadas las tres. Uno de los mandos de la batería avisó a Cocina de lo que había y de que prepararan treinta raciones más, pues la gente de Madrid, finalmente, no se había ido de escapada.
Comimos, más bien en silencio. Seguía lloviznando. Regresamos a la batería y formamos de nuevo. El cañón de La Tulipe seguía allí, agraviando el sentido común. Podían haber robado el cañón en lugar de la cartera, pensábamos unos cuantos. En medio de la formación se desataban los nervios.
- A partir de ahora, no tengo yo en esta batería ni un puto amigo. ¿Queda claro? Ni un puto amigo tengo yo aquí.
Era Canito, un guri madurito de Murcia que acababa de llegar y que ya había cogido una quemazón considerable. La cosa no llevaba trazas de resolverse, hasta que un grupo de guris propuso en petit comité juntar el dinero y hacer ver que había aparecido. Paradójicamente, eligieron a Canito –ni un puto amigo- para entregarlo en la furrielería.
Así que para allá se fue el amigo. Llamó a la puerta, entró y salió al cabo de cinco minutos. Al cabo de seis salieron los mandos.
- Ha aparecido el dinero, así que queda levantado el arresto. Quien quiera salir de paseo puede hacerlo.
Había hablado el Capitán. Todo el mundo sabía –y él el primero- que esas ocho mil pelas que se le devolvieron al guri no eran las que estaban en su cartera, pero mira, la cosa quedaba resuelta y nos iríamos de permiso, que era lo que todos queríamos. Pensándolo bien, la cosa la resolvieron los propios guris y los mandos no hicieron gran cosa para solventar el problema -excepto mandarnos desnudar y vestir- con lo cual no dejábamos de preguntarnos: ¿para qué coño sirven los mandos? Pero no nos habíamos dado cuenta de una cosa: lo mucho que se nos había fortalecido nuestro espíritu militar en ese día aciago. Gracias a los mandos y al cabrón de Reina Santa. Espero que se gastara las ocho mil pelas en laxantes.
 En fin, para terminar el día, De la Cruz y yo nos fuimos a comentar la jugada a uno de los bares de la Plaza de Franco –tócate los huevos, aún se llamaba así-. Mientras caminábamos por la calle Real, ya con las luces de los escaparates encendidas y empapados por una fina lluvia, Da Cruz iba imitando al amigo Canito...
- Ni un puto amigo, ni un puto amigo... Anda que no le queda mili ni nada, con amigos o sin ellos...


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