sábado, 9 de enero de 2016

Aspariegos 7

Y en eso que llegó el sábado. Por lo visto, ese día el enemigo tampoco pensaba atacarnos. Así que no había nada pre­vis­to. Era fiesta, como en la guerra de Gila. Fue un día apa­sionan­te. Parecía mentira, pero las bobadas del FDC, las char­las de La Tulipe y los arre­batos de Gilito llenaban el tiempo y no había ocasión de pen­sar en otras tonterías. Pero aquella tarde de sába­do no había nada que ha­cer, excepto sentarse en una de las mesas del bar a ver una bonita televi­sión de 14 pulgadas en blanco y negro. O be­ber. Pero el bar de la batería no pre­tendía hacer­nos la vida más agradable, sino sa­carnos los cuar­tos. Menudo era Urco para eso.
Nada para leer. Tontos de noso­tros, no ha­bíamos co­gido li­bros pensando que ocuparíamos Zamo­ra en algo más de una hora y es­taríamos muy ocupados ha­ciendo la tenaza al enemigo -los ro­jos, recordemos-. Fermín fumaba y tosía con­tinuamente. Al me­nos él estaba ocupado en algo de provecho. También Pretel estaba entre­te­nido comparando los bouquets de las cer­vezas El Águila y Mahou. El resto -De la Cruz, Velasco, Martínez el facha, yo...- nos as­queábamos en las tiendas. Ni siquiera podía­mos ir a dar una vuel­ta fuera del campamento. No había nada que ver, por su­puesto, pero un par de horas de ca­minata nos habrían bastado para cansar­nos un poco y llenar la tarde. Na­da, ni eso nos permitían. A lo mejor nos raptaba el enemigo, nos torturaba y revelábamos lo de la tenaza...
Bisabuelos, abuelos y padres resistían mejor la situa­ción. Estaban acostumbrados a la rutina militar. Pero nosotros no lle­vábamos ni un mes en el cuartel. En fin, alguno del re­emplazo no lo pasaba mal del todo. El Titulcia se aposentaba delante del televisor y comía pipas. Pipas, pipas, pipas... Miles, millones de pipas. Si fallaba la táctica de la tenaza, siem­pre po­dríamos lanzar al enemigo las cáscaras de las pipas del Ti­tulcia. Los rojos mori­rían aplastados.
Y también llegó el domingo. Después de desayunar empezamos a le­van­tar el campamento. Recogimos el bar, desmontamos las tien­das... La comida resultó de lo más nutritiva: sopa de tierra. Y llegó el gran momento. Nos íbamos de As­pa­riegos. Dejábamos Aspariegos. La columna, perezosamente, fue abandonando la gran explanada y enfi­ló el camino hacia lo des­conocido. Parece ser que final­mente íbamos a hacer la tenaza.

Me volvió a tocar ir en el coche del comandante ­cabezón. Eran las primeras horas de la tarde. Hacía sol. Nos movíamos por carreteras comarcales mal asfalta­das. Eso nos obliga­ba a ir muy lentos. Las cadenas de los TOAS y las pie­zas ATP irían la mar de bien para el as­fal­to. Pasábamos por pueblos peque­ños, semivacíos o va­cíos del todo. Y apenas se veían árboles.
El comandante se giró y se dirigió al de la radio, que la llevaba con la antena telescópica desplegada hacia el exterior del vehículo. Parecíamos un autochoque.
- Oye, baja la antena, que como pasemos por debajo de un cable eléctrico, nos vamos a tomar por culo.
La tarde prometía.
Después de dos o tres horas de trayecto, en las que no creo que hiciéramos más de 25 kilómetros, llegamos a otro pue­blo más o menos perdido. Allí debíamos acampar esa noche. Ocu­pamos una gran explanada a la salida del pueblo. Los luga­reños aparecieron en masa y rodearon el cam­pamento. Durante varias horas se entretuvieron en ver cómo lo mon­tábamos. Había lle­gado el circo.
Empezaba a anochecer. Primero montamos las tiendas de los mandos, con sus camitas y sus colchonci­tos Flex y Pikolín. No había peligro, el general ya debía es­tar lejos, tocando gene­rala. Cuando ya no había luz, se nos permitió montar nues­tras tiendas. Aquello fue patético. No se veía nada. Fer­mín no es­taba, le toca­ba guardia aquella noche. Y De la Cruz y yo en la vida había­mos montado una tienda. Y no había luz. No se veía nada, repi­to. Alguien tuvo la genial idea de encender los fa­ros de los vehícu­los. Algo se veía. Pero la tienda no subía del todo. Faltaban palos, sobraban vientos, recogíamos tem­pes­tades. Y en medio de tal maremágnum, apareció la luz de una linterna. El capitán de nuestra batería venía a ver cómo iba la cosa. E iba preguntando tienda por tienda si necesitábamos ayuda. Todo el mundo, henchido de orgullo militar, le dijo que no, naturalmente. Pero fue el único oficial que se dignó pasar por allí. El resto estaban muy ocupados ha­ciendo subir las ac­cio­nes de Mahou.


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