Y
en eso que llegó el sábado. Por lo visto, ese día el enemigo
tampoco pensaba atacarnos. Así que no había nada previsto.
Era fiesta, como en la guerra de Gila. Fue un día apasionante.
Parecía mentira, pero las bobadas del FDC, las charlas de La
Tulipe y los arrebatos de Gilito llenaban el tiempo y no había
ocasión de pensar en otras tonterías. Pero aquella tarde de
sábado no había nada que hacer, excepto sentarse en una
de las mesas del bar a ver una bonita televisión de 14 pulgadas
en blanco y negro. O beber. Pero el bar de la batería no
pretendía hacernos la vida más agradable, sino sacarnos
los cuartos. Menudo era Urco para eso.
Nada
para leer. Tontos de nosotros, no habíamos cogido
libros pensando que ocuparíamos Zamora en algo más de
una hora y estaríamos muy ocupados haciendo la tenaza al
enemigo -los rojos, recordemos-. Fermín fumaba y tosía
continuamente. Al menos él estaba ocupado en algo de
provecho. También Pretel estaba entretenido comparando
los bouquets de las cervezas El Águila y Mahou. El resto -De la
Cruz, Velasco, Martínez el facha, yo...- nos asqueábamos
en las tiendas. Ni siquiera podíamos ir a dar una vuelta
fuera del campamento. No había nada que ver, por supuesto,
pero un par de horas de caminata nos habrían bastado para
cansarnos un poco y llenar la tarde. Nada, ni eso nos
permitían. A lo mejor nos raptaba el enemigo, nos torturaba y
revelábamos lo de la tenaza...
Bisabuelos,
abuelos y padres resistían mejor la situación. Estaban
acostumbrados a la rutina militar. Pero nosotros no llevábamos
ni un mes en el cuartel. En fin, alguno del reemplazo no lo
pasaba mal del todo. El Titulcia se aposentaba delante del televisor
y comía pipas. Pipas, pipas, pipas... Miles, millones de pipas. Si
fallaba la táctica de la tenaza, siempre podríamos
lanzar al enemigo las cáscaras de las pipas del Titulcia. Los
rojos morirían aplastados.
Y
también llegó el domingo. Después de desayunar empezamos a levantar
el campamento. Recogimos el bar, desmontamos las tiendas... La
comida resultó de lo más nutritiva: sopa de tierra. Y llegó el
gran momento. Nos íbamos de Aspariegos. Dejábamos
Aspariegos. La columna, perezosamente, fue abandonando la gran
explanada y enfiló el camino hacia lo desconocido. Parece
ser que finalmente íbamos a hacer la tenaza.
Me
volvió a tocar ir en el coche del comandante cabezón. Eran
las primeras horas de la tarde. Hacía sol. Nos movíamos por
carreteras comarcales mal asfaltadas. Eso nos obligaba a
ir muy lentos. Las cadenas de los TOAS y las piezas ATP irían
la mar de bien para el asfalto. Pasábamos por pueblos
pequeños, semivacíos o vacíos del todo. Y apenas se
veían árboles.
El
comandante se giró y se dirigió al de la radio, que la llevaba con
la antena telescópica desplegada hacia el exterior del vehículo.
Parecíamos un autochoque.
-
Oye, baja la antena, que como pasemos por debajo de un cable
eléctrico, nos vamos a tomar por culo.
La
tarde prometía.
Después
de dos o tres horas de trayecto, en las que no creo que hiciéramos
más de 25 kilómetros, llegamos a otro pueblo más o menos
perdido. Allí debíamos acampar esa noche. Ocupamos una gran
explanada a la salida del pueblo. Los lugareños aparecieron en masa y rodearon el
campamento. Durante varias horas se entretuvieron en ver cómo lo montábamos.
Había llegado el circo.
Empezaba
a anochecer. Primero montamos las tiendas de los mandos, con sus
camitas y sus colchoncitos Flex y Pikolín. No había peligro,
el general ya debía estar lejos, tocando generala. Cuando
ya no había luz, se nos permitió montar nuestras tiendas.
Aquello fue patético. No se veía nada. Fermín no estaba,
le tocaba guardia aquella noche. Y De la Cruz y yo en la vida
habíamos montado una tienda. Y no había luz. No se veía nada,
repito. Alguien tuvo la genial idea de encender los faros
de los vehículos. Algo se veía. Pero la tienda no subía del
todo. Faltaban palos, sobraban vientos, recogíamos tempestades.
Y en medio de tal maremágnum, apareció la luz de una linterna. El
capitán de nuestra batería venía a ver cómo iba la cosa. E iba
preguntando tienda por tienda si necesitábamos ayuda. Todo el mundo,
henchido de orgullo militar, le dijo que no, naturalmente. Pero fue
el único oficial que se dignó pasar por allí. El resto estaban muy ocupados haciendo subir las acciones de
Mahou.
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