Conquistamos
unas cuantas colinas más y nos paramos en un prado a comer. La
operación que debíamos hacer cada vez que interrumpíamos la marcha era
considerable: los vehículos se estacionaban por baterías,
formábamos para comprobar que nadie hubiese desertado, y
finalmente se nos daba permiso para coger la bandeja e ir a hacer
cola frente a la monísima cocina de campaña.
Después
de comer levantamos de nuevo el campo y nos pasamos la tarde
dando tumbos de un lado a otro. Por lo visto, el comandante me
había retirado la inmensa confianza que había depositado en mí y
ya no tenía sitio en su Land Rover. A partir de entonces me
tocó ir en la caja de un camión, que no era tan cómoda como el
Land Rover. Los cuatro infelices que allí íbamos nos pasamos la
tarde sorteando las diversas cajas y bultos que cumplían fielmente
la ley de la gravedad y nos caían encima. Íbamos por caminos
polvorientos, y el polvo se filtraba por todas partes. Finalmente,
llegamos a un bonito prado -más grande que el del mediodía- y allí
acampamos. Tuvimos la suerte de poder montar las tiendas de día,
pero el resultado no fue mejor que el de la noche anterior.
Me
tocó guardia aquella noche. ¡Qué ilusión, mi primera guardia!
Después de cenar me dirigí pletórico de anhelos, con mi
instrumento bélico entre las manos -el Cetme-, al cuerpo de
guardia, que resultó ser un TOA de transporte. Los bisabuelos
eligieron los primeros -de 10 a 12- y últimos relevos -de 6 a
diana- , y a los putos guris nos reservaron los relevos intermedios
-de 12 a 2, de 2 a 4, de 4 a 6-. Me tocó puesto de 2 a 4 de la
madrugada, por supuesto. ¡Qué bien! Total, que nos
fuimos a dormir, mientras los primeros centinelas partían
raudos hacia sus puestos de guardia.
A
la hora convenida, las dos menos cuarto serían, nos despertó
el cabo de guardia. Hacía fresco. Los cuatro desventurados que
entrábamos de puesto cogimos el Cetme y en ordenada fila
seguimos al cabo, que iluminaba el camino con una linterna,
como un vulgar acomodador. No había luna y no se veía nada.
Pero nada de nada. Ante la situación, la lógica civil
resplandecía ante la rutina militar: ¿para qué coño
había que hacer guardia si el enemigo jamás, pero es que jamás,
nos iba a encontrar? Y no sólo eso, es que ni siquiera había
enemigo. Lo habíamos aniquilado por la mañana, con la
tenaza.
El
cabo me dejó en mi puesto. Por lo visto, yo debía velar por
la seguridad del vértice norte del campamento. Mirara donde mirara,
siempre veía lo mismo: la oscuridad. Qué bonito, pensé, pasar así
dos horas de mi vida.
Al
cabo de un rato se empezaron a oír unos lejanos sonidos
incoherentes. No decían nada de corrección tres o cuatro, sino que parecían campanillas. Dado que estábamos
relativamente cerca de Galicia, igual aparecía por allí la
Santa Compaña. Mira, al menos hubiese estado entretenido un rato.
Después
de un rato de oír campanillas y no saber por dónde, el ruido
lejano de un motor alteró la tranquila oscuridad de la noche. Luego
aparecieron unos faros que se iban acercando y no
precisamente en línea recta. El Land Rover pasó a unos cinco
metros de mí, y me vi obligado a darle el alto y pedir el santo y
seña, más que nada por hacer algo. Me acerqué. Conducía un
capitán del regimiento de tanques que estaba acampado
unos metros más allà del nuestro. El hombre iba bastante
cocido. Sus acompañantes no podían ni abrir los ojos.
-
A la orden de usted, mi capitán.
- Hola. Que somos del Regimiento Farnesio, que volvemos al campamento. ¿Éste
qué campamento es?
-
El del Regimiento de Artillería, mi capitán.
-
Ah, vale, vale. Buenas noches.
-
A sus órdenes, mi capitán.
Y
el Land Rover surcó de nuevo la oscuridad de las tres de la
madrugada en busca del campamento del Regimiento Farnesio. Qué
dura es la vida del militar profesional, pensé.
Y
en eso que los intestinos dieron el último aviso. Desde que
empezaron las maniobras, sólo había ido de vientre una vez. Uno es
de ciudad, ya lo dije antes, y está acostumbrado a cagar sentado y
con ciertas comodidades. Y las letrinas habilitadas en
Aspariegos no invitaban a visitarlas muy a menudo. Hasta que
después de cinco días de abstinencia, me decidí y me llegué hasta
allí, provisto de medio kilo de papel higiénico. Mientras
estaba en la faena llegó el Cabo Blanco, que iba a lo mismo, y que
se situó a una distancia prudencial. Mientras hacíamos lo que
hicimos mantuvimos un constructivo intercambio de
opiniones. En fin, fue una experiencia.
Pero
habían pasado otros cinco días, y tocaba evacuar de nuevo. La
necesidad era apremiante. Así que no lo dudé. Me alejé unos
metros del vértice norte del campamento, desprendíme del
Cetme, me bajé los pantalones y calzoncillos y dejé actuar a
la naturaleza. Fue una experiencia interesante, vaciarse en
medio de la nada y oyendo campanillas. Por otra parte, me
inundaba una gran angustia, ya que en aquel momento el flanco
norte del campamento se encontraba desprotegido, y si
atacaba el enemigo me encontraría en una postura muy
comprometida y no muy marcial. Toda la seguridad
nacional se encontraba comprometida en aquel momento por mi
cagalera. Pero ¡qué alivio!
Después
de diez minutos, todo había terminado. Me alejé unos metros del
lugar y recuperé mi posición en el vértice norte. Occidente podía
estar tranquilo. Espero que allí, a lo largo de estos años, haya
crecido un bello y hermoso roble. Por abono no quedó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario