lunes, 11 de enero de 2016

Aspariegos 9

Conquistamos unas cuantas colinas más y nos paramos en un prado a comer. La operación que debíamos hacer cada vez que interrumpíamos la marcha era considerable: los vehículos se estacionaban por bate­rías, formá­bamos para comprobar que nadie hubiese deserta­do, y finalmente se nos daba permiso para coger la bandeja e ir a hacer cola frente a la monísima cocina de campaña.
Después de comer levantamos de nuevo el campo y nos pasa­mos la tarde dando tumbos de un lado a otro. Por lo visto, el coman­dante me había retirado la inmensa confianza que había depositado en mí y ya no tenía sitio en su Land Rover. A par­tir de entonces me tocó ir en la caja de un camión, que no era tan cómoda como el Land Rover. Los cuatro infelices que allí íbamos nos pasamos la tarde sorteando las diversas cajas y bultos que cumplían fielmen­te la ley de la gravedad y nos caían encima. Íbamos por caminos polvorientos, y el polvo se filtraba por todas partes. Finalmen­te, llegamos a un bonito prado -más grande que el del mediodía- y allí acampamos. Tuvi­mos la suerte de poder montar las tiendas de día, pero el re­sultado no fue mejor que el de la noche anterior.
Me tocó guardia aquella noche. ¡Qué ilusión, mi primera guar­dia! Después de cenar me dirigí pletórico de anhelos, con mi instru­mento bélico entre las manos -el Cetme-, al cuerpo de guar­dia, que resultó ser un TOA de transporte. Los bisabuelos eligie­ron los primeros -de 10 a 12- y últimos relevos -de 6 a diana- , y a los putos guris nos reservaron los relevos inter­medios -de 12 a 2, de 2 a 4, de 4 a 6-. Me tocó puesto de 2 a 4 de la ma­druga­da, por supuesto. ¡Qué bien! Total, que nos fuimos a dor­mir, mientras los prime­ros centinelas partían rau­dos hacia sus puestos de guar­dia.
A la hora convenida, las dos menos cuarto serían, nos des­pertó el cabo de guardia. Hacía fresco. Los cuatro desventurados que en­trábamos de puesto cogimos el Cetme y en ordenada fila segui­mos al cabo, que iluminaba el camino con una linter­na, como un vulgar aco­modador. No había luna y no se veía na­da. Pero nada de nada. Ante la situa­ción, la lógica civil res­plandecía ante la rutina mili­tar: ¿para qué coño había que hacer guardia si el enemigo jamás, pero es que jamás, nos iba a encontrar? Y no sólo eso, es que ni si­quiera había enemigo. Lo habíamos ani­quilado por la maña­na, con la tenaza.
El cabo me dejó en mi puesto. Por lo visto, yo debía ve­lar por la seguridad del vértice norte del campamento. Mirara donde mirara, siem­pre veía lo mismo: la oscuridad. Qué bonito, pensé, pasar así dos horas de mi vida.
Al cabo de un rato se empezaron a oír unos lejanos soni­dos incoherentes. No decían nada de corrección tres o cuatro, sino que  parecían campanillas. Dado que estábamos relativa­mente cerca de Galicia, igual aparecía por allí la Santa Compaña. Mira, al menos hubiese estado entretenido un rato.
Después de un rato de oír campanillas y no saber por dón­de, el ruido lejano de un motor alteró la tranquila oscuridad de la noche. Luego apa­recieron unos faros que se iban acercan­do y no precisamente en línea recta. El Land Rover pasó a unos cinco metros de mí, y me vi obligado a darle el alto y pedir el santo y seña, más que nada por hacer algo. Me acer­qué. Conducía un capi­tán del regimiento de tan­ques que estaba acampado unos metros más allà del nuestro. El hombre iba bas­tante coci­do. Sus acompañantes no podían ni abrir los ojos.
- A la orden de usted, mi capitán.
- Hola. Que somos del Regimiento Farnesio, que volvemos al campamen­to. ¿Éste qué campamento es?
- El del Regimiento de Artillería, mi capitán.
- Ah, vale, vale. Buenas noches.
- A sus órdenes, mi capitán.
Y el Land Rover surcó de nuevo la oscuridad de las tres de la madrugada en busca del campamento del Regimiento Farne­sio. Qué dura es la vida del militar profesional, pensé.
Y en eso que los intestinos dieron el último aviso. Desde que empezaron las maniobras, sólo había ido de vientre una vez. Uno es de ciudad, ya lo dije antes, y está acostumbrado a cagar sentado y con ciertas comodidades. Y las letrinas habi­litadas en Aspa­riegos no invitaban a visitarlas muy a menudo. Hasta que después de cinco días de abstinencia, me decidí y me llegué hasta allí, provisto de medio kilo de papel higiéni­co. Mientras estaba en la faena llegó el Cabo Blanco, que iba a lo mismo, y que se situó a una distancia prudencial. Mien­tras hacíamos lo que hici­mos mantu­vimos un constructivo inter­cambio de opiniones. En fin, fue una expe­riencia.
Pero habían pasado otros cinco días, y tocaba evacuar de nue­vo. La ne­cesidad era apremiante. Así que no lo dudé. Me alejé unos me­tros del vértice norte del campamento, desprendí­me del Cet­me, me bajé los pantalones y calzoncillos y dejé actuar a la natu­raleza. Fue una experiencia interesante, va­ciarse en medio de la nada y oyendo campanillas. Por otra par­te, me inundaba una gran angus­tia, ya que en aquel momento el flanco norte del campa­mento se encon­traba desprotegido, y si atacaba el enemigo me encontra­ría en una postura muy comprome­tida y no muy mar­cial. Toda la se­guri­dad nacional se encontra­ba comprometida en aquel momento por mi cagalera. Pero ¡qué alivio!
Después de diez minutos, todo había terminado. Me alejé unos metros del lugar y recuperé mi posición en el vértice norte. Occidente podía estar tranquilo. Espero que allí, a lo largo de estos años, haya crecido un bello y hermoso roble. Por abono no quedó.

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