lunes, 18 de enero de 2016

Navidad y otras fechas 4

Y amaneció el lunes 21, lluvioso y frío. Después de pasar diana, me fui. Me despedí de los amigotes –De la Cruz, Miguel- cogí el petate y salí del cuartel. Seguía cayendo una fina lluvia. Faltaba más de una hora para que saliera el sol. Decidí coger el autobús para ir hasta Madrid. El tren tardaba dos horas, y ya había perdido el primero, que salía justo cuando tocaban diana en el Regimiento. El tren siguiente no salía hasta las nueve de la mañana. En cambio, a las siete y media había un autobús de La Sepulvedana hacia Madrid.
Llegué a la estación de autobuses. Apenas había nadie. Dos personas esperaban ante la única taquilla abierta. El señor que iba delante mío habló con el taquillero de la forma en que se habla en las ciudades pequeñas donde casi todo el mundo se conoce.
- Hola, Basilio. Ida y vuelta a Madrid, como siempre. ¿Cómo está tu madre? Bueno. Hala, adiós, Basilio, hasta mañana.
Subí al autocar, iluminado por unas cuantas bombillas mortecinas. Iba bastante lleno. Me senté en la parte trasera. Salimos. Apenas se veía nada por las ventanillas, los cristales empañados por el frío de la mañana. Pasamos por delante de Baterías y acerté a ver el pobre infeliz que estaba de guardia en la garita de la carretera. Dentro de pocos minutos lo relevarían y se podría otro infeliz. Yo también había sido uno de esos infelices, aunque hacía apenas tres días los galones de cabo me habían liberado de esa servidumbre. Sólo de ésa, las otras seguían.
Poco a poco, mientras cruzábamos la sierra de Guadarrama,  fue amaneciendo. Cuando llegamos a Madrid ya era de día. El autobús de La Sepulvedana tenía su parada en el Paseo de La Florida, junto a la estación del Norte (¿Por qué el autobús que hacía la línea de Segovia era de La Sepulvedana y no de La Segoviana? Nunca lo entendí). Cogí el Metro hasta Colón. Lo que siempre me sorprendía del Metro de Madrid era la cantidad de militares que viajaba en él, yo incluído. Militares de baja graduación, se entiende, jamás vi a un General de Brigada haciendo transbordo en Sol, por ejemplo. Por todas partes sonaba en aquellos días una canción de Paloma San Basilio, “Juntos”: en la radio, en la tele, en los bares... También la oí en el transistor de un vendedor de cupones de la ONCE sentado en uno de los pasillos de enlace.
Llegué a Colón. Fui hacia el párking subterráneo y cogí el autobús que enlazaba Madrid con el aeropuerto. Eran unos autocares amarillos, muy acristalados, cómodos... Daba gusto hacer el trayecto Madrid-Aeropuerto. Quería decir que me iba a casa. El trayecto inverso ya no era tan agradable.
Llegamos a Barajas. Terminal del Puente Aéreo. Podría haber ido hasta Barcelona en tren, pero en aquella época el Talgo tardaba casi nueve horas en hacer el trayecto. Y el avión apenas cincuenta minutos. Claro que era más caro. El viaje en Talgo salía por unas 2.500 pesetas y el viaje en avión por más de 6.000. Pero bueno, no iba a ser más rico ni más pobre por esas 4.000 de diferencia, que me permitirían estar siete horas más en casa. El dinero se puede recuperar, pero no el tiempo.
Había perdido el avión de las diez por pocos minutos, así que habría que esperar al de las once. Aproveché para desayunar, ya que no lo había hecho en el Regimiento. Y luego esperar. Por la sala de espera de la terminal estaba el periodista Manuel Martín Ferrand, ya bastante gordo. No me extraña que viajara en primera clase, en los asientos de la clase turista no le habría cabido el culo.
No viajaba mucha gente en el avión de las once. El dia era bastante claro, había pocas nubes y el panorama desde el avión era el de siempre. Debajo se veía más color ocre que verde. Llegamos a Barcelona. Cogí el tren del aeropuerto hasta Sants. Allí, el metro –línea 5 y luego línea 4- hasta Barceloneta y allí de nuevo el tren hasta Badalona. Tardé más del aeropuerto a casa que de Barajas a El Prat.
En fin, transcurrieron las navidades como cualquier otro año, sólo que con la fecha de caducidad sobre mí: el día 30 debía estar de nuevo en Segovia. Llamé a Jorge, pero su madre me dijo que no le habían dado permiso, confiaba en que le darían el segundo turno, así que no nos vimos. Cuando yo regresara al cuartel, él seguramente llegaría a su casa.

Y llegó el día 30. Debía estar en la Batería a retreta, a las diez y media de la noche. Así que apuré al máximo. Cogería el Puente Aéreo de las cuatro, a las cinco estaría en Barajas, a las seis menos cuarto en Madrid y en Recoletos tomaría el tren de las seis y media que me dejaría en Segovia a las ocho y media. Aún dispondría de dos horas para cenar en algún bar contaminado de mili y regresar tranquilamente –es un decir- a la Batería. Esta era la teoría.
La realidad fue distinta. Nada más llegar al aeropuerto, a las tres y media, ya vi que el número de gente que había en la terminal del Puente Aéreo era superior al normal. Me dieron la tarjeta de embarque para el avión de las cuatro, pero no se sabía a qué hora saldría el avión de las cuatro. Ni siquiera había salido el de las tres. Por lo visto, había una tormenta muy fuerte sobre Madrid y Barajas estaba cerrado. Sólo cabía esperar.
La tarde era muy gris y fría. Seguía acumulándose gente en la terminal. Llamaron a la gente del avión de las tres, que embarcaron. Pero a los de las cuatro –y ya eran casi las cinco-, nada de nada. El problema no era llegar a Madrid, sino a Segovia. Después del tren de las seis y media había otro a las ocho, y se acabó. Sólo me faltaría llegar tarde después del permiso, cuando ya no barruntaba más permisos hasta muchos meses más tarde.
Finalmente, pasadas las cinco, nos llamaron. Embarcamos en el Boeing 727, que iba totalmente lleno. El avión se dirigió hacia la pista, aceleró y despegó. Todo normal. El vuelo fue bastante tranquilo hasta un cuarto de hora antes de llegar a Madrid. Ya cerca del aeropuerto, pero aún faltando bastante tiempo para aterrizar, se nos ordenó que nos abrocháramos los cinturones. Y empezó el baile. El avión empezó a subir y bajar de forma más o menos controlada, pero pegando unos bandazos terribles a uno y otro lado. Y abajo, lejos, muy lejos, se distinguían las pistas de Barajas.
El avión describió un amplísimo círculo en torno al aeropuerto mientras iba perdiendo altura y seguía pegando botes. Lentamente el suelo se nos iba acercando hasta que tomamos tierra. Teniendo en cuenta el último cuarto de hora de vuelo, el aterrizaje fue bastante correcto.
Llegamos a la terminal. Dado que yo sólo llevaba el petate y lo había llevado conmigo en la cabina como equipaje de mano, no tuve que esperar la salida de equipajes. Así y todo, ya eran más de las seis y ni de broma cogería en tren de las seis y media. Tomé el autobús hacia Madrid, bajé en Colón y me dirigí hacia la estación de Recoletos, bastante inhóspita. Dispuesto a esperar hasta las ocho, me sorpendió que al cabo de un rato los altavoces anunciaran en breves momentos el paso de un tren hacia Segovia. Cierto, era el tren de las seis y media que venía con un retraso considerable. Finalmente, lo cogí. Aquella tarde todos los trenes llevaban retraso. Por lo visto, una monumental borrasca se había aposentado en el tercio sur peninsular y estaba perjudicando los transportes ferroviarios y aéreos de una amplia zona de España. Si llegaba tarde al cuartel, no sería el único.
Llegué a Segovia pasadas las nueve. Cené en un bar y me dirigí al Regimiento. Aquello parecía el desalojo del Titanic. Media batería –los que habían pasado allí la navidad- se había marchado a casa aquella tarde de permiso. La otra media intentaba llegar a Segovia desde distintos lugares de la geografía patria. Y Miguel, vestido de romano, que me esperaba en la furrielería con el petate en una mano y el estadillo de retreta en la otra.
- ¿Cómo llegas tan tarde?
- Perdona, pero hay un cirio monumental. Todos los trenes van con retraso. Imagino que mucha gente llegará tarde.
- Bueno, yo me voy, estaba esperando que llegaras tú para no dejar sola la furrielería. Aquí tienes el estadillo de retreta, ya está hecho.
- ¿Y Beasaín?
- Se ha marchado hoy de permiso, diez días. Yo me voy de rebaje hasta el dia 1. Te quedas tu sólo en la oficina.
- Bueno. ¿Quién está de semana?
- Urco. Que no te pase nada. Suerte y feliz año.
- Feliz año, Miguel. Adiós.
En efecto, Urco era el suboficial de semana. Y nada más verme me ordenó que le hiciera la cama... en el buen sentido de la palabra. Una de las funciones del furriel era hacerle la cama al suboficial de semana si éste dormía en el cuarto del suboficial de semana, anexo a la Batería. Esta situación sólo se daba con los sargentos. Y cuando Veguín se vino a vivir al cuarto del suboficial, tanto en sargento Eustaquio como Urco se iban a dormir a su casa cuando les tocaba semana.
Aquella noche pasamos retreta faltando seis o siete personas, que fueron llegando poco a poco de madrugada. Teniendo en cuenta el cristo meteorológico montado, se decidió no sancionar a nadie.

No hay comentarios:

Publicar un comentario