jueves, 7 de enero de 2016

Aspariegos 6

Se rumoreaba que una de esas noches se tocaría generala. No se trataba de meterle mano a la mujer del general, sino que era algo más placentero. Tocar generala consiste en una extra­ña li­turgia mi­litar en la que el cor­neta toca un son determi­nado -generala- y la tropa ha de salir fo­llada a la puta ca­rrera a formar. Tal vez exista otra defi­ni­ción más técnica, pero a noso­tros nos lo explicaron así. Pues bien, una noche, después de cenar, nos hicieron pasar a todos los de la Plana del Segundo por el camión-armería de la batería y nos en­tregaron un Cetme a cada uno. Luego nos dijeron que nos fuéra­mos a la tienda, pero que nadie se acos­tara, que se iba a to­car generala. Nos meti­mos en las tiendas y a los dos minutos el corneta tocó -imagi­no que aquello debía ser el toque de generala-. Todos salimos folla­dos, a la puta carrera y forma­mos. El capi­tán nos felici­tó por lo rápidos que habíamos sido en formar. Dejamos los fusiles en el camión-ar­mería y, ahora sí, nos fuimos a dormir. Yo no aca­baba de to­marme aquello en serio. ¿Qué mérito tenía formar rá­pidamente cuando todo el mun­do sabía que se iba a tocar gene­rala? Daba la impresión que los mandos se engañaban a sí mis­mos sin con­seguir engañar a la tropa. Y bueno, me im­portaba muy poco que formáramos rápida­mente o no, desde luego. Pero me molestaba que los mandos cre­yeran que éramos idiotas.

Por las tardes se hacían prácticas de FDC. FDC significa Fire Direction Center, es decir, Centro Director de Fuego. Como éramos la Plana Mayor del Segundo Grupo, debíamos dar las coorde­nadas de tiro a las piezas ATP -autopropulsadas, según lo dicho en textos anteriores- de la 4ª y 5ª baterías, para que machacaran convenientemente al ene­migo cuando hiciéramos lo de la tenaza.
En el fondo era como jugar a los barcos. Había dos mesas, ambas recibían los mismos datos de los topógrafos, se hacían los cálculos -no recuerdo cómo, pero tampoco tenía ningún se­creto- y si ambas mesas coincidían, se transmitían por radio las coordena­das de disparo a las piezas. Si había discrepan­cias, se volvía a em­pezar de nuevo. Y si la cosa no salía, el teniente más antiguo (no el más inteligente, ojo al dato) debía decidir qué coordenadas se transmi­tían. Por supuesto que todo se simulaba y las piezas ATP esta­ban aparcaditas en un rin­cón del campamento y no hicieron disparo alguno.
A De la Cruz lo pusieron en una mesa y a mí en la otra. El Cabo Blanco, junto a mí, empezó a aconsejarme sensatamente.
- Tú lo que has de hacer es irte a la oficina.
Yo había sido seleccionado para ser el furriel de mi re­em­plazo.
- Has de irte a la oficina. Pasa de FDC.
- Ya lo sé, pero el teniente me ha ordenado que me ponga aquí. No querrás que contradiga al teniente.
- Bueno, pero en cuanto volvamos al cuartel, escaquéate del FDC. Si no, nunca entrarás en la oficina.
Cuánta razón tenía aquel hombre. De los fuerrieles de la batería, el más antiguo -el bisabuelo- se había quedado en el cuartel. Beasaín y Miguel -abuelo y padre- estaban en las ma­nio­bras, pero se ocupaban de la furrielería. Eso sig­nifi­caba estar la mayor parte del día en el camión-armería, lejos de las charlas de táctica militar pero cerca de SúperHappy. Y reba­jados de ser­vicios. Que­daba yo -el puto guri-, destinado provi­sio­nalmente a FDC.
Las sesiones de FDC eran tediosas -como casi todo allí-. Repetitivas, aburridas, absurdas, falsas... Afortunadamente, en caso de con­flicto real representaba un aliciente añadido estar destinado en el FDC, pues seríamos los primeros en ser bombadeados y aniquila­dos por el enemigo. Todo un honor.
Por fin terminó la sesión. Todo el mundo se fue al bar. De la  Cruz y yo -guris- éramos los últimos de la cola, claro. Pretel, también guri, estaba de los primeros... Llegó el Cabo Peñas, que nos ordenó plegar las me­sas del FDC y guardarlas. Le dijimos que bueno, pero que pri­mero íba­mos a tomar algo en el bar. Acertó a pasar por allí Gilito, que vio las mesas desplegadas y le pidió explicacio­nes al Cabo Peñas. Peñas hizo lo que hace todo militar, quitar­se el muerto de encima, que nos cayó a nosotros, claro. Gilito nos llamó, y desde su metro sesenta mal medido, absolutamente indignado y ofendido, nos clavó una bronca moní­sima, diciendo que cuando un cabo ordena algo se hace al ins­tante, sin excusa ni pretex­to y que si no nos fo­llaba vivos. ¡Qué afición por la urología tienen esas gentes! Mien­tras nos re­pren­día se le traba­ba la len­gua y las dos estrellas de tenien­te vacilaban en su go­rra verde OTAN. Aquel fue el inicio de un largo menage à trois entre Gilito, De la Cruz y yo que duró hasta que nos licenciamos. Siem­pre que De la Cruz y/o yo estábamos en fuera de juego, cerca de allí estaba Gilito, que nos descu­bría.
Total, que recogimos las mesas. Peñas -un tío legal, en el fondo- nos ayudó.
- Me sabe mal que os haya echado la bronca, pero es que si no me la echaba a mí. Controlad en estas cosas. 
En fin, no hará falta decir que cuando por fin fuimos al bar, una vez guardadas las mesas, todas las existencias de todo se habían terminado. Mientras, el hígado de Pretel hacía esfuerzos desesperados por procesar todo el alcohol que había trasegado aquel capullo mientras Gilito nos pegaba la  bronca. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario