Se
rumoreaba que una de esas noches se tocaría generala. No se trataba
de meterle mano a la mujer del general, sino que era algo más
placentero. Tocar generala consiste en una extraña liturgia
militar en la que el corneta toca un son determinado
-generala- y la tropa ha de salir follada a la puta carrera
a formar. Tal vez exista otra definición más técnica,
pero a nosotros nos lo explicaron así. Pues bien, una noche,
después de cenar, nos hicieron pasar a todos los de la Plana del Segundo por el camión-armería de la
batería y nos entregaron un Cetme a cada uno. Luego nos
dijeron que nos fuéramos a la tienda, pero que nadie se
acostara, que se iba a tocar generala. Nos metimos en
las tiendas y a los dos minutos el corneta tocó -imagino que
aquello debía ser el toque de generala-. Todos salimos follados,
a la puta carrera y formamos. El capitán nos felicitó
por lo rápidos que habíamos sido en formar. Dejamos los fusiles en
el camión-armería y, ahora sí, nos fuimos a dormir. Yo no
acababa de tomarme aquello en serio. ¿Qué mérito tenía
formar rápidamente cuando todo el mundo sabía que se iba
a tocar generala? Daba la impresión que los mandos se
engañaban a sí mismos sin conseguir engañar a la tropa.
Y bueno, me importaba muy poco que formáramos rápidamente
o no, desde luego. Pero me molestaba que los mandos creyeran
que éramos idiotas.
Por
las tardes se hacían prácticas de FDC. FDC significa Fire
Direction Center, es decir, Centro Director de Fuego. Como éramos
la Plana Mayor del Segundo Grupo, debíamos dar las coordenadas
de tiro a las piezas ATP -autopropulsadas, según lo dicho en textos anteriores- de la 4ª y 5ª baterías,
para que machacaran convenientemente al enemigo cuando
hiciéramos lo de la tenaza.
En
el fondo era como jugar a los barcos. Había dos mesas, ambas
recibían los mismos datos de los topógrafos, se hacían los
cálculos -no recuerdo cómo, pero tampoco tenía ningún secreto-
y si ambas mesas coincidían, se transmitían por radio las
coordenadas de disparo a las piezas. Si había discrepancias,
se volvía a empezar de nuevo. Y si la cosa no salía, el
teniente más antiguo (no el más inteligente, ojo al dato) debía decidir qué coordenadas se
transmitían. Por supuesto que todo se simulaba y las piezas
ATP estaban aparcaditas en un rincón del campamento y no hicieron disparo alguno.
A
De la Cruz lo pusieron en una mesa y a mí en la otra. El Cabo Blanco,
junto a mí, empezó a aconsejarme sensatamente.
-
Tú lo que has de hacer es irte a la oficina.
Yo
había sido seleccionado para ser el furriel de mi reemplazo.
-
Has de irte a la oficina. Pasa de FDC.
-
Ya lo sé, pero el teniente me ha ordenado que me ponga aquí. No
querrás que contradiga al teniente.
-
Bueno, pero en cuanto volvamos al cuartel, escaquéate del FDC. Si
no, nunca entrarás en la oficina.
Cuánta
razón tenía aquel hombre. De los fuerrieles de la batería, el más
antiguo -el bisabuelo- se había quedado en el cuartel. Beasaín y
Miguel -abuelo y padre- estaban en las maniobras, pero se
ocupaban de la furrielería. Eso significaba estar la
mayor parte del día en el camión-armería, lejos de las charlas de
táctica militar pero cerca de SúperHappy. Y rebajados de
servicios. Quedaba yo -el puto guri-, destinado
provisionalmente a FDC.
Las
sesiones de FDC eran tediosas -como casi todo allí-. Repetitivas,
aburridas, absurdas, falsas... Afortunadamente, en caso de
conflicto real representaba un aliciente añadido estar
destinado en el FDC, pues seríamos los primeros en ser bombadeados y aniquilados
por el enemigo. Todo un honor.
Por
fin terminó la sesión. Todo el mundo se fue al bar. De la Cruz y yo
-guris- éramos los últimos de la cola, claro. Pretel, también guri, estaba de los
primeros... Llegó el Cabo Peñas, que nos ordenó plegar las
mesas del FDC y guardarlas. Le dijimos que bueno, pero que
primero íbamos a tomar algo en el bar. Acertó a pasar por
allí Gilito, que vio las mesas desplegadas y le pidió
explicaciones al Cabo Peñas. Peñas hizo lo que hace todo
militar, quitarse el muerto de encima, que nos cayó a nosotros,
claro. Gilito nos llamó, y desde su metro sesenta mal medido,
absolutamente indignado y ofendido, nos clavó una bronca monísima,
diciendo que cuando un cabo ordena algo se hace al instante, sin
excusa ni pretexto y que si no nos follaba vivos. ¡Qué afición
por la urología tienen esas gentes! Mientras nos reprendía
se le trababa la lengua y las dos estrellas de teniente
vacilaban en su gorra verde OTAN. Aquel fue el inicio de un
largo menage à trois entre Gilito, De la Cruz y yo que duró hasta
que nos licenciamos. Siempre que De la Cruz y/o yo estábamos en
fuera de juego, cerca de allí estaba Gilito, que nos descubría.
Total,
que recogimos las mesas. Peñas -un tío legal, en el fondo- nos
ayudó.
-
Me sabe mal que os haya echado la bronca, pero es que si no me la
echaba a mí. Controlad en estas cosas.
En
fin, no hará falta decir que cuando por fin fuimos al bar, una vez
guardadas las mesas, todas las existencias de todo se habían
terminado. Mientras, el hígado de Pretel hacía esfuerzos desesperados por procesar todo el alcohol que había trasegado aquel capullo mientras Gilito nos pegaba la bronca.
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