miércoles, 6 de enero de 2016

Aspariegos 5

La segunda noche De la Cruz se fue de guardia, así que Fer­mín y yo estuvimos amplios en la tienda. Por la mañana nos enteramos de que de madrugada había habido movida. En plena calma nocturna ha­bía resonado un grito por todo el campamento:
- "¡¡ AY, DIO MÍO!!"
Oír un grito así en medio de la negra noche debe impre­sio­nar. Yo no lo oí, estaba durmien­do. Pero De la Cruz estaba en el cuer­po de guardia, y vaya si lo oyó. Y el cabo, más acojo­nado aún que él, le ordenó que fuera a investi­gar. Y De la Cruz, poco he­cho aún a la vida mili­tar, le preguntó que por qué no iba él. Y el cabo le dijo que él no iba porque era cabo y que no le tocara más los cojones si no se lo folla­ba vivo. Ante tan con­vincentes argu­mentos, De la Cruz hizo una ronda por todos los puestos de guardia, y en todos obtuvo la misma informa­ción: todos los centinelas habían oído el gri­to, ninguno de ellos había gritado y todos le pre­gunta­ron cuánto faltaba para el relevo. Con estas novedades, nues­tro héroe regresó a dar novedades al cuer­po de guardia, en donde por cier­to no se ha­bía pre­sentado nin­gún oficial. No era extraño, ya que ofi­cia­les y suboficiales desaparecían del campa­mento des­pués de pa­sar re­treta y regre­saban entrada la madruga­da. Iban a inspec­cionar el género que ofertaban las tabernas de los pueblos de los alrededo­res, hecho que pone de manifies­to la dureza de la vida del mili­tar profe­sio­nal, separado de su fa­milia por nece­sidades del servi­cio.
De la Cruz dio novedades al cabo, el cual de­cidió no inves­tigar personalmente el asunto, con­fian­do en que nadie más vol­vie­ra a gri­tar. Por la mañana, De la Cruz me confesó sus sos­pe­chas:
- Seguro que fue  Velasco.

Cada día que pasaba estaba más hecho polvo. Y cada día reti­raba la palabra a alguien. Terminó las maniobras sin ha­blarse con nadie. A todos los que estábamos allí la mili nos sentaba como una patada en los cojones. A Velasco la mili le sentó como dos patadas en cada cojón. No había tenido suerte en la elección de compañeros de tienda, ya lo dijimos antes. El alcohólico Pretel era un pelma de mucho cuidado que se pa­saba el día gorreando y bebiendo. Al llegar la noche, su grado de intoxicación etílica era con­siderable. Y luego esta­ba Martínez el facha, un admi­ra­dor de Blas Piñar, bajito y domi­nan­te. Su opinión debía ser ley para los demás, y para él Es­paña era Madríz.
Con semejante compañía, no me extraña que Velasco se de­pri­miera.

Al tercer día de maniobras -seguíamos en Aspariegos, sin dividirnos aún en forma de tenaza para caer sobre los tontos de los rojos- se presentó por allí el general de la brigada, que se cabreó como una mona al ver las tiendas de los Jefes y Oficiales. Tiendas de camping grandes, amplias, con camas au­ténticas. Todos los jefazos se habían llevado sus camitas, sus mantitas y sus col­chitas. El general ordenó que las desmonta­ran, se guardaran en camiones y fuesen sustituidas por catres de campaña reglamenta­rios.
Durante toda la mañana el trasiego de somieres, colcho­nes y colchas desde las tiendas a los camiones fue la princi­pal activi­dad castrense en el campamento. Fue una suerte que el enemigo no nos observara, pues se habría formado una imagen bastante rara de nosotros. Por la noche se produjo el trasiego contrario, pues el general ya se había ido, así que los catres fueron recogi­dos y se mon­taron de nuevo las camas en las tien­das de oficia­les y jefes. El comen­tario de la tropa era uná­ni­me.
- Qué morro, tío.
- Es que se lo pisan.
- Sí, pero ¿tú qué harías?
- ¡Coño, lo mismo que han hecho ellos!
Aquella noche llovió bastante e hizo mucho viento. La tienda del cuerpo de guardia y la de los cabos primeros, unas tiendas cónicas, moras, sin suelo, volaron. La tienda de Ve­lasco, el alcohólico Pretel y Martínez el facha se cayó. Sa­lieron los tres a intentar ende­rezarla. Entre todos los rui­dos de aquella agitada noche so­bresalían los juramentos de Velas­co, echán­dole la bronca a Pretel, que con el pedal que llevaba no se enteraba de nada. Martínez, tal vez rememorando el ase­dio rojo a Santa María de la Cabeza, dirigía la operación con es­caso éxito, todo hay que decir­lo.
Por la mañana me encontraba junto a nuestra tienda, que había resistido heroicamente los embates del vendaval. Se me acercó un comandante canijo y esmirriado, que me preguntó cómo ha­bía­mos pasado la noche. Saludéle militarmente y con­tes­téle que bien.
- ¿Es cómoda la tienda?
- Sí, mi comandante.
- Debe ser agradable estar ahí dentro oyendo caer la llu­via, ¿verdad?
Fue una suerte para el comandante que quien estuviera junto a la tienda fue­se yo y no Velasco.
- Sí, mi comandante -le contenté, mientras pensaba que más cómodo has estado tú en tu camita, so mamón. El comandante en cuestión resultó ser el comandante San Juan, también compa­ñero de promoción del Rey. Qué bien.


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