La
segunda noche De la Cruz se fue de guardia, así que Fermín y yo
estuvimos amplios en la tienda. Por la mañana nos enteramos de que
de madrugada había habido movida. En plena calma nocturna había
resonado un grito por todo el campamento:
-
"¡¡ AY, DIO MÍO!!"
Oír
un grito así en medio de la negra noche debe impresionar.
Yo no lo oí, estaba durmiendo. Pero De la Cruz estaba en el
cuerpo de guardia, y vaya si lo oyó. Y el cabo, más
acojonado aún que él, le ordenó que fuera a investigar.
Y De la Cruz, poco hecho aún a la vida militar, le preguntó
que por qué no iba él. Y el cabo le dijo que él no iba porque era
cabo y que no le tocara más los cojones si no se lo follaba
vivo. Ante tan convincentes argumentos, De la Cruz hizo una
ronda por todos los puestos de guardia, y en todos obtuvo la misma
información: todos los centinelas habían oído el grito,
ninguno de ellos había gritado y todos le preguntaron
cuánto faltaba para el relevo. Con estas novedades, nuestro
héroe regresó a dar novedades al cuerpo de guardia, en donde
por cierto no se había presentado ningún
oficial. No era extraño, ya que oficiales y suboficiales
desaparecían del campamento después de pasar
retreta y regresaban entrada la madrugada. Iban a
inspeccionar el género que ofertaban las tabernas de los pueblos de los alrededores,
hecho que pone de manifiesto la dureza de la vida del militar
profesional, separado de su familia por necesidades
del servicio.
De la
Cruz dio novedades al cabo, el cual decidió no investigar
personalmente el asunto, confiando en que nadie más
volviera a gritar. Por la mañana, De la Cruz me confesó
sus sospechas:
-
Seguro que fue Velasco.
Cada
día que pasaba estaba más hecho polvo. Y cada día retiraba
la palabra a alguien. Terminó las maniobras sin hablarse con
nadie. A todos los que estábamos allí la mili nos sentaba como una
patada en los cojones. A Velasco la mili le sentó como dos patadas
en cada cojón. No había tenido suerte en la elección de
compañeros de tienda, ya lo dijimos antes. El alcohólico Pretel
era un pelma de mucho cuidado que se pasaba el día gorreando y
bebiendo. Al llegar la noche, su grado de intoxicación etílica era
considerable. Y luego estaba Martínez el facha, un
admirador de Blas Piñar, bajito y dominante. Su
opinión debía ser ley para los demás, y para él España era
Madríz.
Con
semejante compañía, no me extraña que Velasco se deprimiera.
Al
tercer día de maniobras -seguíamos en Aspariegos, sin dividirnos
aún en forma de tenaza para caer sobre los tontos de los rojos- se
presentó por allí el general de la brigada, que se cabreó como
una mona al ver las tiendas de los Jefes y Oficiales. Tiendas de
camping grandes, amplias, con camas auténticas. Todos los
jefazos se habían llevado sus camitas, sus mantitas y sus
colchitas. El general ordenó que las desmontaran, se
guardaran en camiones y fuesen sustituidas por catres de campaña
reglamentarios.
Durante
toda la mañana el trasiego de somieres, colchones y colchas
desde las tiendas a los camiones fue la principal actividad
castrense en el campamento. Fue una suerte que el enemigo no nos
observara, pues se habría formado una imagen bastante rara de
nosotros. Por la noche se produjo el trasiego contrario, pues el
general ya se había ido, así que los catres fueron recogidos
y se montaron de nuevo las camas en las tiendas de
oficiales y jefes. El comentario de la tropa era
unánime.
-
Qué morro, tío.
-
Es que se lo pisan.
-
Sí, pero ¿tú qué harías?
-
¡Coño, lo mismo que han hecho ellos!
Aquella
noche llovió bastante e hizo mucho viento. La tienda del cuerpo de
guardia y la de los cabos primeros, unas tiendas cónicas, moras, sin
suelo, volaron. La tienda de Velasco, el alcohólico Pretel y Martínez el
facha se cayó. Salieron los tres a intentar
enderezarla. Entre todos los ruidos de aquella agitada
noche sobresalían los juramentos de Velasco, echándole
la bronca a Pretel, que con el pedal que llevaba no se enteraba de
nada. Martínez, tal vez rememorando el asedio rojo a Santa
María de la Cabeza, dirigía la operación con escaso éxito,
todo hay que decirlo.
Por
la mañana me encontraba junto a nuestra tienda, que había resistido
heroicamente los embates del vendaval. Se me acercó un comandante
canijo y esmirriado, que me preguntó cómo habíamos
pasado la noche. Saludéle militarmente y contestéle que
bien.
-
¿Es cómoda la tienda?
-
Sí, mi comandante.
-
Debe ser agradable estar ahí dentro oyendo caer la lluvia,
¿verdad?
Fue
una suerte para el comandante que quien estuviera junto a la tienda
fuese yo y no Velasco.
-
Sí, mi comandante -le contenté, mientras pensaba que más cómodo
has estado tú en tu camita, so mamón. El comandante en cuestión
resultó ser el comandante San Juan, también compañero de
promoción del Rey. Qué bien.
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