El
jefe de la expedición o alguien que creía serlo dio la orden
de marcha y partimos hacia la estación del tren. Recorrimos
los ochocientos metros que separaban el Regimiento de las
instalaciones ferroviarias entre los vítores enfervorizados
de la muchedumbre que pasaba totalmente de nosotros. En los
muelles de la estación cargamos los vehículos -jeeps,
camiones, TOAS y piezas ATP- en vagones plataforma.
Mientras los asegurábamos con calzos y cuerdas cayó un
fenomenal chaparrón que puso a prueba nuestro
espíritu militar. El poco que a mí me quedaba después de las
torturas de La Tulipe se esfumó en aquel momento. Era maravilloso
estar agachado clavando los clavos que fijaban los calzos mientras
el agua golpeaba furiosamente nuestra espalda y se
desparramaba por todo el uniforme. Cuando los
vehículos estuvieron firmemente asentados en las
plataformas, nos permitieron protegernos en un
cobertizo. Estábamos totalmente calados y no había
posibilidad de cambiarse. Empezábamos bien.
Al
cabo de un rato, cuando escampó, se nos ordenó ocupar
nuestros vagones. Caminamos un buen trecho hasta la cabeza del
tren, donde estaban los tres coches de pasajeros, del material
más antiguo de RENFE. Coches de la serie 5000, de
departamentos, mal pintados, sucios y sin calefacción.
Subimos y nos aposentamos, ocho en cada departamento. En esto
llegó el sargento Eustaquio y ordenó que bajáramos unos
cuantos a cargar las provisiones del bar. ¡Aún quedaban cosas
por cargar!
En
nuestro departamento dormitaba un veterano de nuestra batería,
de quien no recuerdo el nombre. Sólo recuerdo que tenía
incisivos draculoides y despertaba a la gente por la
noche cuando tenía imaginaria para venderles un submarino. Este
magnífico ejemplar del género humano se quedó mirando a los
guris que allí estábamos y nos dirigió un sabio aserto:
-
Va, coño, bajad a cargar todo eso. No pensaréis que voy a bajar
yo, ¿verdad?
Otro que había llegado a la máxima cima de su vida, era bisabuelo. Y
no se le podía contradecir. Así que los putos guris bajamos del
tren, nos acercamos a un jeep que había junto a la vía y cargamos
las provisiones del bar a base de irlas subiendo al tren en
sucesivos viajes. Aquello parecía una plantación de algodón de
Alabama en 1860. De un momento a otro iba a aparecer por allí
la Señorita Escarlata montada a caballo a ordenarnos que
cargáramos el Acueducto en el tren.
Pero
no. Apareció Urco con su Pelotón de Circulación. Cuando todo el
mundo estaba en el tren, los PCs tomaron posiciones junto a las
puertas de los vagones. Eran los únicos que iban armados: subfusil
Urco, Cetme los artilleros. Uno de ellos era Paniagua, guri como yo.
El chico haría carrera y llegaría a cabo primero.
-
Fíjate, me han hecho del partido comunista.
-
Ya, ya veo. ¿Y qué hacéis exactamente?
-
No sé, nos han dicho que cuando el tren pare hemos de bajar a
vigilarlo.
-
¿A vigilarlo? ¿Por qué? ¿Se lo va a llevar el enemigo?
-
Yo qué sé, tío.
Y,
efectivamente, cuando el tren paró, al poco rato de salir de
Segovia, los PCs saltaron aguerridamente al suelo -dos se cayeron- y
se desplegaron en torno al convoi. Urco dirigía la maniobra con el
aplomo del cabo Rusty. La imagen era sugestiva: en medio
de la inmensa estepa castellana, un tren parado y veinte
infelices armados comandados por un demente profesional
esperando la aparición del enemigo. Éste, juicioso, había
decidido no aparecer, pues el casco de Urco ofrecía una
peligrosidad manifiesta. Y mucho más lo que había debajo, la
Nada Absoluta. Habría tres o cuatro paradas más hasta llegar
a destino. Ignoro si fueron imputables a RENFE o entraban
dentro del programa de actividades castrenses previsto. En cada
una de ellas se repitió el patético número de los PCs.
Arrancamos
de nuevo. Unos cuantos guris de la Plana del Segundo dimos un paseo
por el tren. Todas las ventanillas del tren aparecían cubiertas
de multitud de chupitas, camisas y pantalones colgados para
secarse. En los dos coches de Segunda viajaba la
tropa, el coche mixto Primera-Bar lo ocupaban suboficiales
y oficiales. Curiosamente, las ventanas de este coche no tenían
ninguna prenda de ropa tendida.
A
media tarde llegamos a Medina del Campo, importante nudo
ferroviario. Los PCs se desplegaron por el andén, mientras
los ferroviarios cambiaban de cabeza a cola la locomotora del
tren, pues allí haríamos inversión de marcha. Los PCs, en el
andén, aparecían aún más ridículos que en campo abierto. E
inútiles, pues se acercó un cocacolero al tren -un espía del
enemigo, por supuesto- y no hicieron nada por impedirle el paso.
Hasta le compraron latas de Fanta limón.
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