domingo, 3 de enero de 2016

Aspariegos 2

El jefe de la expedición o alguien que creía serlo dio la or­den de marcha y par­timos hacia la estación del tren. Reco­rri­mos los ochocientos metros que sepa­raban el Regi­miento de las insta­laciones ferroviarias entre los vítores enfervori­za­dos de la muchedumbre que pasaba total­mente de no­sotros. En los mue­lles de la esta­ción cargamos los vehículos -jeeps, ca­miones, TOAS y pie­zas ATP- en vagones pla­taforma. Mientras los asegurába­mos con calzos y cuerdas cayó un fenome­nal cha­pa­rrón que puso a prueba nuestro espíritu mi­litar. El poco que a mí me quedaba después de las torturas de La Tulipe se esfumó en aquel momento. Era maravi­lloso estar agachado clavando los clavos que fijaban los calzos mien­tras el agua golpeaba furio­samente nuestra es­palda y se despa­rrama­ba por todo el unifor­me. Cuan­do los vehículos estuvie­ron fir­me­mente asentados en las plata­formas, nos permitieron pro­te­ger­nos en un coberti­zo. Estábamos total­mente calados y no ha­bía posibi­lidad de cam­biarse. Empe­zába­mos bien.
Al cabo de un rato, cuando escampó, se nos ordenó ocu­par nuestros vagones. Caminamos un buen trecho hasta la cabe­za del tren, donde estaban los tres coches de pasajeros, del mate­rial más anti­guo de RENFE. Coches de la serie 5000, de depar­tamen­tos, mal pintados, sucios y sin calefacción. Subimos y nos aposenta­mos, ocho en cada departamento. En esto llegó el sar­gento Eustaquio y ordenó que bajáramos unos cuantos a cargar las provisio­nes del bar. ¡Aún quedaban cosas por cargar!
En nuestro departamento dormitaba un veterano de nuestra ba­tería, de quien no recuerdo el nom­bre. Sólo recuerdo que tenía inci­sivos draculoides y des­perta­ba a la gente por la noche cuando tenía imaginaria para venderles un submarino. Este magnífico ejemplar del géne­ro humano se quedó mirando a los guris que allí estábamos y nos dirigió un sabio aserto:
- Va, coño, bajad a cargar todo eso. No pensaréis que voy a bajar yo, ¿ver­dad?
Otro que había llegado a la máxima cima de su vida, era bisabuelo. Y no se le podía contradecir. Así que los putos guris baja­mos del tren, nos acercamos a un jeep que había junto a la vía y cargamos las provisiones del bar a base de irlas subien­do al tren en sucesivos viajes. Aquello parecía una plantación de algodón de Alabama en 1860. De un momento a otro iba a apa­recer por allí la Señorita Escar­lata montada a caballo a ordenarnos que cargára­mos el Acue­ducto en el tren.
Pero no. Apareció Urco con su Pelotón de Circulación. Cuando todo el mundo estaba en el tren, los PCs tomaron posi­ciones junto a las puertas de los vagones. Eran los únicos que iban armados: subfusil Urco, Cetme los artilleros. Uno de ellos era Paniagua, guri como yo. El chico haría carrera y llegaría a cabo primero.
- Fíjate, me han hecho del partido comunista.
- Ya, ya veo. ¿Y qué hacéis exactamente?
- No sé, nos han dicho que cuando el tren pare hemos de bajar a vigilarlo.
- ¿A vigilarlo? ¿Por qué? ¿Se lo va a llevar el enemigo?
- Yo qué sé, tío.
Y, efectivamente, cuando el tren paró, al poco rato de salir de Segovia, los PCs saltaron aguerridamente al suelo -dos se cayeron- y se desplegaron en torno al convoi. Urco dirigía la maniobra con el aplomo del cabo Rusty. La imagen era suges­tiva: en me­dio de la in­mensa estepa castellana, un tren parado y veinte infelices armados comandados por un demente profesio­nal esperando la aparición del enemi­go. Éste, juicioso, había decidido no apa­recer, pues el casco de Urco ofrecía una peli­grosidad manifiesta. Y mucho más lo que había debajo, la Nada Absoluta. Habría tres o cuatro para­das más hasta llegar a des­tino. Ignoro si fueron impu­tables a RENFE o entraban den­tro del programa de actividades castrenses previsto. En cada una de ellas se repitió el patético número de los PCs.
Arrancamos de nuevo. Unos cuantos guris de la Plana del Segundo dimos un paseo por el tren. Todas las ventanillas del tren apa­recían cubiertas de multitud de chupitas, camisas y pan­talones colga­dos para se­car­se. En los dos coches de Segunda via­jaba la tropa, el coche mixto Pri­mera-Bar lo ocupaban su­boficia­les y oficiales. Curiosamente, las ventanas de este coche no tenían ninguna prenda de ropa tendida.
A media tarde llegamos a Medina del Campo, importante nudo ferro­viario. Los PCs se desplegaron por el andén, mien­tras los fe­rroviarios cambiaban de cabeza a cola la locomotora del tren, pues allí haríamos inversión de marcha. Los PCs, en el andén, aparecían aún más ridículos que en campo abierto. E inú­tiles, pues se acercó un cocacolero al tren -un espía del ene­migo, por supuesto- y no hicieron nada por impedirle el paso. Hasta le compraron latas de Fanta limón.

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