martes, 5 de enero de 2016

Aspariegos 4

Tomamos posesión de las tiendas. Me tocó compartirla con De la Cruz y Fermín. La de al lado estuvo la mar de animada, pues se jun­taron Velasco -el del chocolate-, el alcohólico Pretel y Martínez el facha. Formamos y fuimos a cenar. Los de la Bate­ría de Ser­vícios habían montado una cocina de campaña monísi­ma, con sus focos y todo, y un generador que se oía a diez kilómetros a la redonda. Fue una suerte que el enemigo no tu­viera o tuviese pre­visto atacar esa no­che, pues hubiera o hu­biese sido fácil loca­lizarnos.

Por la mañana, como no estaba Montoya para cantar diana, el Fitty se paseó en­tre las tiendas cantando a todo pul­món "Vete ya de mi vida / déjame ya / tus ojos de perdida / no me dejan en paz..." Na­die había de­sertado durante la no­che, así que nos die­ron per­miso para mear y lavarnos. Cuando volvía de mingitar cru­céme con el Tecol en pijama. Sin su uni­forme, su Land Rover y su ordenan­za, aquel hombre era otro. Formaditos fuimos a desayunar. Nos dieron un puña­do de ga­lletas y un ta­zón de algo que el sargen­to de coci­na denomina­ba, con gran sentido del humor, café con leche.

El amable lector ya habrá adivinado quién dirigió la ope­ración de descargar los camiones. Efectivamente, fue él, des­poja­do ya del casco, hecho que le daba un aspecto más humano. No mucho más, por eso.
Con la última galleta aún en el gazna­te, Urco empezó a organi­zar la vida castrense de la Plana del Segundo. Lo pri­mero fue montar el bar. Tras la parte trasera de uno de los camiones de nuestra batería instalamos un toldo y bajo él co­locamos mesas y sillas. Una vez hecho esto, el bar se de­claró operati­vo y todo el mundo se lanzó a pedir bocadi­llos. Los guris fuimos los últi­mos en poder pedirlos.
Cada batería tenía su bar. Ocho bares en el campamento, más las salas de oficiales y suboficiales. Si el enemigo nos invadía, tendría alcohol de sobra para celebrar su victoria sobre noso­tros. Ahora nos explicábamos el exiguo desayuno. No era para fortalecer nues­tro espíritu militar, sino para que nos dejáramos la pasta en el bar.
Y llegó la hora de comer. Cada día durante las manio­bras, después de hacer cola ante la cocina de campaña con la bande­jita de acero inoxidable, regre­sábamos a nuestro bar para co­mer senta­dos en una mesa -supo­niendo que algún bisabuelo ya hubiera termi­nado y tuviera a bien levantarse- o tirados por el suelo. En Aspariegos -pueblo en cuyo término municipal es­tábamos acampados- tuvimos el pri­vilegio de comer sopa de tie­rra más de un día. El viento levantaba remo­linos de tierra que caían sobre nues­tras bandejas. La sopa prisa estaba tan aguada que casi se agradecía que la madre naturale­za nos pro­porciona­ra algo de sustancia.
Por la tarde llegó uno de los momentos culminantes de las manio­bras: tres de los aguerridos tenientes de la batería, La Tulipe, Gilito y el Tedientes, nos expli­caron la táctica que íbamos a seguir para conquistar unas cuantas coli­nas. Por lo visto, nosotros éramos el ejército azul, los buenos. Los del ejército rojo -estábamos en 1981 y el PSOE aún no ha­bía ganado nada- eran los malos y querían con­quistar­nos, o éramos noso­tros los que los habíamos conquis­tado y aho­ra ellos querían echar­nos. No sé, algo así. Los del ejér­cito rojo eran un poco ton­tos, y nosotros éramos muy lis­tos, así que nos dividiríamos en dos y los atacaríamos -a los ro­jos- por dos sitios distin­tos, aprovechan­do que estaban aboba­dos, en una maniobra de tenaza. Pri­mero atacaría una parte de noso­tros, y cuando el ene­migo in­tentara reaccionar, la otra parte de noso­tros caería sobre ellos y los machacaría.
La Tulipe nos explicó la táctica -sencilla pero efectiva- ayudándose de un mapa sobre el cual iba pintarrajeando flechas de colorines. Para hacerse entender aún más, ordenó a tres volunta­rios que fueran junto a él.
- Imagínate que tú -le dijo al primero- pegas a éste -señalando al segundo- y lo tiras. Cáete -ordenó al segundo, que obedeció disciplinadamente-. Y ahora, cuando él intenta reaccio­nar... Levántate -ordenó de nuevo al segundo, que hizo ademán de incorporarse-. Cuando tú te levantas, llega éste otro -el tercero- que es amigo del que te ha pegado y te vuel­ve a pegar. Y no puedes levantarte -el segundo ni lo intentó-. ¿Todo el mundo lo ve? ¿Todo el mundo lo ha visto?

Esta didáctica explicación duró más de cinco minutos y fue repetida varias veces. Y a pesar de todo, al Titulcia no le quedó muy claro lo de la táctica. Él creía que nos darían a cada uno una tenaza e iríamos por ahí macha­cando rojos con la susodicha herramienta.

Una vez terminada la lección de Táctica y Estrategia, Gilito decidió relajar la sesión y nos ofreció unos minutos musicales. Intentó que aprendiéramos el Himno de Artillería. La letra era un cúmulo de despropósitos, en donde se mezclaba lo de marchar siem­pre unidos, la sacrosanta unidad de la pa­tria engrandecida y el niño que se estremece en la cuna al oír el estampido del cañón. Tú dirás. La música era senci­llamente aberrante. Qué gran verdad aquella que dice: la jus­ticia mili­tar es a la Justicia lo que la música militar a la Música.

Tras media hora de dale que dale sin conseguir nada -la mitad de la batería sólo movía los labios-, Gilito decidió ense­ñarnos el "Yo tenía un camarada", que a mí me sonaba a canción muy facha, pero mucho. Y para terminar el recital, el broche de oro: "En el frente de Gandesa". Debía ser por lo de las dos Espa­ñas.

A todo esto, se hizo la hora de merendar y todo el mundo se dirigió al bar. Los guris éramos los últimos en pedir, y cla­ro, muchas veces ya no quedaba nada de lo que pedíamos.






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