Tomamos
posesión de las tiendas. Me tocó compartirla con De la Cruz y Fermín.
La de al lado estuvo la mar de animada, pues se juntaron Velasco
-el del chocolate-, el alcohólico Pretel y Martínez el facha.
Formamos y fuimos a cenar. Los de la Batería de Servícios
habían montado una cocina de campaña monísima, con sus focos
y todo, y un generador que se oía a diez kilómetros a la redonda.
Fue una suerte que el enemigo no tuviera o tuviese previsto
atacar esa noche, pues hubiera o hubiese sido fácil
localizarnos.
Por
la mañana, como no estaba Montoya para cantar diana, el Fitty se
paseó entre las tiendas cantando a todo pulmón "Vete
ya de mi vida / déjame ya / tus ojos de perdida / no me dejan en
paz..." Nadie había desertado durante la noche,
así que nos dieron permiso para mear y lavarnos. Cuando
volvía de mingitar crucéme con el Tecol en pijama. Sin su
uniforme, su Land Rover y su ordenanza, aquel hombre era
otro. Formaditos fuimos a desayunar. Nos dieron un puñado de
galletas y un tazón de algo que el sargento de
cocina denominaba, con gran sentido del humor, café con
leche.
El
amable lector ya habrá adivinado quién dirigió la operación
de descargar los camiones. Efectivamente, fue él, despojado
ya del casco, hecho que le daba un aspecto más humano. No mucho
más, por eso.
Con
la última galleta aún en el gaznate, Urco empezó a
organizar la vida castrense de la Plana del Segundo. Lo
primero fue montar el bar. Tras la parte trasera de uno de los
camiones de nuestra batería instalamos un toldo y bajo él
colocamos mesas y sillas. Una vez hecho esto, el bar se
declaró operativo y todo el mundo se lanzó a pedir
bocadillos. Los guris fuimos los últimos en poder
pedirlos.
Cada
batería tenía su bar. Ocho bares en el campamento, más las salas
de oficiales y suboficiales. Si el enemigo nos invadía, tendría
alcohol de sobra para celebrar su victoria sobre nosotros.
Ahora nos explicábamos el exiguo desayuno. No era para fortalecer
nuestro espíritu militar, sino para que nos dejáramos la
pasta en el bar.
Y
llegó la hora de comer. Cada día durante las maniobras,
después de hacer cola ante la cocina de campaña con la bandejita
de acero inoxidable, regresábamos a nuestro bar para comer
sentados en una mesa -suponiendo que algún bisabuelo ya
hubiera terminado y tuviera a bien levantarse- o tirados por el
suelo. En Aspariegos -pueblo en cuyo término municipal estábamos
acampados- tuvimos el privilegio de comer sopa de tierra
más de un día. El viento levantaba remolinos de tierra que
caían sobre nuestras bandejas. La sopa prisa estaba tan aguada
que casi se agradecía que la madre naturaleza nos
proporcionara algo de sustancia.
Por
la tarde llegó uno de los momentos culminantes de las maniobras:
tres de los aguerridos tenientes de la batería, La Tulipe, Gilito y
el Tedientes, nos explicaron la táctica que íbamos a seguir
para conquistar unas cuantas colinas. Por lo visto, nosotros
éramos el ejército azul, los buenos. Los del ejército rojo
-estábamos en 1981 y el PSOE aún no había ganado nada- eran
los malos y querían conquistarnos, o éramos nosotros
los que los habíamos conquistado y ahora ellos querían
echarnos. No sé, algo así. Los del ejército rojo eran
un poco tontos, y nosotros éramos muy listos, así que
nos dividiríamos en dos y los atacaríamos -a los rojos- por
dos sitios distintos, aprovechando que estaban abobados,
en una maniobra de tenaza. Primero atacaría una parte de
nosotros, y cuando el enemigo intentara reaccionar,
la otra parte de nosotros caería sobre ellos y los machacaría.
La
Tulipe nos explicó la táctica -sencilla pero efectiva- ayudándose
de un mapa sobre el cual iba pintarrajeando flechas de colorines.
Para hacerse entender aún más, ordenó a tres voluntarios que
fueran junto a él.
-
Imagínate que tú -le dijo al primero- pegas a éste -señalando
al segundo- y lo tiras. Cáete -ordenó al segundo, que obedeció
disciplinadamente-. Y ahora, cuando él intenta reaccionar...
Levántate -ordenó de nuevo al segundo, que hizo ademán de
incorporarse-. Cuando tú te levantas, llega éste otro -el tercero-
que es amigo del que te ha pegado y te vuelve a pegar. Y no
puedes levantarte -el segundo ni lo intentó-. ¿Todo el mundo lo ve?
¿Todo el mundo lo ha visto?
Esta
didáctica explicación duró más de cinco minutos y fue repetida
varias veces. Y a pesar de todo, al Titulcia no le quedó muy claro
lo de la táctica. Él creía que nos darían a cada uno una tenaza e
iríamos por ahí machacando rojos con la susodicha herramienta.
Una
vez terminada la lección de Táctica y Estrategia, Gilito decidió
relajar la sesión y nos ofreció unos minutos musicales. Intentó
que aprendiéramos el Himno de Artillería. La letra era un cúmulo
de despropósitos, en donde se mezclaba lo de marchar siempre
unidos, la sacrosanta unidad de la patria engrandecida y el niño
que se estremece en la cuna al oír el estampido del cañón. Tú
dirás. La música era sencillamente aberrante. Qué gran verdad
aquella que dice: la justicia militar es a la Justicia lo
que la música militar a la Música.
Tras
media hora de dale que dale sin conseguir nada -la mitad de la
batería sólo movía los labios-, Gilito decidió enseñarnos
el "Yo tenía un camarada", que a mí me sonaba a canción
muy facha, pero mucho. Y para terminar el recital, el broche de oro:
"En el frente de Gandesa". Debía ser por lo de las dos
Españas.
A
todo esto, se hizo la hora de merendar y todo el mundo se dirigió al
bar. Los guris éramos los últimos en pedir, y claro, muchas
veces ya no quedaba nada de lo que pedíamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario