Finalmente
llegamos a Monte la Reina, un apartadero en medio del campo. Ni
siquiera había edificios, sólo un muelle de carga. Descargamos
los vehículos y formamos una columna con todos ellos. El
RACA 41 en pie de guerra, no te digo nada. El Segundo Grupo -el
mío, el mejor- abría la marcha. Primero iba el Land Rover del
teniente coronel, y detrás el del comandante. Luego venían
los jeeps de la Plana Mayor y de las baterías, los camiones y,
cerrando la marcha, las piezas ATP -autopropulsadas- de la 4ª y 5ª
Baterías. Detrás seguía el Primer Grupo -Plana Mayor y 1ª y
2ª Baterías-. Los de la Plana Mayor de Mando y la Batería de
Servicios habían salido días antes para montar el campamento.
A
mí me colocaron en el coche del comandante, no sé por qué. Igual
fue por ser alto, por llevar gafas o porque estaba allí en el
momento adecuado. Conducía Maíllo, el ordenanza del comandante.
Maíllo era de Getafe y le encantaba Serrat, pero sólo cuando
cantaba en castellano. Nadie es perfecto. A su lado iba el
comandante Ibáñez, dotado de un cabezón impresionante.
La gorra quedaba ridícula en aquella cabeza. El conjuto
cabeza de comandante-gorra parecía un envase de Moussel de
Legrain (París). Se decía que el comandante había
sido compañero de academia militar del Rey. Qué bien,
pensábamos la clase de tropa.
Los
asientos traseros los ocupábamos cuatro guris de la Plana Mayor. Uno
de nosotros -no era yo, por suerte- portaba una radio de
transmisiones, un armatoste del tamaño de una mochila de colegial
de Secundaria, con antena telescópica, pilas inmensas
que tardaban horas en recargarse, telefonillo cutre de Gila y sonido
espantoso. Nunca oí funcionar correctamente una de estas
radios, cosa que tampoco me importaba, desde luego.
La
columna motorizada avanzaba lentamente por la campiña zamorana. El
paisaje era agradable, tierras ocres por todas partes,
salpicadas de árboles no muy verdes. A pesar de que el día
empezó lluvioso en Segovia, a medida que viajamos hacia el
oeste el sol fue ganado terreno en el cielo. Chupitas,
camisas y pantalones se habían secado y ahora el sol descendía
lentamente en el cielo, regalándonos un largo y sereno
atardecer de principios de otoño.
Llegamos
a un cruce de caminos y la columna se detuvo. ¿Era a la izquierda?
¿Tal vez a la derecha? ¿Dónde esperaba la gloria a los
valientes guerreros? ¿Podíamos bajar a mear? Ante tales
disyuntivas, el teniente coronel -el Tecol a partir de ahora-
tomó la decisión que la tropa esperaba de un hombre de su
experiencia y brillante hoja de servicios. Ordenó a su chófer
que bajara del coche y preguntara a un par de viejas que había
al lado del camino.
Afortunadamente
las viejas no eran agentes a sueldo del enemigo porque al cabo de un
rato llegamos al campamento, un campamento monísimo. A un
lado había una larga hilera de tiendas canadienses de tres
plazas. Enfrente, a unos cincuenta metros, otra larga hilera de
tiendas canadienses de tres plazas. Una hilera de tiendas de
camping más grandes componía el tercer lado del campamento. Un
pequeño talud cerraba el cuadrado, en el centro del
cual ya se había hincado un mástil con una bandera española.
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