lunes, 4 de enero de 2016

Aspariegos 3

Finalmente llegamos a Monte la Reina, un apartade­ro en medio del campo. Ni siquiera había edificios, sólo un muelle de carga. Descarga­mos los vehículos y formamos una columna con todos ellos. El RACA 41 en pie de guerra, no te digo nada. El Se­gundo Grupo -el mío, el mejor- abría la marcha. Primero iba el Land Rover del te­niente coronel, y de­trás el del comandante. Luego venían los jeeps de la Plana Mayor y de las baterías, los camiones y, cerrando la marcha, las piezas ATP -autopropulsadas- de la 4ª y 5ª Baterías. De­trás seguía el Primer Grupo -Plana Mayor y 1ª y 2ª Baterías-. Los de la Plana Mayor de Mando y la Batería de Servicios ha­bían salido días antes para montar el campamento.
A mí me colocaron en el coche del comandante, no sé por qué. Igual fue por ser alto, por llevar gafas o porque estaba allí en el momento adecuado. Conducía Maíllo, el ordenanza del comandan­te. Maíllo era de Getafe y le encantaba Se­rrat, pero sólo cuando cantaba en castellano. Nadie es perfecto. A su lado iba el co­mandante Ibáñez, dotado de un cabezón impresio­nante. La gorra que­daba ridí­cula en aquella cabeza. El conjuto cabeza de co­man­dante-gorra parecía un envase de Moussel de Le­grain (Pa­rís). Se de­cía que el comandante había sido compañero de aca­demia militar del Rey. Qué bien, pensábamos la clase de tropa.
Los asientos traseros los ocupábamos cuatro guris de la Plana Mayor. Uno de nosotros -no era yo, por suerte- portaba una radio de transmisiones, un armatoste del tamaño de una mochila de cole­gial de Secundaria, con ante­na telescópica, pilas in­men­sas que tardaban horas en recargarse, telefonillo cutre de Gila y so­nido es­pantoso. Nunca oí funcionar correcta­mente una de es­tas radios, cosa que tampoco me importaba, des­de luego.
La columna motorizada avanzaba lentamente por la campiña zamorana. El paisaje era agradable, tierras ocres por todas par­tes, sal­picadas de árboles no muy verdes. A pesar de que el día empezó lluvioso en Segovia, a medida que via­jamos hacia el oeste el sol fue ganado terreno en el cie­lo. Chu­pi­tas, camisas y panta­lones se habían secado y ahora el sol des­cendía lenta­mente en el cielo, rega­lándonos un largo y sereno atarde­cer de principios de otoño.
Llegamos a un cruce de caminos y la columna se detuvo. ¿Era a la izquier­da? ¿Tal vez a la dere­cha? ¿Dónde esperaba la gloria a los valien­tes guerreros? ¿Po­díamos bajar a mear? Ante tales disyuntivas, el teniente coro­nel -el Tecol a partir de ahora- tomó la decisión que la tropa esperaba de un hombre de su expe­riencia y brillante hoja de servicios. Ordenó a su chó­fer que bajara del coche y preguntara a un par de vie­jas que había al lado del cami­no.
Afortunadamente las viejas no eran agentes a sueldo del enemigo porque al cabo de un rato llegamos al campamento, un campamento moní­si­mo. A un lado había una larga hilera de tien­das canadienses de tres plazas. Enfrente, a unos cincuen­ta metros, otra larga hilera de tiendas canadienses de tres pla­zas. Una hilera de tiendas de camping más grandes componía el tercer lado del campamento. Un pequeño talud cerraba el cua­dra­do, en el cen­tro del cual ya se había hincado un mástil con una bandera espa­ñola.

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