miércoles, 11 de noviembre de 2015

Ráfaga 12

El Hogar del Soldado era un amplio local presidido por una gran barra circular donde la gente se amontonaba pidiendo cosas de comer y beber. Sobre todo de beber. Allí no funcionaba el sabio sistema de atender al que ha llegado antes, sino que se atendía, por orden, a bisabue­los, abuelos, padres y, en último lugar, los putos chivos, que éramos los reclutas. A estas alturas del relato tal vez convenga abrir un paréntesis para explicar la distribución de los grupos sociales en un campamento o cuartel del ejército español de aquella época. 
Los recién llegados, oficialmente denominados reclutas, eran llamados chivos, o putos chivos. Formaban el estamento más bajo del ejército. Los podemos comparar con Espartaco y sus amigos antes de rebelarse contra el Imperio (romano). No disfrutaban de ningún derecho, o sí, sólo del derecho al trabajo. La jura de bandera los habilitaba para hacer servicios de armas (guardias), pero seguían siendo putos chivos hasta que llegaba el siguiente reemplazo.  Ese día ascendían a padres, y los recién llegados serían los nuevos chivos. Diversos estudios comparativos sobre el tema han concluido que en determinados campamentos los chivos no eran denominados así, sino bultos. Bien. Prosigamos. La etapa de padres duraba tres meses más, hasta que llegaba el nuevo reemplazo de chivos (o bultos según el campamento). Los padres pasaban a ser abuelos y los chivos se convertían a su vez en padres. Finalmente, tras tres meses más de excitantes experiencias castrenses, se alcanzaba el grado de bisabuelo, preludio de la ansiada licencia. Ser bisabuelo no era poca cosa. Era el segundo grado máximo a que se podía aspirar en la puta mili (el primero era que te declararan inútil antes de ir, o salir excedente de cupo en el sorteo) y para determinados individuos llegar a la bisabuelería era alcanzar el cénit no ya de su carrera militar, sino de su puta vida. 
Cerremos el paréntesis. Algo que me asombró del Hogar del Soldado fue el enorme éxito de ventas que tenían unos muñecos de medio metro de altura vestidos de militar que iban envueltos en una bolsa de celofan. Como la Nancy de Famosa pero en castrense.  Se vendían a docenas, y muchos reclutas se los llevaban en el primer rebaje de fin de semana. Eran para regalárselos a las novias, decían. El héroe de las COES de Logroño también compró uno. En fin, hay gus­tos para todo, pero yo, personalmente, desconfiaría mucho de una mujer que acepta­ra un regalo así.

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