domingo, 29 de noviembre de 2015

Ráfaga 23

Mañanas de verano en las montañas de León. Llegábamos al campo de entrenamiento a las nueve. Estábamos dando tumbos hasta pasada la una. Casi todo se limitaba a desfilar para ensa­yar la jura de bandera. Nos ordenaron por alturas. Los más altos delante, en la primera fila, así que me tocó estar ahí. Nos llamaban guías. En la segunda fila, detrás mío, había otros dos catalanes, Chicharro y Pep. Hicimos juntos el viaje en tren desde Barcelona hasta León, y junto con otros siete u ocho paisanos, ocupamos toda una hilera de literas y de números, desde el 109 hasta el 119, que era yo. Normalmente siempre estábamos juntos, excepto en las formaciones, por cuestión de distintas alturas.  Había de to­do: tres médicos, varios inge­nie­ros, un maestro -yo-... Desde el primer momento vimos que allí había que echarle sentido del humor a la cosa, así que decidimos autonombrarnos polacos para evitar que los otros nos llamaran así. 
Justo detrás mío estaba Koldo, un tío de Vallecas muy legal, que a la que nos oía hablar en catalán, saltaba:
- Ya está la polaquería liándola. ¿Escolti?
Desfilábamos por el inmenso campo de entrenamiento. Un tío con un tambor marcaba el ritmo y los nueve guías marcábamos el paso. Izquierda, izquierda, izquierda dere­cha iz­quierda. El sol caía implacable y la gorra nos abra­saba la cabeza. Al cabo de diez minutos de llevarla nos pica­ban todos los pocos pelos que nos habían dejado tras una rapada monumental en los lavabos de la compañía. Y el polvo. Los guías no sufríamos ese problema, pero la calde­rilla -los últimos de cada fila, los más bajitos- habían de añadir a todos los males el tragar todo el polvo que habían levantado los de las filas anteriores. Desfilábamos mal, tardábamos en apren­der, los cabos pri­me­ros se enfadaban, gritábannos e insultábannos, en especial el Media Mierda.

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